El Peruca. Joel Singer

El Peruca - Joel Singer


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que no podemos cometer errores.

      —Nos cruzamos un par de veces con la gente de Marianetti, pero no fue deliberado, no los estábamos siguiendo ni controlando.

      —Ni de casualidad eso tiene que volver a ocurrir.

      —De todos modos, nosotros estamos por encima de ellos –acotó, ingenuamente, Juan Ignacio.

      —Ya lo sé, eso ya lo sé, Soriani –manifestó, molesto, Villafañe.

      —En algún momento va a tener que caer –sostuvo Ezequiel.

      —Estamos haciendo un trabajo de depuración que está dando sus frutos, lentamente, pero los está dando. Y esto es lo que importa. Pero los malos elementos también tienen su banca, adentro y afuera de la misma Policía, mercenarios capaces de hacer volar esta sede con tal de que ellos no pierdan ninguno de los muchos privilegios que tienen.

      —¡¿Tan bancado puede estar?! –preguntó Ezequiel.

      —Es una trama que compromete a gente con poder. Cuando lo mataron a Codovilla, hecho sobre el que no sabemos nada, aún hoy, varios meses después, parecía que se le complicaba la cosa a Marianetti. Ustedes saben: la prensa, todo lo que se dijo del muerto y otras perlitas. Quedó muy salpicado, demasiado.

      —Es que el gordo Codovilla era indefendible –opinó Ezequiel.

      —Y, por la manera que tuvieron de matarlo, lo más claro es que fue un pase de factura bastante grande.

      —Una venganza, seguro. Algo planificado, ejecutado con frialdad. Pienso lo mismo, Soriani –dijo Villafañe.

      —Para mí que la cosa viene de la Gardel –sugirió Ezequiel.

      —¿Por qué? –preguntó Villafañe haciendo un gesto de interés.

      —La zona, la manera de matarlo, la actitud del gordo con los pibes que tienen vínculos con gente de la villa; para mí todo apunta ahí. Los que lo mataron salieron de ahí.

      —Hay que ver. Quizá la cosa vino de adentro –se atrevió a manifestar Juan Ignacio.

      —No, eso es imposible –expresó, tajante, Villafañe.

      —Yo estoy de acuerdo con usted, jefe. No creo que lo hayan matado policías –dijo Ezequiel coincidiendo, honestamente, con Villafañe.

      —Codovilla era un ave de rapiña, una basura capaz de hacer cualquier cosa que le pidiera el jefe, muchachos.

      —Una cerveza acá, un vino allá, un plato de ravioles. Era eso el viejo –dijo Ezequiel.

      —Era eso y mucho más, mucho más, Fritzler. Yo no lo subestimaría. Pero, bueno, dejemos esto por ahora. Los llamé para pedirles que tengan mucho cuidado con la gente de él. Yo creo que en no más de tres o cuatro meses vamos a festejar su caída. Otra cosa me preocupa mucho más.

      —¿Sí? –fue la única palabra que pronunció Ezequiel.

      —¡Ese fantasma, ese demonio, esa basura! –dijo Villafañe con los ojos rígidos, mirando a ninguna parte, como un ciego.

      De pronto sonó el teléfono. Villafañe respondió el llamado. Era una comunicación del hospital en el cual se encontraba internada su mujer. Entonces, con un gesto nervioso, les pidió que se retiraran prontamente.

      Los muchachos salieron del despacho de Villafañe. El viejo reloj de madera anunciaba, con suaves campanadas, las seis menos cuarto de la tarde. Cuando llegaron a la playa de estacionamiento se detuvieron al lado del Mini Cooper de Ezequiel y se apoyaron en la parte delantera del vehículo.

      —Nunca me pegué un cagazo como el de hace un rato –le dijo Ezequiel.

      —Y yo ni te cuento. Estaba mojado a pesar del aire acondicionado.

      —¿Nos vemos a la noche? –preguntó Ezequiel.

      —Me encantaría, pero voy a cenar con mis padres. Hace días que no los veo.

      —Es el precio de la vida que elegimos. No les queda otra que entendernos y dejarnos vivir en paz.

      —Es lo que les digo. Ya se están acostumbrando. Ellos y mis amigos también.

