Stalin & Bianca. Iacopo Barison
del baño y se posó en la pantalla del televisor. Estaba en la frente pálida de la artista. Después, luego de un desplazamiento imperceptible, estaba entre la artista y un nuevo visitante, un anciano que masticaba tabaco y lo escupía al suelo, iluminado con luces de neón.
—¿Y a esto lo llamamos arte? —repitió Jean.
La mosca volvió al baño o quién sabe adónde, y afuera todavía nevaba.
Bajo las escaleras de prisa, leyendo nuevos grafitis. El edificio de Jean está lleno de frases garabateadas, de incitaciones a delinquir impresas con tinta indeleble. Antes de salir, me explicó los detalles del nuevo trabajo, luego cambió de canal. Me preguntó cómo estaba, mirándome a los ojos, y sabía que en torno a la pregunta rondaba un doble sentido al cual estoy acostumbrado, una persecución implícita e inherente a mis problemas de comportamiento.
—Estoy bien. No te preocupes.
Salgo del edificio de Jean y pienso en los globos oculares de Bianca. Están ahí como una advertencia, para recordarme el mundo inhóspito en que vivo. Camino por la acera y paso una serie de postes sin luz, intercalados por contenedores de basura y por un vendedor de drogas suaves y psicofármacos. Cada tanto llegan limosinas de alquiler, y hombres de negocios le piden al chofer que se orille. Bajan la ventanilla polarizada y hacen pedidos específicos al vendedor.
1 Examen efectuado en fibras de cabello patra determinar la presencia de drogas ilícitas. Es considerada una prueba muy fiable, pues los rastros de drogas permanecen largo tiempo en el cabello. (N. de la T.)
Dos
Recuerdo que había sol, y un perro les gruñía y ladraba a los automóviles, y yo acababa de cumplir seis años. Antes de esto no recuerdo nada más. Mi mamá me acompañaba a la escuela y me veía entrar, luego reunía valor y seguía repartiendo hojas de vida. Subía las escaleras, llegaba al vestíbulo, y el corredor me parecía larguísimo. No conocía las leyes de la perspectiva, así que me preguntaba por qué las paredes tendían a encogerse y luchaba, y le tenía miedo a esa tenaza blanca con dibujos absurdos. Recuerdo un boceto abstracto, donde el cielo era violeta y la lluvia cambiaba de color; algunas gotas eran verdes, otras azules, otras incluso brillaban en la oscuridad.
Ese día, antes de entrar a clase, llegué y escogí un cubículo. Entré, sonó el timbre y empecé a contar. Contaba saltándome los números, yendo hacia adelante y atrás en el tiempo, repitiendo las mismas cifras o inventándome otras nuevas. 21, 540, 99. Los baños eran silenciosos, el agua corría por los tubos y yo estaba muy niño para formularme las preguntas correctas. No sabía por qué estaba allí, pero sabía que había sensaciones bonitas y sensaciones feas y yo, cuando el corredor se encogía, tenía una sensación fea. Sin darme cuenta, estaba contando en voz alta.
Había pasado una hora, quizá más. Alguien había entrado y yo dejé de respirar. Yo tenía miedo, él no. Contenía la respiración y se aseguraba de estar solo. Me había oído contar, y ahora estaba atento. Quisiera recordar los detalles. Quisiera recordar la ropa y la mirada y el sonido de su voz. Había golpeado la puerta del baño donde yo estaba, preguntando quién estaba ahí, y yo había estornudado. Él soltó la risa.
Cuando salí, me examinó y me preguntó mi edad.
—21, 540, 99 —respondí, quizá por hacer el chiste, quizá porque estaba confundido. Él me pegó una cachetada y se fue. Jamás supe el motivo. Recuerdo que era alto, y su cuerpo se reflejaba en el espejo, y los rayos del sol atravesaban la ventana.
Después recuerdo la huida, el corredor desierto y nadie vigilando. Salí y caminé mucho. En los semáforos, cuando los automóviles disminuían la velocidad, pensaba que podía ganarles y corría en la acera. Me sentía veloz, cansado y con frío. Había sol, sí, pero tenía frío.
