Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa
iniciaban al día siguiente, Mark no apareció, por lo que desayunó solo con Anne. Una vez terminada la primera comida del día, calculó sus tiempos e indicó a la casera que pese a la poca distancia que había para llegar al Instituto, él prefería salir adelantado a fin de prevenir cualquier inconveniente que se pudiera producir en el camino. La dueña de casa le deseó suerte.
Como si estuviera conectada al reloj que colgaba en la antesala, la puerta de la oficina del director se abrió en el mismo instante en que sonó la primera campanada que indicaba que eran las 09.00 horas. Daniel, tal como se lo había prevenido Mark, se encontró con un hombre serio a quien no le pasó inadvertida la buena presencia del alumno nuevo. Le dio la bienvenida al Instituto y le consultó la razón por la cual había buscado con tanto empeño llegar ahí. El joven Kelly se había propuesto a sí mismo ser lo más trasparente posible, por lo que le contestó que él amaba las minas de carbón por herencia y por gusto personal, que toda su vida había pensado ser un minero y que se había esforzado en el colegio por obtener calificaciones que le permitieran tener un tipo de formación que, junto con darle la oportunidad de cumplir dicho propósito, le diera la tranquilidad económica con que pueden vivir los profesionales. Le agregó que había leído mucho sobre el Instituto y que estaba convencido de que era un privilegiado haber podido llegar a sus aulas, junto con asegurarle que haría todo lo posible por ser un excelente alumno, pues ambicionaba el próximo año aspirar a una ayudantía. El director quedó impresionado por la apertura de mente del muchacho, por su honestidad y por su firme propósito de sacrificio para prosperar en la vida. Junto con felicitarlo por las calificaciones que había conseguido el último año, le respondió que esperaba que pudiera cumplir sus anhelos, aunque le previno que llegar a ser ayudante al año siguiente era una meta muy alta que requeriría de un esfuerzo mayúsculo, debido a que existía siempre un grupo de alumnos de altas calificaciones que competía por esa posición. Daniel le contestó que estaba enterado y se aventuró a decirle que podía tener la certeza que él sería uno de los elegidos para dicha labor. Le añadió que sabía, además, que debía cumplir con ciertos deberes domésticos dentro del Instituto, los que habían sido parte de las condiciones para conseguir la beca, y que haría esos trabajos con el mayor empeño que su capacidad se lo permitiera. Hasta ahí llegó el diálogo con el director. En ese momento Daniel no supo calibrar cuán profundo había impresionado al jefe, pues este no había dicho palabra alguna que lo hiciera presumir que había sido una excelente entrevista para él. Pensó que había pasado bien ese primer examen, pero nunca tuvo conciencia de lo bien lo aprobó.
Volvió a casa alrededor de las 11:00 horas y se encontró con Mark, quien hacía poco se había levantado aprovechando el último día libre. Lógicamente le preguntó con gran curiosidad cómo le había ido en su cita con el director y le pidió que le narrara todos los detalles, pues como el hombre era parco, muchas veces había que colegir de sus gestos la opinión que se había formado sobre algo. Daniel le contó el encuentro, tal cual como había transcurrido, tanto lo que él había dicho cuanto lo que su interlocutor le había respondido. De paso le comentó las expresiones faciales que frente a cada uno de sus dichos había tenido el director. Cuando terminó la narración, Daniel le dijo que su juicio era que había sido una entrevista de la cual había salido bien parado. Mark quedó realmente sorprendido con lo que escuchó. Le manifestó que lo felicitaba por el coraje que había demostrado al decirle a la máxima autoridad del Instituto todo lo que le había expresado y le hizo ver su sorpresa por las reacciones que había tenido la autoridad, pues sabiendo cómo era el hombre podía darle la certeza que la entrevista no había sido solo buena, sino que buenísima. Que podía tener la seguridad de que “se había metido al director en el bolsillo”, pero que sin darse cuenta también se había creado un tremendo problema, ya que se preocuparía de observar de cerca su conducta y su rendimiento académico, y si no era capaz de cumplir las metas que él mismo le había esbozado, era casi seguro que mutaría de una excelente opinión a otra radicalmente diferente, lo que lo llevaría a ser parte de una especie de lista negra. Según Mark, en ese caso pasaría de la categoría de promesa a la de farsante. O sea, le resumió, “te fue excelente, pero pusiste la vara a una altura que te será muy difícil de saltar y si fracasas en tus intentos, el viejo te lo cobrará”. Daniel se alegró por la visión que su nuevo amigo tuvo del resultado de su entrevista y en verdad no se asustó con la altura de la vara, pues estaba seguro de que obtendría todas sus metas.
