Todo aquello que nunca te dije. Miguel Aguerralde
—¿Qué tiene de hombre un hombre que no sabe guardar un secreto? —me preguntó con impostada dignidad.
—¿Lord Byron?
—No sé quién es ese. Bebamos.
Chocamos los vasos de nuevo y liquidamos su contenido de un trago. La segunda ración reposó unos minutos sobre la mesa.
—¿Había algo que querías decirme? —le pregunté.
—¿Decirte? Chico, quería advertirte —respondió mi compañero, muy serio.
Levanté mucho las cejas al oírle y necesité un nuevo trago de la dulcísima bebida.
—¿Debo preocuparme?
El pícaro profesor negó con la cabeza.
—Tú simplemente hazme caso, chaval —me dijo con cerrado acento andaluz—. No dejes que los brillos de la docencia te deslumbren. Este instituto es como Hollywood Boulevard, pero sin paseo de la fama.
Me pregunté si siempre hablaba con citas impostadas y frases rimbombantes.
—¿También sale un león que ruge? —contesté, riendo. Luján, en cambio, no le encontró la gracia y me contestó muy serio.
—Aquí tenemos leones y leonas de las que muerden, chaval —respondió, entrelazando las manos sobre su bien formada barriga—. Y como no andes con cuidado se te comen.
—¿Tan mal está la cosa? —le pregunté, empezando ya a mosquearme.
Mi compañero dejó escapar un suspiro prolongado.
—La cosa no está ni mal ni bien, Bruno, esa no es la cuestión —me contestó—. Pero llevas dos días aquí y ya se ha hablado más de ti que en la última feria del libro. No me dirás que no lo has notado.
—En las ferias del libro no se habla demasiado de mí, no te creas —le contesté.
El profesor de cálculo me sonrió, con esa mirada lobuna que sus gafas tan gruesas amplificaban, y me ofreció una vez más su vaso para chocarlo con el mío.
—Pareces un tipo listo. Estoy seguro de que me has entendido.
Me marché a casa dándole vueltas a las palabras de Luján pero sin dejar que sus vaticinios me desconcertaran. El viejo bribón parecía divertido ante la posibilidad de avivar un telefilm de sobremesa en el instituto, una aventura que rompiera, quizá, la rutina habitual. Pero yo no tenía, la verdad, demasiadas ganas de protagonizarla.
Pasé la tarde ordenando papeles, afinando mi vieja guitarra y me acerqué a los cafés de playa para escuchar algo de música en vivo. Dire Straits, The Police, Lynyrd Skynyrd, el viejo repertorio que nunca pasa de moda. Llegué a casa harto de cerveza fría y me calcé torpemente las mallas para salir a correr. Solamente duré medio kilómetro más que el día anterior, antes de darme la vuelta. Iba progresando.
CAPÍTULO 12
BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Lunes 17 de septiembre. Mañana.
He dado charlas y talleres literarios y he presentado libros delante de multitudes y jamás me he sentido tan nervioso como en este primer día de clase, hace ya una semana.
El viernes anterior había sido extraño. Me había visto demasiado tenso y asustado ante esa audiencia de chicos y chicas de Segundo de Bachillerato que abarrotaban el salón de actos del instituto Rafael Arozarena. Pero en aquel momento esa masa de caras desconocidas me resultaba anónima, indiferente, podía imaginar con facilidad que no estaban allí. Con no levantar la mirada de mi hoja de apuntes era suficiente. Todo lo contrario de lo que iba a encontrar la primera vez que entrara en mi nueva aula.
Estaba tan nervioso que me acerqué con sigilo por el pasillo unos minutos antes de que tocara la sirena del cambio de hora. Me asomé al ventanuco de la puerta del aula y vi al profesor de filosofía contra el encerado. Terminaba su clase ante cerca de tres docenas de alumnos y alumnas con gesto aburrido que abarrotaban el aula como un bol de palomitas lleno hasta rebosar. Me quedé petrificado. Nunca me había dado tanto miedo un bol de palomitas a punto de rebosar.
