Stalin & Bianca. Iacopo Barison

Stalin & Bianca - Iacopo Barison


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      Uno

      me gustaría agregar que el estadio está vacío. El horizonte desaparece, los reflectores que apuntan a la cancha se apagan de repente. Somos jóvenes y estamos solos, envueltos por la oscuridad molecular del final de la tarde.

      —Nuestra vida cotidiana tiene forma rectangular y nevada, y no tiene ningún sentido.

      —¿Qué?

      —Esta cancha de fútbol, este estadio en las afueras de la ciudad. Piénsalo…

      El vigilante vuelve a encender las luces, verifica que la red eléctrica esté funcionando bien y de nuevo las apaga, quizá porque tiene afán, o porque es muy cívico —las necesidades son ilimitadas, es cierto, pero ¿y los recursos?— y Bianca no se da cuenta de nada porque su mundo es una larga pared negra en un desierto de arena negra. ¿Vamos a hablar de nuestra vida cotidiana?

      —Me gustaría, no sé, tener alguna certeza. Saber que mi vida va a cambiar tarde o temprano. Me despierto y ya es de mañana, lo sé por los rayos del sol, me aliso el bigote y me afeito con los ojos entrecerrados. En fin, trato de quedar presentable. Pero nunca estoy feliz.

      —¿Nunca estás feliz?

      —Nunca.

      —Júramelo.

      —Nunca estoy feliz, nunca, sobre todo cuando me despierto. De pronto tengo pesadillas que se me olvidan ahí mismo, y esto influye en mi humor. Deberíamos venir con más frecuencia aquí. En el fondo es como estar sentados en la mitad de un cráter lunar. Saltándonos toda la burocracia, el entrenamiento para sobrevivir en el espacio, para manejar un transbordador numerado, etcétera. Y que el despegue se transmita por todos los medios, ¿la pillas?, con el humo y la gente aplaudiendo y todo.

      —Stalin, no me has jurado nada.

      —Ah, ¿no?

      —¿En serio nunca has sido feliz?

      El cielo, para Bianca, siempre es negro y solo existe en su mente. El estadio está lleno de hierro y plástico, y no solo la gradería. En cambio, la cancha de fútbol está expuesta a la intemperie, a los elementos de la naturaleza que regulan los ritmos y el equilibrio de las personas.

      —Me refería a la mañana, a un momento determinado. Por la tarde es distinto. Y por la noche… Bah, todo depende.

      —Bien. Así está mejor.

      —¿Te parece?

      —¿Qué te hace feliz?

      —No sé, tendría que pensarlo…

      —Entonces piénsalo. ¿Tenemos que irnos ya?

      —No, todavía podemos quedarnos un rato. El vigilante me dio las llaves.

      El vigilante es un anciano que vive cada día de su vida como si fuera el primero: come cuando quiere, llora y se desespera porque el mundo le da miedo. Su hijo vive en alguna parte en Noruega. Hace un par de años se fue con su novia y atravesó Europa. Según una carta que le envió al padre, terminó con la novia en el periodo londinense, cuando él trabajaba como lavaplatos y ella robaba en las tiendas y paseaba por la ciudad. No obstante, de acuerdo con otra carta, habían terminado en el verano, durante un festival musical, porque ella le puso los cuernos y él la abofeteó y luego había estallado en llanto. Cada carta contradecía la anterior. Desde hace poco el vigilante dejó de recibir cartas y de preocuparse por la suerte del hijo.

      No entiendo por qué las graderías son así de frías. Claro, depende del tipo de material con que las hagan —¿qué tipo de material exactamente?—, o de la nieve que está cayendo, casi invisible, silenciosa como todas las cosas bellas. El vigilante me debe un favor. Eran los años treinta y en el cine estadounidense se estaban poniendo de moda las películas de gánsteres. Nunca alcanzaron la popularidad de las películas del oeste o de la comedia sofisticada, pero de cualquier manera tuvieron su momento de gloria, y estaban llenas de te-debo-un-favor y la-ciudad-será-nuestra, de italoamericanos con problemas de táctica que fumaban cigarros en blanco y negro.

