Todo aquello que nunca te dije. Miguel Aguerralde

Todo aquello que nunca te dije - Miguel Aguerralde


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      —Eso vosotros, que sois los aspirantes a juntaletras.

      —Algún día lo conseguiremos —le contesté. Nuestro amigo dejó escapar una carcajada exagerada que hizo subir y bajar por encima de su papada su barba de varios días.

      —El día que tú lo consigas, yo me haré famoso con mi banda de rock.

      —¿Todavía tocáis? —le preguntó Nadia—. Creía que Carlos y Rubén lo habían dejado.

      El locutor nos señaló entonces hacia donde sus antiguos compañeros de ensayos tonteaban con dos chiquillas un par de cursos más jóvenes que ellos.

      —Tienes razón, lo decía en broma. Lo cierto es que los Ángeles del Sur han terminado su historia antes de comenzarla.

      —Igual el nombre tuvo algo que ver con eso —le pinché. Él me miró con el gesto torcido.

      —Oh, cállate, Quevedo.

      La risa de Nadia se vio interrumpida por la sirena de entrada al instituto.

      Dejamos así la conversación y nos dirigimos al salón de actos del primer piso. El espacio en cuestión no era pequeño, al menos no en su concepción, pero con el paso de los años y el crecimiento del alumnado se había quedado muy justo para recibirnos a todos. De manera que, solamente los primeros en llegar, habían pillado sitio para sentarse, y el resto completábamos el aforo de pie apoyados en las paredes alrededor de las butacas. Frente a todos nosotros, sobre la tarima del escenario, un atril forrado de terciopelo se aburría aguardando la llegada de los profesores.

      —Han cambiado las cortinas —comentó Nadia. Yo la miré extrañado. ¿Quién se fija en esas cosas?

      Hacía calor en el salón de actos a mediados de septiembre, el aire parecía estancado entre sus cuatro paredes, adquiriendo temperatura de forma gradual, y no tardaron en aflorar las cartulinas y los cuadernos que hacían las funciones de abanicos improvisados. Afortunadamente, los profesores y el equipo directivo del instituto no nos hicieron esperar demasiado.

      Fue la propia Directora, Verónica, la primera que se dirigió al atril. Sus tacones resonaban sobre la madera de la tarima como agujas afiladas, pero sólo cuando golpeó dos veces con el dedo sobre la cabeza del micrófono el silencio alcanzó las butacas de la sala.

      —¿Se escucha? —preguntó. A continuación, se apartó el largo flequillo castaño de la cara, sonrió con mal fingida timidez y comenzó a hablar.

      —Alumnos, alumnas de Segundo de Bachillerato. Les damos la bienvenida a este nuevo curso que comienza, el último para ustedes, en el que deseamos que vivan experiencias que les acompañen el resto de sus vidas. Para nosotros será difícil decirles adiós después de tantos años, pero intentaremos, entre todos, que el viaje merezca la pena.

      La Directora hizo una pausa para ajustar un poco mejor el pie del micro y así no tener que hablar inclinada hacia delante.

      —No he entendido una palabra de lo que ha dicho —me comentó en voz baja Bandira, arrancándome una sonrisa.

      Verónica continuaba.

      —Este curso que comienza, ha de ser una puerta doble. En primer lugar, porque cerrará una etapa que termina, la de su escolaridad, y también porque abrirá un capítulo nuevo para ustedes, el del futuro, el de su realización como personas jóvenes, pero adultas.

      —¡Caray, qué bonito! —murmuró Nadia—. Casi podías haberlo escrito tú.

      Contuve una risa para escuchar el final de la presentación.

      —El vínculo que se ha formado dentro y fuera de estas paredes durante estos años ya no puede ser meramente académico. Como profesores, estaremos felices y orgullosos de acompañarles en ese tránsito. Bienvenidos a Segundo de Bachillerato, el final del camino.

