Stalin & Bianca. Iacopo Barison
y a los dos muchachitos que se besan en la penumbra, protegidos por los muros de un callejón. Se esconden, tienen miedo de que yo los juzgue. Uno de ellos le dice al otro que hable pasito, que tenga cuidado para que no lo vean. El plano lejano abraza a los ancianos refugiados en sus casas y a los indigentes borrachos y a las hojas muertas en las zonas verdes.
Vacilo y empujo la Vespa, tiemblo bajo la ropa. La maleta empieza a pesar y el plano se agranda aún más y engloba a Bianca y la tarde templada de otro invierno. Ese día, no sé por qué, el mundo me asustaba. Estaba aterrorizado. Empezaba a creer que mi rabia, la manera como reaccionaba en determinados inputs, era solo un reflejo de mi miedo. Estábamos en el parque y escuchábamos música, compartiendo unos audífonos. Con la melodía de What a Wonderful World miraba a mi alrededor y sentía un vacío que crecía dentro de mí. Trataba de ser silencioso, porque Bianca descifra los sonidos. Quería dejar de hacerlo, pero no podía parar y la música seguía en los audífonos. Ella se volteó y me sonrió, y yo le sonreí en lágrimas. Ella no lo sabía, no podía intuirlo, y los límites del encuadre se resquebrajaban y todo aquello que estaba fuera de campo, en un instante que parecía eterno, se vuelve visible y condenable. No me gusta lo que veo, pero sigo adelante.
Jean liquida el balance subiendo los hombros, quiere ver el dinero.
Antes, acá abajo, pensé en preguntarle al dealer si tenía algo que decir, un mensaje para grabar en la videocámara, no obstante me sentí estúpido y demasiado viejo para estas cosas, como decían en las películas policiacas, entonces dejé así. Lo sobrepasé en silencio, sin mirarlo, y él me llamó por mi nombre —¿cómo lo sabía?—, y quería saber si tenía problemas de ansiedad y para lidiar con el pánico. “Estas son milagrosas”, dijo, sacando una bolsa llena de pastillas blancas. “Cógela, es tuya”, continuó, pero yo fui astuto y le dije que estaba bien, que los niveles de ansiedad estaban dentro de la norma. La maleta pesaba y la nieve se me entraba dentro de los zapatos nuevos. Su rostro, picado y anguloso, me siguió algunos metros, hasta que perdió el interés y volvió a sondear el ambiente.
Es poco, según Jean, pero era toda el dinero que tenía y no podía hacer otra cosa.
—Se llama estrategia —le digo—. Estrategia de mercado.
Jean murmura algo. Me pregunto si, mientras estuve fuera, se había levantado del sofá.
—No tenía nada más. Lo siento mucho —le digo.
—¿Qué hay en la maleta?
—Ya te dije. Hay discos y algunos libros.
—Entonces me estás diciendo que…
—Exacto. Guerra y paz, Mozart y otras obras de arte.
Jean baja el volumen y me mira a los ojos.
—Estaba muy mal, créeme. Había basura y sobrados de comida rápida y, uy, Dios, ahí se moría uno del calor y tenía los restos de una zarigüeya muerta. No puedo ni pensar en eso.
—¿Una zarigüeya? ¿En nuestro barrio?
—Sí, por desgracia.
—Estoy perdiendo la noción del tiempo —dice Jean—. La realidad se me escapa de las manos.
—Deberías levantarte de ese sofá.
—Sí, ya sé.
—En serio. Me preocupa. Corres el riesgo de que te salgan úlceras en los lados del cuerpo.
Después, a pocos segundos, agotamos los temas. A veces es incómodo, porque estamos acostumbrados a hablar mucho. Los residuos del insecticida flotan en el aire, y pienso en los venenos y en los polvos sutiles y en los distintos tipos de cánceres. Languidecemos y mantenemos las posiciones, derrotados por fuerzas invisibles, y ambos quisiéramos hablar y discutir de deporte y de películas y de la tasa de suicidios en nuestro barrio, pero los vocablos están a años luz e imposible combinarlos y tenemos solo una maleta y dinero y nuestros cuerpos agotados.
No me doy cuenta de nada.
