El Peruca. Joel Singer
sol todavía no se había retirado. Parecía querer, porfiado, seguir iluminando, calentando las casas y las calles, manteniendo a jóvenes y a viejos bajo el agua fresca de las duchas, sin salir de las piletas, a cubierto del abrasador fuego que se abatía sobre toda la Argentina.
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La Comisaría Segunda de Haedo dependía de la Departamental de Ramos Mejía, pero esta subordinación era jurisdiccional. La tradición dominante en el país y, en particular, en la provincia de Buenos Aires le daba casi todo el poder al comisario de turno. Su titular entonces, desde hacía más de seis años, era el comisario mayor Benedicto Marianetti. Y Benedicto Marianetti era todo lo opuesto que se podía ser al comisario Villafañe. Nacido hacía cuarenta y siete años en la ciudad chaqueña de Presidencia Roque Sáenz Peña, era el tercer hijo varón de un matrimonio conformado por un hachero y una mujer que no había tenido más opción que la de abandonar el hogar paterno cuando solo contaba con diecisiete años. Demás está decir que el hombre que se la había llevado no era otro que el padre del futuro Benedicto Marianetti. Este, apenas cumplidos los veintidós, dejó la casa de los padres y se vino a vivir a Buenos Aires. Tenía otras ideas en la cabeza, otros planes para su vida. Corría el mes de enero de 1966. Políticamente, desde hacía varios años, la Argentina había comenzado a transitar el camino de una lenta y progresiva radicalización. La violencia, la ilegalidad y la proscripción política empezaban a ser parte de la vida cotidiana y, lamentablemente, lo serían por muchos años. Un par de cartas firmadas por personas de influencia facilitaron su ingreso, dos meses más tarde, a la Escuela de Policía Juan Vucetich. Una de ellas la firmaba el famoso excomisario general Desiderio Fernández Suárez, célebre por su participación en la masacre de José León Suárez ocurrida diez años antes. La otra, un sacerdote católico que había sabido combinar una importante labor social con una relevante producción intelectual: Julio Petronilo Benvielle.
Benedicto Marianetti, al igual que Villafañe, también pensaba que las cosas estaban bien o mal, aunque, a diferencia del titular de la Departamental de Ramos Mejía, a veces, el bien recibía el nombre de mal y el mal era sencillamente practicado como la mejor de las virtudes. Hombre ambicioso, mujeriego, matón de reflejos rápidos que solía dejar sin respuestas a sus adversarios siempre aturdidos por las amenazas y los chantajes. La biografía de Benedicto Marianetti podría escribirse tomando como paralelo, pero al revés, la excepcional figura de Juan Carlos Villafañe. Y Marianetti sabía que Villafañe se estaba yendo para arriba, que influía en las purgas, que trababa los ascensos. Detestaba ese personalismo que lo hacía estar en todas partes, al tanto de todas las cuestiones, haciendo más de lo que debía hacer. No soportaba su injerencia en la definición de los traslados y, sobre todo, el riguroso seguimiento al que eran sometidos los efectivos que habían sido expulsados de la Policía. Marianetti sabía que Villafañe lo tenía entre ceja y ceja. En realidad, los dos se sabían enemigos irreconciliables, casi los representantes de dos concepciones completamente opuestas de lo que era y de lo que debía ser la Policía. Jesús propuso el perdón y Borges el olvido, pero Villafañe estaba, en este punto, en absoluto desacuerdo con los dos hombres. A Benedicto Marianetti había que castigarlo con dureza, quitarle el uniforme que había deshonrado y meterlo en una cárcel de la cual no debería salir nunca más. Los dos hombres tenían, sin embargo, una importante coincidencia: se habían hecho de un equipo de subalternos capaces de calcar en la cotidianeidad el comportamiento de sus jefes. Villafañe tenía a Juan Ignacio Soriani y a Ezequiel Fritzler. Marianetti, por su parte, contaba con los inestimables servicios de Facundo Valentini y de Nahuel Prediger, dos muchachos que reproducían, en el mano a mano con cualquier pobre infeliz, lo que él hacía a escondidas, con los dueños de los pubs y las discotecas, con los directivos de no pocas importantes compañías o hasta con los dealers de algunas villas, odiados por los mismos villeros porque, según sus propias palabras, «transaban con la yuta».