Regresé a la hora del almuerzo, y cerré los ojos. Mi mamá estaba llorando. A la salida, después de su vuelta con las hojas de vida, fue a recogerme a la escuela: sonreía y se sumergía en la multitud de niños, pero yo no aparecí nunca. Luego se le debilitó la sonrisa. Mi mamá me encerró en el cuarto, quería que reflexionara. Miraba las paredes y los afiches y los juguetes sin cabeza. Todavía sentía el dolor de la cachetada, así ya no lo tuviera, y afuera había un aviso de neón y el neón era de varios colores. Miraba el aviso, que proyectaba un arcoíris, y el dolor aumentaba y disminuía al mismo tiempo. Antes de eso, no me acuerdo de nada. Sabía que la situación se me estaba escapando, y la rabia venía en camino y los muebles y los afiches y los juguetes eran una válvula de escape. Empecé con una patada, luego con un puñetazo flojo e impreciso. La pared era resistente, así que me la emprendí contra los afiches y los juguetes y los muebles, sin un orden o una premeditación. Mi mamá sintió el ruido, entró y me abrazó. Yo, asustado, le dije que afuera había un arcoíris, y ella seguía llorando y abrazándome.
Hoy, sin embargo, paso frente a la tienda y el aviso de neón desapareció desde hace tiempo y los dueños cedieron el negocio. Los automóviles son más rápidos, y los semáforos sobresalen en las esquinas desiertas. Con los años, volví a ver al muchacho de la cachetada, y él no se acordaba de nada. Nos topamos entre la muchedumbre en una discoteca, o por ahí en el barrio inmóvil, y él era indiferente al problema. Supe que se había comprometido con una muchacha y que había sido una relación importante, que duró mucho y se oficializó socialmente. Ella era hermosa y estúpida, y en línea recta éramos vecinos por unos cien metros. Por un tiempo, los vi caminar juntos varias veces. El mes pasado, cuando la muchacha tuvo una sobredosis, la ambulancia vino a llevársela y lloviznaba y la sirena hería al barrio. Recuerdo perfectamente: era de noche y me estaba fumando un porro y viendo una película vieja de Godzilla. Los japoneses huían del monstruo, y los paramédicos contaban hasta tres para alzar la camilla.
Dejó de nevar. Andar en la Vespa ahora es más sencillo. Puedo desplazarme por calzadas con la nieve en los bordes, amontonada con diligencia por los vehículos municipales, y calles todavía inhóspitas, donde estaré obligado a bajarme de la Vespa y empujarla manualmente.
Quisiera agregar un par de cosas sobre Jean. Cuando vendió la tienda de alquiler de videos, por culpa de la modernidad, dice él, miró en derredor y analizó las distintas hipótesis de trabajo. Luego de su minuciosa evaluación, se limitó a cambiar de sofá y a ver detallados documentales sobre el mundo animal. Durante el período larval, Jean comprendió el valor del dinero y aceptó un trabajo honesto, el del estadio, y completaba su sueldo traspasando la línea ilegal del barrio. Lo sé, parece trivial, pero Jean me da una tarea y yo la cumplo como mejor puedo. Sin hacer preguntas, como los soldados en las películas. El mundo ha cambiado y nosotros seguimos su rumbo —yo, Jean, cualquiera—.
Leo la dirección garabateada en un post-it, empiezo a entender. Este caso me da la oportunidad de cerrar un ciclo. Camino y vuelvo a pensar en la noche en que esa muchacha tuvo la sobredosis. Algunas personas, que se despertaron con la ambulancia o presas del insomnio, se asomaron a la ventana y negaban con la cabeza. No sabían exactamente qué había sucedido, pero manifestaban compasión por ese mundo juvenil tan lejano, tan fuera de sus esquemas. El barrio estaba cambiando y ellos estaban indefensos y consternados. Protegidos por los vidrios de las ventanas, las empañaban con el aliento y buscaban alguna explicación. Los paramédicos habían entrado en la casa y, técnicamente —pero esto vino a saberse después—, la muchacha ya estaba muerta. Estaba acostada en la cama y su mamá lloraba y pedía ayuda. Por lo tanto, el cuerpo en la camilla era el de una muchacha muerta. No había nada más que hacer, nada que esperar, pero nosotros no sabíamos: la muchacha tenía los ojos cerrados y parecía dormida. Mientras tanto, God zilla destruía milagros arquitectónicos y los japoneses huían y se refugiaban en los supermercados. Uno de ellos, escondido entre los estantes, decía que no podían detener al monstruo, era invulnerable. Tenía catorce años, creo, y la muchacha era mayor que yo y tenía el pelo corto y los ojos azules. Cuando se la llevaron, las personas se fueron yendo en grupos de dos o tres. Daban vueltas en la cama y les costaba volver a dormirse (no tengo pruebas de que fuera así, pero estoy completamente seguro de eso). Al mismo tiempo, el japonés del supermercado resultó aplastado: el techo se había resquebrajado y montones de escombros le cayeron encima. Solo una mano,