Stalin & Bianca. Iacopo Barison

Stalin & Bianca - Iacopo Barison


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estado actual es la muerte inesperada. En fin, quisiéramos organizarnos para hacer las cosas bien, abrirle la puerta al coco y ofrecerle un café —dice el entrevistado, mientras yo, arrullado por una nueva musiquita de fondo, logro dormirme.

      Lo primero que hago es encerrarme en el baño. Lo segundo es tomar la máquina de afeitar y prepararme para el corte, el roce mecánico en la cabeza. Mi mamá dormirá todavía algunas horas más. Son las once de la mañana y afuera está mi barrio. Toda la desesperación se concentra acá, entre el cielo y la tierra, y los ratones de laboratorio se mueven de prisa y las nubes se buscan y forman una única manta blanca.

      Con el nuevo corte y el bigote despuntado salgo del baño y me convenzo de tener el control, de poder dominar el pánico existencial. Voy a la cocina, solo para tomarme un café, creo, pero luego la encuentro en la mesa y quisiera morirme. Es mucho más grande de lo que me hubiera imaginado. Por fortuna, no tiene velitas ni decoración, aunque ya alguien (el marido de mi mamá) ha cortado una tajada y ha arruinado el cuadro, y esto me pone de más mal humor. Si él no se hubiera ido ya, habría tomado aire y le habría preguntado por qué, ya que es un gesto deplorable que yo jamás habría hecho. Después, habría alzado la voz y mi mamá se habría despertado. En el fondo, mejor así. Bianca, cuando evito la rabia, se siente más tranquila y no habla de mi trastorno.

      Me doy cuenta de que, al lado de la torta, hay una tarjeta de mi mamá. La tomo y me la meto en el bolsillo sin leerla. Me visto y bajo las escaleras con la maleta a la espalda. El aire es cancerígeno y penetrante, pero a esta hora incluso parece agradable.

      Pienso en cómo invertir el tiempo. El turno en la multisala de cine empieza hacia la hora de la comida, así que tengo toda la tarde libre y puedo dedicarme a vagabundear, filmando el presente aquí y allá. Termino en un parque enorme. Estoy cansado, así que me siento en una banca. Contemplo la extensión cubierta de nieve y los árboles luminosos y un grupo de indigentes prácticamente inmóviles. Serán tres o cuatro y parecen muertos. Me acerco y escojo uno y enfoco la cámara en su rostro. “Pensé que el presente es la única certeza que tenemos”, le digo, queriendo filmar su reacción. Pero él permanece en silencio, y yo me deprimo así que lo acoso: “Quisiera volver atrás, cuando las películas terminaban con un beso”. Nada, ninguna reacción.

      Vuelvo a la banca, me siento y miro dentro de la maleta. Hago un pequeño inventario y leo fragmentos de Guerra y paz y un cuento de Maupassant. Reviso la hora y me doy cuenta de que Bianca está saliendo en este momento de la escuela. Pienso pasar por su casa y lo hago, y prácticamente llegamos al tiempo. Parece reunir toda la belleza del mundo. Tiene el pelo suelto y ropa abrigada, y camina rozando las paredes. Leyéndome el pensamiento, me dice que sus papás llegarán casi al anochecer. Comemos rápido y hablamos de cosas vagas, sin pretensiones, para después levantarnos al tiempo e irnos a su cuarto, con mi maleta nueva, para escuchar sinfonías de Beethoven y a ponernos serios, quedándonos más que todo en silencio.

      La nieve al frente del ingreso está cambiando de color. Es el día de mi cumpleaños y estoy escuchando Schubert: en el aire, el olor de las palomitas de maíz y las críticas infundadas de las películas en cartelera. Una muchacha está buscando el baño, probablemente para retocarse el maquillaje, y el eco de una explosión la sobresalta. El letrero de la sala de cine relampaguea en la oscuridad y la nieve se vuelve roja y luego blanca, roja y de nuevo blanca, y yo dejo de escuchar Schubert porque una pareja de mediana edad carraspea y me llama con recelo. Ambos, después de una primera ojeada, entran en los cánones de lo chic. Se visten con ropa Armani y les temen a los gérmenes, las esperas largas, los silencios y el microcrimen urbano. Por un momento, cruzo el umbral y los encuentro en la cocina. Él no habla, ella mira fijamente el plato y revuelve con dificultad, y la sopa gira en sentido contrario a las manecillas del reloj. Los veo comer, pasarse la sal, el aceite, el vinagre. El resentimiento fluctúa entre los platos y los vasos de vidrio, mientras el perro bosteza y el horno microondas hace una cuenta regresiva. Los veo vestirse, mirarse al espejo, salir para venir a cine, con guantes, bufanda y la billetera en los bolsillos internos. Ella tiene apretada contra sí su cartera, él la protege a ella y le habla del primogénito, de su futuro en el equipo de baloncesto. Los veo entrar, comprar la boleta, los vuelvo a ver al salir y llamarme con el dedo en silencio.

