Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa

Amor en cuatro continentes - Demetrio Infante Figueroa


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la posibilidad de que el tiempo y la distancia llevaran a su hija a mejorar su elección. Pese a lo anterior, le dijo que esa noche debería cenar en casa junto al doctor, pues estaba cierta de que él estaría feliz con la noticia. Debo ir al mercado, añadió, pues tengo que cambiar lo que había dispuesto para la cena por otro menú que tenga las características de un banquete como la ocasión lo amerita. Apenas ambos quedaron solos en el salón, se fundieron en una seguilla de besos y caricias cuyo entusiasmo era directamente proporcional al significado sustantivo que la nueva tenía para la vida de Daniel. Cuando el doctor llegó, se sumó a las celebraciones y le dijo que, siendo ya un universitario, estaba en condiciones de celebrar como se merecía, para lo cual fue a su bodega y trajo una botella de champagne francesa que entre ambos hombres en poco rato vaciaron, produciendo las quejas de la dueña de casa que cuando trató de servirse algo se encontró con la botella vacía. El doctor no tuvo problema para traer otra a fin de que las dos mujeres también tuvieran participación líquida activa en la celebración.

      La comida fue realmente un banquete y el doctor instó a Daniel a acompañar todo ello con un buen vino, resultado de lo cual el muchacho término de cenar con la sensación de encontrarse sobre las nubes. Pocas veces en su vida había bebido algo de vino, solo de vez en cuando una cerveza con sus compañeros de clase, pero no se arrepentía de la experiencia, pues tanto el aperitivo como el vino con que había acompañado la cena le parecieron deliciosos. Después de la comida tomaron un café y él salió a la calle un tanto mareado para buscar un taxi. Al llegar a “su casa” se dirigió directamente a su habitación y el propósito de escribirle una carta a su madre con la significativa novedad debió esperar para el día siguiente, ya que notó que tenía la cabeza en otro lugar. Al día siguiente, redactó una carta lo más hermosa que pudo destinada a su madre, en la que le expresaba con las palabras más dulces que consiguió encontrar cuánto la quería y el agradecimiento infinito que sentía hacia ella por ser la impulsora esencial en la obtención de esa meta que le daría una orientación definitiva a su vida. Lógicamente en toda la escritura estuvo presente la persona de su padre. Terminada esa misiva, escribió otra, dirigida esta vez a Charlie. Esta incluyó conceptos profundos de vida y menciones al Evangelio que concluían en la idea de que él había sido la mano que el Señor había usado para orientarlo en su vida en la tierra. Ambas epístolas fueron remitidas con carácter de suma urgencia ya que Daniel tenía una especie de espina clavada en el interior por haber demorado su remisión. Los respectivos receptores de las cartas, cada uno en su estilo y de acuerdo a sus personalidades, se sintieron profundamente conmovidos por las expresiones de Daniel y felices por la nueva que se les comunicaba.

      Cuando llegó el momento de la ceremonia final de término del año escolar, a la cual fueron invitados familiares y amigos de cada uno de los alumnos que se graduaban, se comunicó que el primer lugar lo había obtenido Daniel. Los cercanos a él, su hermana y Elizabeth, con gritos de hurras llamaron la atención del resto de los presentes quienes celebraron el anuncio. Al día siguiente, con un sentimiento no exento de orgullo, Daniel envió ese certificado al Instituto del Carbón. Había completado sus antecedentes de la mejor forma que alguien podía imaginar. Ese día hubo otra cena extraordinaria en la casa de Elizabeth, a la que Elsie se sumó.

      Unas semanas antes de la ceremonia de graduación final del colegio, le habían llegado a Daniel los detalles de su nueva vida. Se le había reservado una pensión que estaba cerca del Instituto, donde se harían cargo de su alojamiento, su comida, el lavado de su ropa y del resto de sus necesidades diarias. Todo sería cancelado por el Instituto. No debería pagar un centavo por concepto de matrícula ni debía cancelar el valor de los cursos, los que de acuerdo a lo que había leído eran altísimos. En realidad, pensó, la beca era extraordinariamente buena. Como una manera de compensar todo lo anterior, debía ocuparse de labores administrativas dentro del Instituto, las que debería llevar a cabo de preferencia los días sábados y domingos, ambos días hasta las 17 horas. Tendría libre un domingo al mes. Durante las vacaciones estivales debería permanecer en el lugar, pues por el feriado de los empleados permanentes del Instituto él debería asumir una serie de responsabilidades que compensaran la ausencia de personal, en especial en lo referido a la preparación del año escolar siguiente. En todo el verano tendría solo una semana de vacaciones. Bueno, se dijo, seguiré teniendo una vida casi de esclavo, pero son solo cuatro años y la experiencia me ha demostrado que estos rígidos mandatos, con cierta paciencia e inteligencia, pueden ser aliviadas en algo. Habrá que intentarlo otra vez.

