Todo aquello que nunca te dije. Miguel Aguerralde

Todo aquello que nunca te dije - Miguel Aguerralde


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lo llevaba abrazado con ambas manos contra el pecho y reía intentando evitar que sus amigas se lo quitaran.

      —¡Déjanos ver qué te ha puesto! —le pedía una de ellas.

      —¡Que no! —respondía ella. Tenía el cabello recogido muy alto sobre la cabeza y una sonrisa radiante difícil de explicar—. ¡Te he dicho que es personal!

      Mi mirada se cruzó durante un instante con la suya cuando pasaron junto a nuestra mesa para dirigirse a la barra.

      —Sophie… —murmuró Nadia—. Qué sabrá ella de Bruno Santana.

      —Vaya —intervine—. Percibo cierto resquemor, quizá algo de…

      —¿Insinúas que tengo celos?

      Alcé las cejas mientras jugueteaba con un sobre de azúcar entre los dedos.

      —Vi cómo miraba al profesor en clase.

      —Claro, tú siempre ves todo lo que Sophie hace.

      Reconozco que tragué un nudo de saliva.

      —También vi cómo él la miraba a ella.

      Nadia alzó las cejas y negó con la cabeza.

      —Piensa lo que quieras. A mí Bruno me interesa sólo como profesor de literatura y como alguien que puede ayudarme a escribir mejor.

      —Claro —sonreí con malicia. En ese momento sonó la sirena y Nadia se levantó de su silla.

      —Que tengas suerte al mostrarle tu libro —me dijo.

      —Bueno, apenas es un borrador. El principio de algo —le contesté, pero ya se había marchado de la cafetería y no llegó a escucharme. Así que me levanté y me dirigí a nuestra aula detrás de Sophie y sus amigas.

      CAPÍTULO 7

      BLOG PERSONAL DE SERGIO ROMERO. Lunes 17 de septiembre. Tarde.

      Las tutorías de los distintos departamentos se encuentran en el tercer piso del edificio principal, una estructura en forma de U en la que los despachos se van disponiendo de modo correlativo en torno a una sala de profesores escueta, pero en la que reina de forma perpetua el olor a café.

      Alrededor de las cuatro de la tarde de ese lunes, el pasillo de tutorías mostraba una cola de alumnos y alumnas inesperada. Seguramente, esas paredes no recordaban tanta asistencia fuera de época de exámenes, cuando es más habitual acudir a revisar las pruebas. No me sorprendió, al llegar, que la fila de compañeros y compañeras desembocara en el despacho de Bruno Santana, pero sí que la primera ante su puerta fuera mi compañera Nadia. Me coloqué al final de la cola para esperar mi turno. Si mi amiga me vio, no se molestó en hacérmelo notar. A juzgar por la expresión inquieta en su cara, llevaba rato esperando.

      —¿El profesor Santana ha llegado? —le pregunté al chico que tenía delante.

      —Sí, tiene alguien dentro. Al menos eso creo.

      —¿No estás seguro?

      —No he visto entrar ni salir a nadie desde que estoy aquí, pero se oyen voces y risas de cuando en cuando.

      —Vaya —respondí.

      Tuve suerte. La puerta del despacho no tardó en abrirse y los presentes escuchamos un claro «adiós, profesor» antes de que una sonriente Sophie saliera de la tutoría y pasara radiante por nuestro lado. ¿Qué quieres que te diga?, yo siempre la encuentro radiante. Me fijé, sin embargo, en que el rostro de Nadia se había convertido en una mueca pálida de espanto. Intuí que ella también acababa de descubrir quién llevaba tanto tiempo con el profesor.

      —¿Siguiente? —oí llamar a Bruno.

      Nadia entró en el despacho intentando recomponerse. Cerró la puerta a su espalda y cuando minutos después volvió a salir se alejó por el pasillo sin dirigirme la mirada ni despedirse. Había poco que yo pudiera hacer o decirle. Esperé en silencio mi turno y cerca de media hora después entré por fin en el despacho.