La maleta está en el suelo, parece fuera de lugar. Evitamos mirarlo.
—¿Quieres quedártelo? —le pregunto.
Jean se da cuenta de que viene un sermón, dice que no le interesa. Tengo un flashback en el que veo la zarigüeya y los gusanos y la sangre coagulada en el hocico. Agarro la maleta, indeciso de cómo moverme, y nuestra soledad nos aplasta y a duras penas nos desplazamos y las barreras emotivas se quiebran. Ahora estamos indefensos y lejanos, sepultados bajo las ruinas.
—Jean, dime una cosa: este tipo que está allá abajo… ¿hoy trabajé para él? ¿Estoy trabajando para esa persona?
—…
—¿Jean?
Reconstruir las cosas, como suele ocurrir, es la parte más difícil de todas.
Camino con la cabeza baja y tengo frío y exhalo nubes. Me descubro frente a la casa de Bianca. Miro hacia arriba, hacia su cuarto de paredes de yeso y parqué decadente, pero la luz ya está apagada, así que sigo mi camino y pienso en mi cumpleaños, en el hecho de que ya pasó la medianoche. Técnicamente acabo de cumplir dieciocho años y la vida debería sonreírme y hacerme promesas que no podrá cumplir. La temperatura descendió bajo cero. El barrio se transforma en hielo y las superficies se vuelven espejos. Espero que mi mamá no me haya comprado una torta, porque tendré que agradecerle y sentir que me muero por dentro. Los cumpleaños son instantes en el recuerdo que con gusto evitaría.
Entrando en la casa, me pregunto si este es el día en que uno se vuelve adulto. Quizás debería organizar un funeral por mi adolescencia y dejar atrás ese asunto del bigote y la videocámara y la certeza de ser mejor que los demás, superior a cualquiera que ame el orden y el papel membreteado y el trabajo de oficina.
Tengo miedo de abrir la nevera. Mi mamá hace el turno nocturno y el exrumbero, bah, habrá pasado la tarde seduciendo clientes en los rincones de cualquier salón reservado o haciendo alboroto en las salas de té. Ahora estará regresando en un bus público, o ya estará en la cama maltrecho y acostado de medio lado, murmurando y soñando con la cima de su fase rebelde.
Tengo miedo de abrir la nevera. Si mi mamá la compró, la torta ya debe estar ahí, lista para el gran evento. Reflexiono sobre las consecuencias que podría tener la eventual adquisición de la torta. Las velitas para apagar de un solo soplido. La aspiración programada. La canción entonada en voz baja, porque, a fin de cuentas, cumplo dieciocho años y se necesita un poco de elegancia, respeto por la mayoría de edad. Mi mamá seguro la compró, así que mejor me olvido de la nevera y voy derecho a mi cuarto. Me acuesto en la cama y pienso en Bianca y trato de dormirme.
No lo logro, entonces busco el control del televisor y paso así el tiempo, acurrucado y evaluando escondites improbables. Me detengo, agarro la botella de agua de la cómoda y bebo un trago. El vidrio está a temperatura ambiente, conserva el agua y preserva las propiedades químicas y biológicas y los elementos vinculados al bienestar. Ya me lo sé de memoria, el exrumbero se enloquece por estas cosas. Luego, cuando encuentro el control del televisor, me pregunto si valía la pena y rezongo y enciendo el televisor. Veo si están transmitiendo alguna película; sin embargo, no hay nada y la zarigüeya necesita luz, o si no se muere. Entonces sigo haciendo zapping y termino contemplando el absurdo, un segmento de televisión que normalmente no vería. El programa tiene colores apagados y una codirección artística enfatizada por fondos musicales que comentan el rostro y las frases de los invitados.
—Sí, tienes razón, estoy escribiendo mi obra completa —dice alguno—. Estoy trabajando en ello desde hace… cuánto será, ¿unos dos años?
Música de fondo de misterio.
—Verás, mi intención es recoger testimonios, fragmentos, recuerdos marginales, y hacer con esto un libro, claro, pero sobre todo un documento para los académicos. Primero, sin quererlo, se me ocurrió el título Una breve reseña histórica del miedo. De hecho, el título ilustra mis intenciones.
Música de fondo explosiva.
—Quisiera