Sonó la señal y un minuto después abrió la puerta Don Francisco, un sexagenario maestro que las había visto ya de todos los colores. Columna encorvada, frondosa barba blanca y ojos cansados detrás de sus lentes de montura de pasta. Un profesor de filosofía de manual. Me dedicó un gesto cariñoso que lo mismo podía significar ánimo como un réquiem de despedida. Y cuando se alejó por el pasillo asumí que era mi turno y entré en el aula conteniendo la respiración. Inmediatamente todas las miradas se giraron hacia mí y mi ya de por sí débil confianza se deslizó por mis pantalones hasta el suelo.
Explicar una clase a un grupo de Secundaria es mucho más difícil que exponer cualquier ponencia ante un público general. Un público que, por otro lado, damos por sentado que es afín o que le interesa aquello que va a escuchar. En un instituto no suele pasar eso. No, nunca, la verdad. De manera que entré con el corazón atorado en la garganta, como si una garra férrea tirase de mi camisa hacia atrás y otra me empujara sin piedad hacia delante. Casi trastabillé de camino a mi escritorio y cuando dejé mis libros sobre la mesa tuve que tomar aire para atreverme a levantar la mirada hacia los estudiantes.
Como un Robinson ante la inmensidad de la tormenta, como un Ahab en solitario frente a treinta y dos ballenas blancas, busqué entre todas una mirada que me transmitiera calor y confianza para aferrarme a ella a modo de asidero para poder comenzar la clase. La encontré en los ojos color miel clara de una chica, todavía para mí sin nombre, sentada en un lateral junto a una ventana. Una mirada limpia y serena, plácida, que me sonreía sin ningún tipo de expectación, prejuicio o impaciencia. Simplemente me miraba.
Así que me abracé a esa luz ambarina de sus ojos y sin darme cuenta sonreí yo también. Tomé aliento, me giré hacia la pizarra y escribí las primeras palabras del nuevo curso, las primeras desde hacía tantos y tantos años que había olvidado la belleza del oficio de profesor. Apoyé la tiza en la pizarra y escribí con letra clara pero inclinada.
¿QUÉ ES LA LITERATURA?
Una vez terminada la jornada Sandra me recogió para llevarme a comer a, según ella, el mejor restaurante japonés de la isla, en el pueblo marinero de Puerto Calero. Me preguntó si me gustaba el sushi, le contesté que todo lo japonés me parecía divertido y acabamos entre makis y nigiris junto a mástiles de yates que sólo podíamos soñar.
—¿Y qué? ¿Fue tan doloroso ese primer día? —me preguntó, dibujando florituras en el aire con sus palillos chinos. Llevaba un recogido sobre la coronilla y una camisa blanca deliciosamente translúcida. Su mirada de color esmeralda acariciaba la mía a través de los cristales de sus gafas de montura adecuadamente verde. Era el tipo de mirada que arrancaba una sonrisa y te hacía ruborizar.
—La verdad es que no resultó tan duro como esperaba. Los nervios se me fueron al ratito de empezar. Podemos decir que encontré algo…
—¿Inspiración? —me interrumpió—. ¿No es eso lo que buscáis los escritores?
Sonreí y tomé un pedazo de uramaki que bañé sin darme cuenta en demasiada salsa de soja.
—En cierto modo sí, inspiración es lo que encontré. Pero no del modo que esperaba.
La profesora de Inglés guardó un silencio pícaro mientras masticaba su pieza de sushi. Tomó un trago de cerveza con limón y me guiñó uno de esos ojos grandes y luminosos como pantallas de sueños.
—Confío en que fuera una sustancia legal —me dijo.
Nos echamos a reír. Las gaviotas revoloteaban entre las velas recortadas contra un cielo azul marinero.
—No sé cómo se llamaba —le contesté—. La verdad es que con los nervios olvidé pasar lista. Hay muchas rutinas a las que tendré que volver a acostumbrarme.
—¿Cómo se llamaba? De manera que era te refieres a un alumno... Una chica, ¡lo que encontraste era una chica!