El Peruca. Joel Singer
desde la puerta de la calle. Una escalera de mármol blanco terminaba en un soberbio y luminoso espacio en el que solo la cocina, los tres baños, el gimnasio y otro cuarto estaban claramente separados del todo único de la construcción. Las fotos con sus padres y el Negro Eduardo, finamente enmarcadas en madera, lo mostraban por diferentes lugares del país y del exterior. Abundaban, asimismo, los objetos que sus padres, incansables viajeros, le habían traído de los lugares más exóticos del mundo. Una pecera con peces multicolores, una vieja tortuga y un dálmata de no más de dos meses de vida ayudaban a completar el colorido de esta casa que para Juan Ignacio era su pequeño paraíso. Una modesta biblioteca contenía libros pertenecientes, casi de forma excluyente, al género de la literatura policial: Arthur Conan Doyle, Agatha Christi, Edgar Allan Poe, Gilbert K. Chesterton, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Rodolfo Walsh se hallaban entre sus autores preferidos. Los libros de fotografía y de cocina también tenían su lugar en los anaqueles de madera. Juan Ignacio sentía especial gusto por la buena comida, algo heredado de un padre exigente en cuestiones culinarias.
Los padres de Juan Ignacio se habían opuesto con energía a su deseo de convertirse en policía. Esta elección lo apartaría de una tradición en la cual los médicos y los abogados, tanto por parte del padre como de la madre, tenían preeminencia. Pero Juan Ignacio había defendido con firmeza su decisión de ser un miembro más de la tan desprestigiada Policía de la provincia de Buenos Aires. Vanos fueron todos los intentos del padre para convencerlo de que en la Escuela Juan Vucetich sería como una mosca blanca, alguien cuya pertenencia familiar y educación le volverían insoportable la convivencia con personas resentidas, de bajo nivel económico y cultural, en gran número procedentes del norte del país o de pueblos perdidos del interior bonaerense. Pero estos pronósticos solo habían tenido algo de cierto con respecto a Ezequiel Fritzler. Había sido este el muchacho que, lo admitiera o no Juan Ignacio, le había hecho pasar los momentos más difíciles en la escuela, el que le había robado el protagonismo que el otro estaba acostumbrado a tener siempre y el que casi lo lleva a abandonar la carrera que tanto quería. Pero Ezequiel también había contribuido, sin proponérselo claro, a hacer de Juan Ignacio un pibe más humilde, más capaz de aprender a valorar lo bueno que pueden tener los otros. De hecho, fue creciente y secreta la admiración de Juan Ignacio por ese pibe rudo que lo había condenado a ser segundo, ese chico que, a veces, lo trataba como el mayor puede tratar al menor de sus hermanos o como un padre severo al más travieso de sus hijos.
Ezequiel estaba sorprendido por las dimensiones de la casa, por los amplios ventanales, por el lujoso mobiliario. El pequeño dálmata no dejaba de olisquearlo y de seguirlo a todos lados. Juan Ignacio le dijo que se sintiera cómodo, que se sirviera algo fresco y que recorriera la casa mientras él tomaba un baño, una ducha que, le anticipó, duraría más del tiempo acostumbrado. Ezequiel también se sentía abatido por lo que había ocurrido y en especial por lo que le había pasado a Juan Ignacio. Quizá no se notaba cuán furioso estaba, cuán dolido había quedado. Quería ya hablar con Juan Ignacio, dejarle algunas cosas claras y bosquejar un plan de cara al por demás incierto futuro. ¿Sería posible que un hecho semejante no fuera inmediatamente conocido, que lo ignorara la prensa, que no lo supiera Villafañe? Ezequiel meneaba la cabeza, hablaba solo, se hacía una y mil preguntas. Tomaba de a lentos sorbos la copa de gaseosa que se había servido, caminaba por la casa, miraba las fotos, pasaba la yema de los dedos por los muebles de caoba bajo la atenta mirada del hermoso cachorrito. Luego abrió una puerta de madera. Una habitación se iluminó súbitamente, un cuarto amplio, lleno de espejos, repleto de fotos, perfumado con una agradable mixtura de fragancias. Una colchoneta negra cubría gran parte del resplandeciente piso de madera. Aquí Juan Ignacio practicaba lucha grecorromana con algunos de sus amigos. Ezequiel pudo, apenas, esbozar una sonrisa. A pesar de la amargura que lo embargaba, más allá del tremendo dolor que le causaba lo que le habían hecho a su amado compañero, sentía que Juan Ignacio no podía