El Peruca. Joel Singer
después de la feroz golpiza que había recibido. Fue entonces cuando el Peruca le dio de beber un poco de cerveza. Juan Ignacio quiso tomar más, pero el Peruca le retiró la botella de la boca y vertió el resto del contenido sobre las sucias mejillas del efectivo de la bonaerense. Después se miraron a los ojos. Juan Ignacio pudo al fin comprobar por sí mismo cuán cierto era todo lo que Ramiro le había dicho hacía apenas unos días.
—¡Sacame las esposas que son mías, delincuente!
—Son tan tuyas que hasta decidí ponértelas y no te las pienso sacar.
—Mi compañero me está buscando. En cualquier momento va a llegar.
—Pues entonces lo esperaré.
De repente, se escucharon unos silbidos y a los pocos segundos unos golpes en la puerta. El Peruca fue a abrir, tranquilo; él conocía muy bien al muchacho que silbaba. Un joven moreno, de veintiún años, a quien apodaban Rubindio, venía a encontrarse con el jefe de la banda. Le decían Rubindio por el color de la piel y porque llevaba el pelo con algunos mechones teñidos de rubio. Los muchachos se saludaron con un cálido abrazo y un beso en la mejilla. El Peruca le refirió todo lo que había pasado y le encargó el cuidado de la puerta. También le encomendó que buscara a alguien que diera aviso a los demás miembros de la pandilla de que podía estar al caer la Policía. Rubindio salió aprisa del galpón para cumplir las órdenes que había recibido, pero lo hizo luego de colmar de elogios al peruano.
Rubindio había nacido en Paraguay hacía veintiún años. Para todos era, sin discusión posible, el segundo de la banda del Peruca. En su haber tenía un buen número de peleas ganadas y la absoluta confianza del jefe. Hasta los paraguayos, históricos habitantes de la villa, temían y respetaban a este muchacho que los había dejado para irse a trabajar con el Peruca. Lo había decidido una noche, después de una reunión a solas con él, en este mismo galpón en el que hoy estaba Juan Ignacio. Pero al lado de los que lo respetaban y temían se hallaban los que lo odiaban, los que no le perdonaban su deserción, la apostasía de haberlos abandonado. Él no se sentía un traidor. En realidad, lo único que le importaba desde que estaba con el Peruca era no fallarle a él, la persona más importante de su vida.
* * *
Casi una hora y media después de haber entrado a la villa, Ezequiel hacía un violento ingreso al galpón en el que estaba Juan Ignacio. Este se tapó apenas el cuerpo desnudo con el pantalón del uniforme. Ezequiel Fritzler lo miró, se dio vuelta y le pegó varias patadas y trompadas a las cajas que estaban apiladas. Juan Ignacio se aproximó a él y se lo quedó mirando sin decirle una palabra. Quiso darle el tiempo suficiente para que pudiera desahogarse. Luego de unos minutos, Ezequiel se volvió hacia Juan Ignacio y lo abrazó en clara actitud consoladora. La situación no permitía que comenzara el largo inventario de todos los errores cometidos. Ya llegaría el tiempo. Ezequiel jamás dejaba pasar la menor ocasión para que Juan Ignacio supiera cómo eran las cosas y sobre todo quién daba las órdenes. Y este hecho insólito y grave no iba a ser una excepción. Los dos efectivos de la Policía bonaerense permanecieron unos minutos abrazados. Ezequiel le acariciaba la espalda como para transmitirle confianza y tranquilidad a un colega profundamente avergonzado por lo que había pasado. También le aseguró que lo que había ocurrido sería un doloroso episodio que quedaría entre ellos para siempre.
—Salgamos de acá ya, antes de que vengan y nos maten –ordenó Ezequiel.
Juan Ignacio comenzó a cambiarse rápidamente. Luego salieron del galpón.
—Vayamos para aquel lado. Estoy medio perdido, di mil vueltas.
—Yo, ni te cuento –le dijo Juan Ignacio.
—Quedate tranquilo y seguime a mí. ¿Te sentís bien?
—Quiero bañarme y dormir tres días seguidos. Me duele todo el cuerpo.
—Corramos para aquel lado, creo que salimos a los departamentos que están detrás del Hospital Posadas.
—Bueno.