      Encontré a Bruno Santana sentado al otro lado de un escritorio despejado e impoluto en el que sólo había dispuesto un cuaderno grande de cuadros y dos sencillos bolígrafos azules. Tenía el ordenador de sobremesa apagado y me sorprendió por alguna razón no verle manipulando un portátil o una tableta avanzada. No sé, era lo mínimo que esperaba en un exitoso escritor. Y un cuaderno de cuadros no era lo que había anticipado. Levantó la cabeza de su última anotación y me indicó que me sentara ante él con mirada cansada.

      —Veo que estás muy solicitado —le comenté, y él sonrió levemente para mostrar que mi comentario le había hecho gracia.

      —Sí —me contestó—. Pero es bueno que los alumnos y alumnas jóvenes se interesen por la literatura.

      —Nadia, la chica que ha venido hace un rato, escribe muy bien.

      —¿Nadia? Ah, sí, me ha dejado unos textos para que los leyera. Perdona, pero todavía no me sé los nombres. A ver... Sophie.., sí, Sophie también me ha dejado algo que ha escrito.

      Ese nombre sí lo recuerdas, pensé. Ni siquiera sabía que Sophie escribiera. Carraspeé y me froté la frente con timidez.

      —Bueno, ahora me da corte, sabiendo eso, pero yo también quería dejarte algo para leer.

      —¿Tú también escribes? —me preguntó, mirándome por encima de esas gafas redondas que parecían tener la propiedad de resbalar constantemente por nariz. Se las colocó con dos dedos y me volvió a sonreír—. Parece que el instituto ha cambiado mucho desde mis tiempos de estudiante.

      —Bueno, lo intento —le contesté sacando de mi mochila un manojo de folios impresos y sujetos con un clip. Recordé el cuaderno morado de las poesías de Nadia y aposté a que el trabajo de Sophie también tenía mucho mejor aspecto que el mío. Sentí pudor y vergüenza—. Te traigo esto. Es, bueno, es más o menos el comienzo de un libro.

      —¿Más o menos un comienzo? —me preguntó. Por su expresión entendí que era la primera vez que oía algo así.

      —Sí, es que tengo un problema.

      —Los problemas forman parte del camino del escritor —me contestó, hojeando mis folios—. Sin problemas no surge el cuento, o surge uno muy aburrido. Pero si dices que apenas es un principio intuyo que tu problema es más bien que no sabes cómo seguir.

      —Tal cual.

      —Es lo más normal del mundo.

      Echó un vistazo a mis páginas y casi al momento me las devolvió. Me sentí decepcionado.

      —¿Has planificado algo de esto? —me preguntó. Yo le miré sin ocultar mi desconcierto—. Me refiero a si antes de lanzarte sobre el teclado te has sentado a diseñar a los personajes, a hilar el argumento, a perfilar una estructura…

      —Me temo que no.

      —Es decir, que no tienes ni idea de hacia dónde va este texto, de cómo sigue.

      —Bueno, una idea puedo tener pero…

      —Vaga. Una idea vaga y a la que no sabes cómo acercarte.

      Era como si estuviera leyendo mi mente. Le vi levantarse y dirigirse a la pared del despacho junto a la puerta, donde conectó un equipo de música que empezó a reproducir algún tipo de música clásica. Un lánguido chelo que poco a poco cobraba velocidad.

      —Es Bach —me explicó—. Me ayuda a pensar.

      —Lo cierto es que no, no me senté a planificar nada. No sabía que tenía que hacerlo.

      —Bueno, yo no soy el mejor para dar consejos, pero cuando yo escribía dedicaba mucho tiempo a la planificación, casi de una manera obsesiva. Podría enseñarte montañas de folios como estos que han terminado en la basura por no haber prestado atención al diseño previo.

      —¿En serio? —miré de reojo mis inútiles páginas—. Me cuesta creerlo.


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