      La Directora se apartó del micrófono y se escuchó el estallido de un largo aplauso. Una vez apagado, dio comienzo el habitual desfile de profesores que irían subiendo al escenario para tomar su lugar ante el micrófono y proceder a saludar y presentarse, para explicar la asignatura que nos iban a impartir y comentar sus ilusiones y deseos para el nuevo curso. Nada excepcional.

      En esta parte de la presentación, la única curiosidad, como cada año, era comprobar si faltaba algún profesor respecto al curso anterior o si había caras nuevas en el claustro. Vimos desfilar al gaditano Luján, profesor de Matemáticas de mordaz retranca y poblado bigote que disimulaba su sonrisa, también a la joven Sandra Di Biasi, profesora de Inglés pero de origen italiano por la que en alguna ocasión había suspirado medio instituto, por supuesto, a Gala Lucrecia, profesora de Lengua con tantos años ya en el instituto que cuando se jubile deberían ponerle su nombre, y muchos otros viejos conocidos que volvían para ponerse al frente del nuevo curso. No parecía que fuera a ser un año de grandes sorpresas, pero nos faltaba por descubrir la guinda del pastel.

      El último de los profesores se acercó con verdadera timidez al micrófono y lo sujetó con dos dedos antes de hablar, como si imaginara que pudiera salir corriendo. Era delgado y desgarbado, de nariz afilada y media melena tan lacia que el flequillo caía sobre sus gafas redondas claramente fuera de moda.

      —¿Qué ha fichado Verónica, al puñetero John Lennon? —comentó Ray a mi lado.

      No pude contener una risa. Caramba, Bandira tenía razón. El profesor carraspeó como si buscara su propia voz entre un manojo de nervios y acarició el micro con dos dedos para comprobar sin necesidad que seguía en funcionamiento. Quizá deseaba que se hubieran fundido sus baterías justo en el instante en que había llegado su turno. Sin embargo, nada le salvó de tener que presentarse. Resultaba además bastante alto, por lo que tuvo que inclinarse un punto para poder hablar.

      —Hola. Yo me llamo Bruno Santana. Seré vuestro profesor de Literatura.

      Un murmullo recorrió la platea. El maestro, si pensaba añadir algo más, pareció pensárselo y se alejó del atril deprisa hasta situarse junto al resto de profesores en un lado de la tarima. Cruzó los brazos a su espalda y sonrió como si intentara fingir que no estábamos allí, sin embargo su nombre había quedado en boca de muchos.

      —¿A qué viene tanto cuchicheo? —me preguntó Ray.

      —¿No sabes quién es? —le contesté. Busqué la mirada de Nadia, pero mi amiga había quedado completamente obnubilada.

      —¡No! —replicó el DJ.

      —Es Brumo Santana, el conocido escritor —le dije. Saqué mi teléfono móvil del bolsillo y busqué con rapidez en Internet el nombre de nuestro nuevo profesor—. Es oriundo de Playa Blanca y estudió en este mismo instituto. Se ha hecho famoso llevando sus libros por medio mundo. Incluso han hecho película del último de ellos. No puedo creer que no sepas quién es.

      Bandira abrió las manos y me dedicó una mueca burlona.

      —«Volver a empezar. Starting over» es una pasada —resucitó entonces Nadia—. Lo tengo en casa. El cine no le ha hecho justicia.

      —Puedes asegurar que Ray no lo ha leído —añadí.

      —¿Leer? ¿Yo? —contestó él—. Y también puedes apostar a que si es un rollo romántico tampoco veré la película.

      Nadia negó con la cabeza. No conseguía perder la sonrisa.

      —Romance, misterio, crimen... La vida —concluyó.

      Yo asentí. Me encantaba estar de acuerdo con ella.

      —Es muy bueno. Me sorprende mucho verlo aquí.

      —Necesitará documentarse para una de terror —sentenció Bandira.

      La directora había regresado al micrófono para cerrar el acto. Poco después comenzamos a abandonar el salón de actos.

      —Oye, quizá podrías darle a leer algunos de tus poemas —comenté a mi amiga de camino al patio. Nadia se puso colorada.

      —Qué


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