Stalin & Bianca. Iacopo Barison
mi videocámara. Grabaría una parte cualquiera del mundo en que vivimos y se la mostraría, así ella no pudiera verla, y le diría que todo esto puede terminar en un instante.
—¿Tu mamá te va a comprar una torta?
—De pronto, pero espero que no.
—¿Otra vez pelearon?
—Preferiría no hablar de eso, ¿te molesta?
Bianca se queda en silencio. Los reflectores se apagan y el estadio está lleno de sombras y reflejos, y recuerdo los escenarios de cartón piedra de las películas expresionistas alemanas.
—Ok. Si tanto te interesa, hablemos de eso. No me he vuelto a enojar, ni siquiera una vez. Cuando siento que voy por el camino correcto —que no obstante, en un sentido absoluto, es el camino errado—, trato de pensar en otra cosa, minimizar los hechos y a veces esto funciona. