Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa

Amor en cuatro continentes - Demetrio Infante Figueroa


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en extremo exigente y se detuvo en el hecho que tendría que ser mejor que sus compañeros si deseaba obtener el cargo de ayudante de cátedra al año siguiente, pensamientos que lo intranquilizaron, pero que no mermaron su confianza en sí mismo. Siguiendo las instrucciones que había recibido desde el Instituto y después de casi una hora de viaje, se estacionaron frente a un edificio que por fuera aparecía medianamente antiguo, emplazado en un terreno de grandes dimensiones, el que servía –se daría cuenta de ello posteriormente– para que los alumnos pudieran hacer ejercicios de simulación relacionados con el manejo de las minas y de los minerales que contenían. Atravesó la gran puerta de fierro de ingreso y se identificó ante el portero como un nuevo estudiante becado. Fue derivado a una oficina donde había un señor que era una especie de consejero estudiantil, esto es, la persona encargada de organizar todo lo relacionado con los becados, incluso orientarlos en sus necesidades prácticas. Le dio una bienvenida amable, pero seca, y le señaló que todo lo suyo estaba arreglado, luego le entregó la dirección de la pensión a la cual debía dirigirse. Como desconocía el lugar, le dio indicaciones para que el taxi lo llevara allí; el sitio estaba a pocas cuadras del Instituto. Le agregó que debía presentarse formalmente al director al día siguiente a las 09:00 horas y que la tradición indicaba que debía ir vestido formalmente.

      Daniel siguió las instrucciones que se le habían dado y arribó a una casa que se veía decente por fuera, pero nada de elegante. Quizás le hacía falta una mano de pintura, pensó. Tocó a la puerta y le abrió una mujer de una edad similar a la de su madre. Se trataba de Anne, la casera. Al identificarse, le proporcionó una bienvenida cordial, le indicó que lo estaba esperando y que lo acompañaría de inmediato a su dormitorio; en el trayecto aprovechó de orientarlo en el interior de la vivienda. La pieza que se le había asignado era una habitación luminosa de un tamaño mayor a la de Newcastle. Había una cama en buen estado y con la cantidad de ropa adecuada para el frío del invierno, un velador, un ropero con espacio suficiente para todas sus pertenencias y una mesa que le serviría como escritorio, con su correspondiente silla. Había, además, una repisa, la que de inmediato pensó que usaría para instalar sus libros y fotografías. La ventana daba a la calle y era relativamente grande, lo que permitía apreciar un entorno lleno de árboles y sentir la tranquilidad del lugar. Esto sería absolutamente diferente a vivir en la esquina de Grainger St. y Watergate Road. Anne le indicó que la cena se servía a las 20:00 horas, por lo cual tenía tiempo para instalarse cómodamente. Le mostró que al final del pasillo había un espacioso baño que contaba con agua fría y caliente y una ducha que parecía potente. Se percató de que había un WC, lo que despejó su temor de volver a las letrinas, como la que había en su casa en Fatmill. Le agregó que tenía otro estudiante como pensionista, al que conocería durante la cena.

      Daniel siguió al pie de la letra lo que se le había recomendado. Deshizo su maleta e instaló su ropa dentro del ropero. Puso sobre la mesa una foto de su madre y otra de Elizabeth, la que contenía una amorosa dedicatoria. Las otras cosas las acomodó en la repisa, junto a los libros que había llevado consigo. Con la ayuda de Anne obtuvo un clavo y un martillo para colgar la cruz metálica que le había entregado Eric el último domingo. Se dio cuenta de que le quedaba un lapso libre antes de la cena y se recostó sobre la cama para descansar y pensar. Pasaron por su mente una vez más los últimos años vividos y sintió nostalgia de los suyos, de Elizabeth y del resto de la gente que quería y que había dejado detrás de sí. Nuevamente dio gracias a Dios por todo lo que le había concedido y el recuerdo de la figura del pastor Charlie le hizo esbozar una sonrisa. Sin darse cuenta, cayó en una especie de sueño liviano que le resultó reponedor. Cuando faltaban cinco minutos para descender al pequeño comedor, el que en la práctica estaba unido a la cocina y a lo que podría definirse como una sala, fue al baño, se lavó las manos y se peinó.

