Stalin & Bianca. Iacopo Barison
superhéroe.
¡Feliz cumpleaños!
Mamá
La tarjeta me derrota, me hace sentir débil y triste a merced del frío. Seguro me la metí en el bolsillo antes. De golpe, recuerdo un día de verano, cuando fui al parque de diversiones con Bianca. Estábamos en el centro, lejos de nuestras casas, y queríamos algodones de azúcar y una Coca-Cola y subir a la montaña rusa. Ella estaba muy entusiasmada, así que compramos los algodones y buscamos la montaña rusa. Estábamos cogidos de la mano, el parque de diversiones estaba semivacío. Llegamos a la cima y Bianca se giró y gritó para vencer el estruendo. Los rieles centelleaban en el calor bochornoso del verano. Bianca gritaba, se emocionaba, decía que lograba imaginarse todo: la ciudad iluminada y las vías arborizadas y las ventanas que encuadraban los rituales domésticos. Las calles atestadas de gente, el letrero de una hamburguesería y las salas de teatro de prueba. A decir verdad, alrededor de nosotros solo había edificios y semáforos y vallas publicitarias. No obstante, decidí no bloquearla; es más, le di cuerda a su imaginación. Inventaba nuevos ángulos y detalles del panorama. Mi cuadro era idílico: besos robados, entradas del metro, camiones en tráfico de doble fila y sonrisas de ocasión. Sin embargo, ella entendió el juego y se cerró, aunque mantuvo una expresión neutral.
El resto de la montaña rusa sucedió de prisa, y el único sonido era el de las ruedas metálicas sobre el riel. Ella no volvió a hablar, ni tampoco yo. Pero desde ese día evité volver a complacerla. Con el pasar del tiempo, Bianca se volvió cada vez más autónoma y la vi luchar para lograrlo. Escribe poesía, está enamorada de un mundo que nunca ha visto. Por desgracia, dejamos de tomarnos de la mano.
Reflexiono sobre el episodio, mientras caliento el motor de la Vespa. El alba despunta lejana y colorea la nieve de un amarillo pálido.
Encuadro a mi mamá que niega con la cabeza. Se mueve con discreción, acostumbrada como está a ser invisible. Tiene unas ojeras evidentes y las mejillas hundidas por las horas extra de trabajo y el aburrimiento de los días festivos. Quiere olvidar las cosas feas, y se enciende un cigarrillo:
—Estoy feliz, orgullosa de cómo te estás comportando. No has vuelto a tener arranques de rabia, y parece que poco a poco volveremos a la normalidad.
—Ajá.
—Vi que comiste torta. ¿Te gustó?
—Sí, estaba rica. ¿Cómo te fue en el trabajo?
—Bien. Me escribió otra vez el cliente inglés. Dice que su esposa se largó y él se llena de fármacos y sigue sufriendo. Está en el último estadio, pero no se desanima. Ahora la mujer vive en otro hemisferio y él, a veces, trata de llamarla por teléfono pero está lo del huso horario y ella no contesta nunca. Cuando la llama, en el otro lado es muy tarde en la noche.
—Es preocupante, y también triste y amoroso. ¿Vas a seguir respondiéndole?
—Solo quería un consejo. Vendemos tarjetas de inventario, así que le expliqué cómo funcionan.
—Ah, ya.
Paso la mañana viendo videos. En el portátil conservo las mejores grabaciones de video y los estudio y me empeño en editarlos: una pelea en mi barrio, el sol, un indigente que mira a la cámara, el cadáver de la zarigüeya, los labios de Bianca que dicen: “Aguanta, puedes lograrlo”.
Ayer, al amanecer, percibí una emergencia inframuscular, una alarma silenciosa que me sugería irme de aquí, abandonar estos edificios y huir de mi vida.
Voy a la cocina, encuadro a mi mamá sentada a la mesa. Mira por la ventana hacia afuera y se dedica al panorama. Afuera no hay nada sino nieve. Toma un sorbo de agua y se voltea y pone la botella de vidrio en la mesa. Me mira y entrecierra los ojos:
—Umm, acércate.
Lo hago, mientras vuelvo a pensar en Jean y en su hijo y en la carta noruega, la última que llegó, en la que admite que no tiene ningún trabajo y que vive en una fábrica abandonada, en lo que queda de un tren de carga.
—¿Te cortaste el pelo?
—Sí.
—Estabas mejor antes. Con el pelo corto, no sé, tienes un aire malvado.
Por alguna razón, mi mamá había discutido con el exrumbero, y quiere estar sola un rato. Sentada en la cocina, toma sorbos de agua y ve la nieve derretirse o congelarse, depende de los rayos del sol. Cuando pelea, casi siempre es por mis horarios y mi estilo de vida: él cultiva una educación mezquina, arisca e impostergable, y con frecuencia tiene la transigencia de un papa del siglo XV, eternamente anclado a su concepto de verdad. En cambio, mi mamá siempre me defiende, porque mi mamá me quiere. Son cuestiones complejas de las que podríamos hablar largamente.
Ayer, al amanecer, me di cuenta de la alarma y volé a la casa para recoger las tabletas plateadas y cerrar los ojos y tragar una pastilla. No serán propiamente de dinero, claro, pero el color es parecido. El marido de mi mamá está afuera, así que me divierto montando los videos y estructurando los datos y los esquemas de la civilización. Me detengo en los detalles arquitectónicos, en los rostros persas, en las lápidas sin flores. Después pienso en la torta y en la tajada que faltaba. A toda costa quisiera hacérsela pagar. Debería calmarme y tomar otra pastilla.
Salgo de la casa, organizo mi día: tengo turno en la multisala de cine, pero hoy empiezo más tarde, una cuestión de equilibrio interno, así que le dedicaré la tarde a Bianca. Algo que nos encanta hacer, cuando podemos costearlo, es ir al centro y comer algo e ir al único teatro que queda, un sitio pasado de moda en el cual nos sentimos como en casa. Hoy, por ejemplo, presentan Un tranvía llamado deseo, y quisiera ir y encontrar buenos puestos. Sentarnos en platea, ella con los auriculares para los discapacitados visuales y yo con la mirada pegada al palco, esperando la escena en la cual Stella llora y se da cuenta de que ama a Stanley. De hecho, debería apresurar el trabajo nuevo: este fajo de billetes y el recorrido que debe cumplir, en el mercado de los alcohólicos y de la sobredosis de grupo.
Por las calles vacías miro los edificios y las variaciones alrededor del tema. En el barrio, confieso, me siento protegido, con todo el cemento y la paleta de grises y la farsa de normas de construcción. En este instante estoy seguro de que los problemas, cualesquiera que sean, tienen un lado universal y perpetuo. En todas partes nos esforzamos por salir adelante y luchamos y creemos merecer algo mejor. El planeta tiene autoconmiseración de sí mismo, y yo me pregunto si los problemas y los conflictos se resolverán a tiempo, antes del fin del mundo.
Bianca me invita a subir, porque sus papás se fueron de viaje de nuevo. Estarán fuera un par de días, confiando en la autonomía que la hija ha desarrollado con los años, gracias a una red de sacrificios y una intuición y perspicacia fuera de lo común.
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