      El último domingo antes de viajar al Instituto, en un sitio absolutamente aislado, después del oficio en la iglesia y durante el evento social acostumbrado, Eric, delante de toda la concurrencia, pidió silencio y tomó la palabra para anunciar que ese era el último domingo que Daniel estaría entre ellos, ya que debía partir al Instituto Minero. Dijo que los cuatro años precedentes para él habían sido muy especiales, pues ese muchacho, que al comienzo arribó dando muestras de una gran timidez y que con el tiempo se ganó el afecto de todos, había sido prácticamente su hijo y que resentiría su ausencia como tal. Puso de relieve los logros académicos logrados por el chiquillo proveniente de ese pequeño lugar denominado Fatmill, que la mayoría de los presentes ni siquiera podía identificar en el mapa, lo que se constituía en la mejor demostración de su capacidad y de su tenacidad, y que la parroquia sin él de alguna manera ya no sería la misma de antes. Luego le hizo entrega de un regalo, consistente en una cruz de metal a fin de que cuando la mirara recordara el periodo en que había convivido con esa comunidad. Por último, le señaló que tendría su habitación esperándolo cada vez que pudiera visitar Newcastle. El clérigo se notaba emocionado. Daniel recibió el presente con palabras de gratitud para quien en el lapso que había pasado allí había sido como un padre y también para todos los presentes, añadiendo que siempre los llevaría a todos en su corazón, “especialmente a una de ustedes”, recalcó mirando a Elizabeth. Hubo aplausos y los presentes se despidieron uno a uno de Daniel. Estaban los habituales de esas citas, entre ellos lógicamente Elsie, Elizabeth y sus padres, Mr. Lodge y su hijo Albert, y Mrs. Lange. Esta última le dijo al oído que no se preocupara por su hermana pues ella la cuidaría y que estaba cierta de que llegaría muy lejos por su empeño, habilidad y sentido de cumplimiento del deber. Hubo luego un almuerzo de despedida con connotados invitados en casa del doctor, el que fue otra vez un verdadero festival gastronómico y donde hubo reiteradas señales de cariño. A medida que trascurría la tarde los comensales fueron haciendo abandono de la casa de Elizabeth y al final quedaron solos los dos. Fue una despedida emotiva y apasionada, donde no se escatimaron los dichos y los actos que denotaban el amor surgido entre ellos. Se comprometieron a escribirse por lo menos una vez a la semana y continuar profundizando así ese romance que había calado tan hondo en el alma de ambos. Daniel le dijo que trataría de buscar los medios de movilización que le permitieran ir a la ciudad cuando tuviera un domingo libre y que su idea era llegar el sábado en la noche para estar con ellos todo el día siguiente. Pese a esa alternativa que daba pie a la posibilidad de que se vieran algunos fines de semana, estimaron que el intercambio epistolar serviría para “conversar” respecto de asuntos que el corto tiempo que tendrían los domingos en la tarde no se los permitiría. Además, el recibir una carta semanal del otro los haría sentirse más cerca.

      El muchacho partió al día siguiente en la mañana en un taxi, pues era la única manera de transportar todas sus pertenencias. Se iba con una cantidad de ropa ni siquiera antes soñada, con fotos de los seres más queridos y con unos pocos libros que le podían ser útiles. Además, se iba con una cuenta de ahorros no despreciable, suficiente para hacer frente a los gastos que debería tener en el futuro próximo, ya que en sus planes estaba la idea de obtener al segundo año el cargo de ayudante de cátedra, con lo que conseguiría un sueldo mensual más que conveniente. El día antes había estado en el Banco y le había girado a su madre una suma de dinero que estaba cierto de que para ella sería realmente impensada si se tomaba en consideración el salario de su padre. Además, arregló con el encargado de su cuenta para que el Banco le remitiera por correo las sumas que por esa misma vía él le solicitara.

      Cuando cruzó el puente sobre el Tyne River para iniciar el camino directo que lo llevaría a su destino, entró en un proceso de cavilaciones propias de la ocasión y de remembranzas de los pasados cuatro años. Por su mente desfilaron principalmente los instantes que había compartido con Elizabeth y lo feliz


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