      —Bueno, hasta mañana entonces.

      —Chau, Ezequiel, hasta mañana. Espero que tengamos un día mucho más tranquilo.

      —Cuidate. A la noche te llamo.

      —Bueno. Calculo que antes de las doce voy a estar en casa. Un beso.

      —Otro.

      Ezequiel puso el auto en marcha, lo aceleró tres o cuatro veces, hizo sonar la bocina y abandonó la playa de estacionamiento de la Departamental de Ramos Mejía. Juan Ignacio caminó unos dos metros para abordar su Kawasaki negra y de allí partió para regresar a su casa. Él siempre hacía el mismo camino. Iba por Rivadavia hasta la estación Castelar. A Juan Ignacio le gustaba circular en paralelo a las vías del tren. Pero esta vuelta a casa no sería como el sereno regreso de los días anteriores. Parecía haberse iniciado un tiempo de sorpresas en la vida de Juan Ignacio, un tiempo muy contrastante con lo que había sido su vida hasta el presente. No llegó a hacer ni diez cuadras cuando una moto todo terreno se le acercó y se detuvo a su izquierda a causa del semáforo. El muchacho que la conducía llevaba un casco negro y antes de que tuviera luz verde le pidió que lo siguiera. El policía, algo dubitativo, decidió hacerle caso y lo siguió, desde cierta distancia, hasta un baldío que estaba pasando la parrilla Don Goyo, en Haedo. Durante el breve trayecto, Juan Ignacio iba pensando quién podría ser este muchacho. Le intrigaba saber de quién sería la cara, el rostro bien cubierto por el soberbio casco negro. Una vez que llegaron, Juan Ignacio detuvo su moto al lado de donde la había estacionado el desconocido, quien en ese momento comenzaba a quitarse el casco. Era Rubindio, el joven que había estado en el galpón y a quien el Peruca le había encomendado la custodia de la puerta. Rubindio bajó tranquilo. De la cintura asomaba la culata negra de su pistola nueve milímetros. Vestía un jean ajustado, descolorido, y una ceñida remera que le marcaba los pectorales. Los mechones rubios, un poco más levantados, le daban un estilo relativamente punk. Un cutis moreno, suave, sin sombra de barba, con una cicatriz corta en la mejilla derecha le aportaba más que un aire de pibe duro y peligroso.

      —El Peruca te quiere ver. Me pidió que te buscara y te trajera acá.

      —Pensé que podías venir de parte de él –dijo, simplemente, Juan Ignacio, con la voz apagada, susurrante.

      Los dos muchachos caminaron juntos más de cien metros, entre frondosos árboles, autos quemados y montañas de basura. Rubindio caminaba alerta a pesar de conocer muy bien los sonidos y los olores de ese territorio que también se habían ganado a las trompadas y a los tiros. Luego se detuvieron. El paraguayo se paró frente a él, lo miró a los ojos y le indicó el camino.

      Juan Ignacio siguió las indicaciones y ni bien traspuso una montaña de basura, compuesta, fundamentalmente, de distintas partes de autos y otras cosas vio un Chevy negro, reluciente, bajo la fresca sombra de los árboles, un vehículo impecable que contrastaba con la desolación del lugar. Del lado del acompañante descendió el Peruca. Este se apoyó sobre el guardabarros y desde ahí llamó a Juan Ignacio. El bello policía caminó hasta allí y se paró frente a él.

      —Mañana a las diez de la noche te espero en la puerta de la iglesia que está a una cuadra de la plaza de la estación, en Ramos.

      —Tengo horarios complicados. Quizá no pueda ir. Depende del trabajo –le dijo Juan Ignacio.

      —A las diez voy a estar en la puerta de la iglesia.

      —Entendé mi situación, Lautaro. Por favor.

      —Y tú trata de entender la mía.

      Luego de decir estas palabras, el Peruca subió al auto y partió raudamente. Varios motociclistas iban tras él. Juan Ignacio volvió a buscar la negra Kawasaki. Rubindio lo estaba esperando junto a ella. El policía, sin mirarlo ni darle las gracias, abordó la moto y le dio arranque, pero


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