      Bajo el volumen hasta que Schubert no es más que un susurro. Todos los días seis millones de personas conviven con lo imprevisto. Yo, por ejemplo, tengo problemas para dominar la rabia y me llaman Stalin, como el dictador. La comparación me despertaba curiosidad; luego descubrí que es por el bigote. Mi silencio dilata el tiempo y la pareja sigue mirándome, esperando una respuesta. La nieve vuelve a ser blanca, luego nuevamente roja. El hombre se calla, la mujer se queja de que hay demasiado ruido en la sala.

      —Lo siento —respondo.

      —¿Podría hacer algo al respecto?

      —No creo. No tengo ningún poder legal para hacerlo —intento bromear, pero la mujer se molesta.

      —Debería hacer algo.

      —¿Debería pedirle a alguien que se quede inmóvil, que no coma, que evite comentarios y críticas sobre la película? Lo haría pero no puedo. Son los derechos humanos, de la ONU y de un increíble número de tratados.

      La mujer mira a su esposo, sin entender la sutil ironía: —Quisiéramos que usted entrara en la sala y pidiera que…

      —Si quieren un consejo, dejen de venir a esta sala de cine. Soy solo parte de un engranaje, una pieza en un rompecabezas. Salgan y miren a su alrededor: hay una fila de almacenes y una hamburguesería y también un supermercado con ofertas de pague 2 lleve 3. Esta sala de cine es un paliativo, un paréntesis para descansar las piernas y metabolizar las compras. Si quieren otro consejo, les conviene entrar a la mayor brevedad posible y ver la película. O bien pueden irse. Ambas opciones son buenas.

      Apoyo los codos en el mostrador. Leo una vieja entrevista a Godard y me pregunto cómo hizo para adivinar el futuro. Sigo leyendo, sentado incómodamente, cuando un niño aparece de la nada y me pide que si puedo subir el volumen. “En la sala”, dice. “Las explosiones parecen tímidas y no hacen temblar el corazón”.

      La pareja regresa y amenaza con poner una queja: “Una carta a quien corresponda”, dice el marido. No sé a quién corresponda, y no obstante tengo que entrar y cojear y manipular una linterna: la apunto hacia abajo e ilumino las palomitas de maíz regadas en el suelo. Llego adonde está una pareja de coetáneos míos. Son ingenuos y distraídos, se mofan de las escenas clave, se besan mientras la película avanza.

      —Ya paren.

      —¿De besarnos?

      Salí de la multisala, esta noche terminé antes. No quiero volver a la casa, así que avanzo en la oscuridad, giro en curva cerrada y me adentro en un barrio residencial. Ya casi no se ve este tipo de barrios. Las casas tienen pórticos y patios para asados y jardines en declive. Freno la Vespa delante de un recinto cerrado con muro de piedra, con el motor encendido y el frío que se mete en todas partes. El muro circunda de una mansión que tiene cámaras de vigilancia y perros guardianes. No conozco la zona, la elegí al azar. Quería dar una vuelta, aclarar mis ideas. Miro el cielo, la luna está oculta por una aglomeración de nubes y la extensión del terreno vibra como sacudida por un terremoto. Me restriego los ojos, luego vuelvo a moverme.

      Después de la primera curva, abandono la Vespa y sigo a pie. Quiero mimetizarme, entender cómo se siente estar acá. El barrio es limpio y ordenado y las paredes no tienen grafitis. Las casas son cuadradas y de una sola planta, recién pintadas. Pienso en los edificios de mi zona, desplazados hacia el norte, en los confines de la nada, y en la multitud de pisos y escaleras y personas tristes. De vez en cuando se botan de las ventanas y miran hacia abajo, rogando para llegar rápido. En cambio, en este barrio las casas son bajas y cuadradas, tienen máximo dos pisos. Si quisieran matarse, tendrían que pensar otra opción. Botarse de la ventana podría ser un fiasco y quedar con vida. Terminarían rodando por el jardín inclinado y raspándose los codos.

      Me cruzo con una pareja joven, se parece a esa de la sala de cine. Se miran, se besan, se preparan para entrar en la casa. Él digita un código de cuatro cifras, la reja chirrea y comienza a abrirse. Me detengo, veo las luces del jardín


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