Nahuel y Facundo ingresaron a la Escuela de Policía Juan Vucetich a los tres meses de haber terminado el ciclo secundario, al igual que Ezequiel y Juan Ignacio. Finalizados los estudios, luego de cuatro años, fueron asignados directamente a la Comisaría Segunda de Haedo. En la escuela, los cuatro muchachos se habían tratado poco, con una más o menos cierta indiferencia. El elitismo de Juan Ignacio, la soberbia de Ezequiel y el cerrado círculo en el que parecían vivir Nahuel y Facundo los habían mantenido a todos relativamente separados. También hizo su parte el creciente interés de Ezequiel por Juan Ignacio, esa especie de fijación que el bravo morocho de Avellaneda tenía con el niño mimado de Castelar. Pero ahora las dos parejas de policías tenían por jefes a dos hombres que se consideraban enemigos, ahora los unía un territorio peligroso en el que actuaba una pandilla cuyo líder ya había comenzado a cambiarle la vida a mucha gente. Ya se habían cruzado en The Pits, el pub del amigo de Juan Ignacio, en las calles que patrullaban diariamente y también en la misma departamental donde, a veces, tenían lugar diversos cursos versados en diferentes temáticas. Por lo tanto, esa relativa indiferencia era algo que había quedado en el pasado.
Facundo y Nahuel iniciaban su jornada de trabajo poco después de las cuatro de la tarde. Asistían a esos lentos cambios que en todos lados trae la inevitable llegada de la noche. Pero entre las dos parejas de policías había algunas importantes diferencias. La más notable, quizá, era que entre Facundo y Nahuel no había diferencias, como las que sí existían entre los dos subordinados de Juan Carlos Villafañe. Facundo y Nahuel se hicieron entrañables amigos en la escuela de Policía. Meterse con uno era meterse con el otro. Hasta en el aspecto físico existía cierta semejanza. Los dos eran rubios, de tez blanca, con ojos grandes y claros, verdes los de Facundo, celestes los de Nahuel. Facundo era más blanco que Nahuel y llevaba lo más larga que podía la enrulada cabellera. En cambio, Nahuel era más del pelo cortado al rape, ligeramente más largo en la parte superior de la cabeza. Facundo solía llevar la barba apenas crecida; Nahuel, por su parte, se afeitaba casi todos los días, obsesivamente. Fanáticos de las artes marciales y adoradores de las películas del mismo género, se pasaban los fines de semana mirando las viejas películas de Bruce Lee y las nuevas, de Jean Claude Van Damme y de Steven Sigal. Vivían juntos en la casa que Facundo tenía en la localidad de Merlo, a pocas cuadras de la estación del mismo nombre, una vieja vivienda que había sido de su abuela materna.
Ya sabe el lector que las dos parejas de policías se conocían y que sus pasos se habían cruzado en las peligrosas calles del oeste de la provincia de Buenos Aires. Había ocurrido y, a pesar de las advertencias de Villafañe, volvería a ocurrir. Y las antiguas rivalidades y competencias seguían marcando el paso de estos jóvenes sedientos de hacerse un nombre en el mundo, muchachos capaces de quererse mucho, demasiado, o de odiarse tanto como para estar dispuestos a matarse entre ellos.
De todas maneras, el primer corto circuito serio que Nahuel y Facundo tuvieron en la calle fue con Juan Ignacio, una noche en la cual se encontraron en el pub del brasileño, su viejo amigo de la infancia. Los dos secuaces de Benedicto Marianetti estaban de servicio. Juan Ignacio, por su parte, simplemente le estaba haciendo una visita a su amigo, amistad que aquellos desconocían. Y los subordinados de Marianetti habían aprendido del jefe a desconfiar de todo el mundo, en especial de esos colegas que trabajaban para Juan Carlos Villafañe. Los dos jóvenes pensaban que Juan Ignacio estaba haciendo un trabajo en la sombra, actuando en un barrio que el comisario Marianetti consideraba un territorio que no admitía injerencias, que no aceptaba los complejos solapamientos de la dependencia jurisdiccional. Juan Ignacio estaba solo, tomando una bien helada cerveza Budweiser en la barra. Había intercambiado, apenas, unas pocas palabras con su amigo. No había mucha gente todavía. Faltaban varias horas para que comenzara la noche verdadera, la que empezaba a la una de la madrugada y se extendía hasta el alba. Un adolescente jugaba, muy concentrado, al flipper. Tres amigos, igualmente atentos, lo rodeaban pendientes de su juego. Cuatro veinteañeros disputaban un partido de pool. Las dos parejas celebraban con un tierno abrazo y un largo trago de cerveza cada acierto. Dos de estos pibes compartían el mismo cigarrillo. Los perdedores deberían pagar la bien surtida picada que el Negro Eduardo sabía prepararles a todos sus clientes. Gino subió el volumen del equipo musical cuando Martin Wullich, locutor de FM Horizonte, anunció que el próximo tema sería Forever young, del siempre vigente Rod Stewart. Era este un día no muy distinto al resto de los días. Y así era también para Juan Ignacio hasta que, a las nueve de la noche, los Pichones de Benedicto