      —Entonces, ¿qué es lo que te hace feliz?

      —No sé. Ver películas, acumularlas en mi cabeza. Ganar la Palma de Oro en el Festival de Cannes o el Gran Premio del Jurado. Ponerme de pie y recibir los aplausos, señalar a alguien en la primera fila, sonreír incrédulo. Contar historias, anécdotas del rodaje.

      —¿Eso te hace feliz? Cómo, si nunca ha pasado eso; ¿cómo puede hacerte feliz algo que nunca ha pasado?

      —Podría pasar.

      —Pero no ha pasado.

      —Pasará. Quizá. Creo que es probable.

      —La grandeza es real solo si alguien la reconoce y la certifica oficialmente. Si no, es solo una suposición, y se convierte en una ilusión, como tantas otras. Quizá todos somos un poco ilusos.

      —O todos somos un poco minúsculos.

      Agarro la videocámara y considero la posibilidad de encenderla. Podría grabar la cancha de fútbol, pero eso ya lo he hecho varias veces. Aunque nunca antes con nieve. Enciendo la videocámara y Bianca se gira imperceptiblemente: me mira sin verme y es hermosísima, como una constelación en pleno día, una serie de estrellas ordenadas que hacen doble jornada. Observo su cabello, larguísimo, y pienso en el marido de mi mamá y en la manera en que mira a Bianca. Por este motivo evito llevarla a la casa. Él era un rumbero, y de joven soplaba ketamina, luego se concentraba e improvisaba metáforas, para luego recostarse y dormirse en el fango. Y, sin embargo, de esa época no había quedado nada, excepto, quizá, recuerdos modificados químicamente y un corte de pelo de predicador callejero. Había sido un rumbero, y ahora trabajaba como vendedor de seguros, tomaba el transporte público a las horas pico, llevando consigo el típico maletín de cuero. Mi mamá, en cambio, trabaja en atención al público de una multinacional. Esta atención se brinda veinticuatro horas al día, siete días a la semana, y mi mamá, junto con un centenar de compañeros de trabajo, pasa sus turnos frente al computador, escucha quejas y resuelve dudas. Normalmente debe enfrentarse a la rabia de los clientes y a problemas con artículos defectuosos. Pero cada tanto alguien llama porque se siente solo, porque tiene problemas para relacionarse con los demás y no tiene con quién hablar. Mi mamá, como todos sus colegas, tiene la obligación contractual de responder toda inquietud, quienquiera que sea el interlocutor.

      —Mañana es tu cumpleaños.

      —¿Mañana?

      —No es mañana.

      —Sí, es mañana —respondo yo, apagando la videocámara.

      —Dieciocho años. ¿Estás contento?

      —Dicen que es una edad espléndida, llena de proyectos y de esperanza en el futuro.

      —¿Qué vas a hacer?

      —Voy a trabajar.

      —Me refería al futuro. Estaba hablando de tus proyectos, no de mañana.

      —Voy a trabajar. Tanto mañana como en los años siguientes. De pronto voy a comprarme un maletín de cuero para meter documentos, una serie de formatos con lenguaje estándar, de esos donde solo se necesita llenar los espacios en blanco, escribir el nombre del cliente, su fecha de nacimiento…

      —¿Y la videocámara…?

      —Pues sí, pero no tengo nada más qué grabar que valga la pena.

      —¿No te parece que hoy las graderías están más frías que nunca?

      —Sí, eso estaba pensando hace un rato.

      Los reflectores se encendieron de nuevo. Debe ser la tercera o cuarta vez, pero ni Bianca ni yo llevamos la cuenta, y la circunferencia ovalada del estadio nos hace sentir protegidos y seguros de las guerras mundiales y de las catástrofes nucleares; de los jefes de gobierno que se estrechan la mano mientras miran a los fotógrafos; de los asesinos y los violadores, y de la armonía seductora


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