      Al llegar al primer piso se encontró con Anne y con un muchacho más o menos de su edad, algo más bajo de estatura que él, de pelo claro y de una contextura física que denotaba que invertía parte importante de su tiempo en hacer deporte. Era definitivamente un tipo corpulento con el cual de seguro no era buen negocio buscarse un pleito. Lo saludó en forma amable y se presentó como Mark Yory. Le contó que recién había aprobado su primer año en el Instituto y le confesó que sus notas eran más bien medianas. Le agregó que había tenido que regresar de las vacaciones con cierta antelación pues debía terminar un trabajo de investigación que le había quedado pendiente, y que sin cumplir con ello no estaba en condiciones de pasar al segundo año. Gentilmente le ofreció ayudarlo en todo lo que pudiera y le dio ciertos detalles sobre la personalidad del director con quien Daniel debía entrevistarse al día siguiente. Mark le indicó que se trataba de un hombre severo, muy estricto en materia de estudios, que velaba celosamente por la calidad de la instrucción que se impartía y esperaba que sus alumnos fueran siempre de los mejores del país dentro del rubro. No se cansaba de predicar en sus clases y discursos la importancia del carbón, de la función trascendental que desempeñaba en la economía del país y que gracias a ese mineral Inglaterra era la primera potencia del mundo. No se le escapaba mencionar que el oro negro era lo que movía la Escuadra, lo que garantizaba la seguridad del país y la libertad de los mares para el contacto y comercio con las colonias existentes en diferentes partes del mundo. Le agregó que si en un momento era necesario despedir del Instituto a un alumno por mala conducta o por deficiente desempeño escolar, no le temblaba la mano. Al contrario, parecía que las expulsiones las suscribía con gusto, como una forma de demostrar su celo por la calidad del establecimiento que regentaba. Yory añadió que pese a todo lo anterior era un hombre justo, un buen profesor en su tema –geología– y que si tenía algún día una dificultad en sus estudios o algo personal que requiriera la atención o resolución del mandamás, su oficina siempre estaba abierta para solicitar una cita, y lo normal era encontrar en él una disposición favorable para resolver el problema. Daniel agradeció a su nuevo compañero de casa todos los consejos y orientaciones y tuvo la intuición cierta de que serían buenos amigos, pese a que se percató desde el primer momento que sus caracteres eran muy diferentes. Era fácil percibir que Mark era un hombre alegre, gozador de la vida, que no le hacía asco a una buena pelea de bar, que su dedicación al estudio era la estrictamente necesaria para seguir en el Instituto hasta graduarse y que no poseía intención alguna de quemarse las pestañas. Era originario de Londres y se había venido a estudiar temas del carbón como una manera de zafarse de su padre, quien era un próspero comerciante que lo único que anhelaba era que su hijo continuara su emprendimiento, idea que él detestaba. De allí que había elegido un lugar que estuviera lo bastante lejos de la capital a fin de que su progenitor poco a poco se percatara de que la posibilidad de sucesión profesional era cero. La vocación por estudiar algo relacionado con minas de carbón le venía de lecturas en las que se describían aventuras y mitos y del hecho de que ser un ingeniero de minas significaba en la práctica ser un tipo que ordena, que manda, cosa que él deseaba experimentar en su vida laboral. Una vez titulado, le agregó, pensaba que tendría la alternativa de cambiar de una mina a otra, si lo deseaba, e incluso trasladarse a otro país si hubiera un ofrecimiento conveniente en un lugar que le atrajera, todo lo cual le sería fácil gracias a la reputación del Instituto donde estudiaba.

      La cena misma fue amena y Anne intentó ser amable con el recién llegado, ofreciéndole toda la asistencia que pudiera requerir en la casa. Le indicó que de acuerdo a su experiencia con otros estudiantes la beca que había obtenido era excelente, pues no solo consideraba la habitación y la comida, sino también un pequeño estipendio semanal y el lavado de su ropa, de lo que se encargaría ella personalmente, cosas que Daniel ya sabía. Una vez terminada la comida se despidieron en un ambiente de camaradería y le desearon a Daniel lo mejor para su entrevista del día siguiente. Cuando se acostó para dormir por primera vez en esa habitación que sería su compañera en los años por venir, volvió a dar gracias al Señor y rezó por los suyos. No había pasado inadvertido para el muchacho el hecho de que la calidad de la comida que le habían ofrecido en la cena era buena, mejor a la que habitualmente había recibido en los últimos cuatro años.

      A la mañana siguiente Daniel se levantó temprano y después de ducharse bajó a la cocina, sin saber a ciencia cierta cómo sería el rito diario del desayuno. Para su sorpresa se encontró con Anne, quien ya había dispuesto la mesa, el pan fresco estaba listo, así como la manteca con que acompañarlo, mientras era patente el olor del café que hervía


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