Apenas salieron del galpón, con las armas en la mano, corrieron a toda velocidad hacia una dirección que, presumía Ezequiel, era la correcta. La villa Carlos Gardel había crecido en número y en extensión y sus límites no estaban del todo claros, era un territorio con una frontera elástica, con unos límites que se movían de acuerdo al dictado de las necesidades de los que no cesaban de llegar, de los que, cada vez en mayor número, eran arrojados al basural donde se destinaban las excrecencias del sistema, el producto de descarte que generaba entonces la sistemática aplicación del recetario neoliberal.
Los muchachos corrieron hasta llegar a un paraje arbolado, silencioso. De cuando en cuando se escuchaban el ladrido de algunos perros y la densa e impenetrable oscuridad era solo atenuada por la luz de la luna y el reflejo lejano de las lamparitas que iluminaban las precarias casillas.
—¿Te sentís bien? –le volvió a preguntar Ezequiel.
—Un poco flojo, parece que se me doblan las piernas.
—Espero no haberme equivocado, pero me extraña que no veamos el Hospital Posadas.
—Quizá ya salimos de la villa, quién sabe.
—No creo, va, puede ser.
Siguieron caminando. Después de unos minutos vieron el inmenso paredón blanco del Hospital Posadas. Enseguida, casi sin darse cuenta, se encontraron en la calle. Nada malo les había pasado ni les pasaría. No se habían cumplido los peores vaticinios. Ni cuando se cruzaron con algunos nutridos grupos de jóvenes, a punto ya de salir del inmenso asentamiento, vivieron algo parecido a una amenaza. Algunos insultos, algunas desafiantes miradas, algunos gestos poco simpáticos. Pero nada más. Hasta no faltaron pibes que los sorprendieron con una inesperada y cálida sonrisa. Ya se había puesto el sol. Los dos policías caminaban por la calle Marcos Paz en dirección a la avenida Gaona. A esa hora no se veía a nadie. Apenas oscurecía, el barrio quedaba sumido en el silencio. Se habían multiplicado los robos, hechos antes aislados, y la gente empezaba a tener miedo. Y en la puerta de una casa un hombre solo tomaba fresco en la vereda. Los dos policías se presentaron por sus nombres y le solicitaron permiso para usar el teléfono. El vecino accedió amablemente. Ezequiel le hizo un breve relato del fallido operativo que venían de realizar en la villa Carlos Gardel. Pero este viejo vecino del barrio estaba bien al tanto de los importantes cambios que se estaban produciendo en la realidad argentina. Una vez adentro, los invitó a sentarse y fue en busca de algo fresco. Mientras tomaba los tres vasos de una alacena, le indicó a Ezequiel donde estaba el teléfono. Este quería comunicarse con el comisario Villafañe, explicarle, sin detalle, las razones por las cuales no habían podido regresar a la departamental como hacían todos los días. Pero el jefe ya se había retirado. El principal Lombardo le informó a Ezequiel que la mujer de Villafañe había tenido un accidente en la bonaerense ciudad de Zárate y que él hacía varias horas que no estaba allí. Se enteró, además, de que el móvil había sido recuperado. En realidad, estuvo siempre donde Ezequiel lo había estacionado. Fueron los nervios los que le hicieron creer que el coche policial había sido robado, cuando, vacilante, se volvió sobre sus pasos. Los dos muchachos festejaron estas dos buenas noticias. Luego salieron de la casa y caminaron las tres cuadras que los separaban de avenida Gaona. Ezequiel no quería que Juan Ignacio regresara solo a su vivienda. En Marcos Paz y Gaona tomaron un taxi. No más de veinte minutos tardaron en llegar a la casa de la calle Colinas Nevadas 18, en Castelar. Juan Ignacio fue durante todo el trayecto pensando en las posibles y graves consecuencias de lo que había ocurrido. El conductor no podía ni siquiera imaginar lo que los dos efectivos de la Policía bonaerense habían pasado en tan solo cuatro horas. Poco antes de las diez de la noche, llegaron a la casa. Ezequiel pagó el precio del viaje y salió del auto. Luego, algo mareado, lo hizo Juan Ignacio. Ezequiel tomó del brazo a su compañero y, sin soltarlo, caminaron hasta la puerta de la casa. Una vez aquí, el morocho de Avellaneda se hizo con las llaves. No se las pidió, ni le dio tiempo a Juan Ignacio para que este las sacara del llavero, sino que las tomó directamente e introdujo una de ellas en la cerradura y abrió la puerta.
Juan Ignacio vivía solo en un moderno loft de dos plantas en la zona más exclusiva de Castelar.