vivir de otra manera, que alguien como él se merecía tener lo mejor del mundo. Acto seguido salió de allí. Cerró la puerta con inusual delicadeza y caminó hasta la habitación inmediatamente contigua. Juan Ignacio continuaba bajo la fría lluvia de la ducha. Por una de las ventanas, apenas abierta, entraba una brisa que traía el olor de la tierra y el perfume de las flores del jardín. Cada tanto se sentía el eterno traqueteo del tren Sarmiento. Y el ladrido de los perros de las casas vecinas. Ezequiel permaneció unos segundos de pie frente a la puerta. Observó los relieves de la madera labrada y, tal como había hecho antes, volvió a pasar los dedos sobre esa suave y brillante superficie. Luego abrió la puerta. Las luces volvieron a encenderse, pero de forma gradual. Un espacio de doce metros de largo por seis de ancho albergaba los aparatos más modernos para hacer gimnasia, un equipamiento que solo podía verse en los mejores gimnasios de la ciudad de Buenos Aires. Ezequiel parecía no dar crédito a lo que veían sus ojos. Al fondo del salón vio una bolsa de arena y una colorida pera de cuero. Fue hasta ellos caminando muy despacio. De las paredes pendían fotos de los más grandes boxeadores argentinos: Nicolino Locche, Pascual Pérez, Carlos Monzón, Miguel Ángel Castellini, Horacio Accavallo, Víctor Galíndez, Oscar “Ringo” Bonavena, José María Gatica, Santos Benigno Laciar, Gustavo Ballas, Juan Martín “Látigo” Coggi, Eduardo Lausse y otros. Estaban cuidadosamente enmarcadas en madera. Cuando estuvo frente a la bolsa de arena, Ezequiel comenzó a golpearla como si estuviera cumpliendo una rutina de gimnasia. Pero en realidad estaba descargando toda la furia contenida, todo el odio acumulado por lo que le habían hecho a Juan Ignacio. No veía en ella todavía el rostro de la persona que, esta vez sí, le había ganado. Pero faltaba poco para que empezara a verlo en todos lados, casi todo el tiempo: en las noches de insomnio, en las guardias cotidianas y en las borrosas imágenes de las amargas pesadillas. Sobre una amplia pared color salmón había más fotografías del dueño de casa, fotos entre las que predominaban las que se había tomado con otros estudiantes de la Escuela Juan Vucetich. Ezequiel pudo reconocer a algunos de los jóvenes alumnos e, inútilmente, se buscó entre ellas. Pero en ninguna se encontraba el bravo morocho de Avellaneda. Y le dolió su ausencia, el triste hecho de no verse, feliz, entre los pibes. Sintió como si una puñalada le atravesara el pecho, como si fuera la víctima indefensa de un acto traicionero, deleznable, como si le hubieran querido pasar la factura por haber sido el mejor en todo lo que había hecho. En el equipo de música sonaba el clásico ¿Da ya think I´m sexy?, de Rod Stewart. Ya llegaría la ocasión en la cual Ezequiel haría referencia a esta notable ausencia suya con algún comentario malicioso disfrazado de aparente inocencia. Ezequiel estaba observando una foto de Kip Noll cuando advirtió que Juan Ignacio, desde la puerta, lo estaba mirando a él. Fue la fragancia del desodorante Axe y la del Drakkar Noir la que atrajo sus ojos hacia Juan Ignacio. Este solo tenía puesto un ajustado short anaranjado y calzaba unas ojotas Adidas con los colores de River Plate. Hacía rato que Ezequiel había dejado atrás ese sentimiento de conmiseración que en la villa le había inspirado Juan Ignacio. Ahora volvía a ser el jefe severo, el bravo muchacho que Juan Ignacio conocía.
—¿Te gusta, Ezequiel?
—Claro, es espectacular. ¡Tu casa es increíble, Juan Ignacio! Lamento haberla conocido un día como el de hoy. Solo este lugar es un paraíso. Yo viviría feliz en el gimnasio.
—Las cosas se dieron así.
—Sé que no es el mejor momento para hablar –dijo Ezequiel.
—Está bien, decime lo que me tenés que decir y listo. Salgamos de acá, sentémonos en los sillones y hablemos –expresó Juan Ignacio.
—No te quiero decir nada, te quiero hacer una pregunta.
—Perdoname, Ezequiel, me mandé una tremenda cagada, me dejé llevar por el impulso…
—Ya pasó, ya está. Yo me siento mal, destruido, porque no pude llegar a tiempo.
—Es un laberinto, era imposible que me encontraras. No te sientas mal.
—¿Quién fue?
Juan Ignacio no le respondió enseguida la tremenda e inevitable pregunta.
—Dale, Juan Ignacio. Ya sé lo que pasó. Estabas desnudo, no hay que hacer ninguna investigación.
—Mirá... –comenzó a decirle, sin poder seguir la frase.
—Quedate tranquilo que