Apenas terminaron de almorzar, subió a su pieza donde se dio a la tarea de redactar tres cartas. Una para su madre, otra para Elsie y la última para Elizabeth. Quería narrarles lo positiva que había resultado su experiencia en el inicio de esta nueva vida y fundó parte de sus relatos en el juicio que Mark tenía sobre su entrevista con el director. El hecho que dejara para el final la destinada a la rubia de Newcastle no fue casual, pues sabía que para escribir esa misiva necesitaría poner sus sentimientos en una dirección diferente a la que requería para dirigirse a su madre y a su hermana. Para estas dos últimas su narrativa se basó en cómo se habían producido las cosas en la nueva casa y en el Instituto. Apeló a ciertos recuerdos familiares, a ciertos momentos especiales que tenía en su mente y a declararles que se sentía privilegiado por haber contado siempre en su hogar con esas dos mujeres que desde el momento mismo en que vio la luz le dispensaron un cuidado especial y un afecto que se transformó después en la base sobre la cual se apoyó su personalidad. Gracias a ustedes, les dijo, soy un hombre que en lo afectivo tiene un piso muy firme, lo que me ha permitido y me permitirá enfrentar lo que viene sin temor alguno. Daniel tenía la teoría de que si una persona no conseguía obtener el afecto suficiente en los primeros años de su vida se constituía en una especie de edificio construido con cimientos poco sólidos y con un primer piso débil, por lo que le sería difícil enfrentar sin daños los terremotos que proporciona la vida. Esas personas con un primer piso débil, sostenía, pueden hacer todo el esfuerzo del mundo y transformarse en grandes figuras con una tremenda personalidad y seguridad, pero cuando vengan los temblores fuertes relacionados con el afecto, tendrán que hacer un esfuerzo adicional muy serio para permitirse el lujo de que el edificio se mantenga en pie. Se verán obligados a racionalizar sus sentimientos para sobrepasar los instantes complicados y será indispensable que como adultos encuentren a alguien que les pueda ayudar a recuperarse después de esos movimientos “telúricos”. Había sido pobre en lo material, les decía, pero el cariño que me dieron en casa me hizo rico en cuanto a la firmeza de mis cimientos afectivos.
Antes de iniciar la misiva destinada a Elizabeth se recostó sobre la cama para ordenar sus pensamientos. Él había quedado en “abrir los fuegos” en cuanto al inicio del intercambio epistolar se refería y se había comprometido a poner en blanco y negro ideas que le costaba expresar de viva voz, por lo que se daba cuenta de que más allá de narrar los hechos que le habían acaecido en esas últimas horas y de reiterarle a ella su amor, el modo que empleara y la profundidad a que podría llegar al depositar sobre el papel sus sentimientos darían la pauta de cómo sería el desarrollo futuro de la relación epistolar. Pensó por un rato prolongado y manejó las alternativas de ser cuidadoso en sus expresiones o de abrirse totalmente sin dejarse nada guardado en su interior. Llegó a la conclusión que ambos extremos serían negativos y podrían tener consecuencias para el futuro de ese intercambio que se abría. Si era muy frío, ella se extrañaría de su cambio en comparación con lo que habían vivido en los últimos meses y podría resolver pagarle con la misma moneda, cosa que él no deseaba, pues esperaba con ansias el instante en que llegara su primera carta. Si abría por completo su corazón y mostraba todas sus cartas, ella podría responder del mismo modo o, quizás, pensar que lo tenía a su disposición y si así fuera, dosificara la relación haciéndolo de alguna manera rehén de sus decisiones. Los dichos de amor recíprocos no tenían constancia concreta pues habían sido verbales, en cambio lo escrito no se podía borrar. De ahí que llegó a la resolución de que lo más conveniente sería una especie de término medio, pero más cargado a la apertura amorosa. Después de narrarle con detalles lo recién sucedido en el Instituto, le hizo ver lo grato que era para él poder contar con su cercanía espiritual y con haber escuchado de sus propios labios que lo amaba. Él nunca había tenido una experiencia sentimental intensa con una mujer y si bien desde el comienzo se fijó en ella por lo bonita que era y por lo dulce de sus actos y movimientos, el saber que habían concretado una relación con declaraciones recíprocas de una especie de entrega total lo llenaba de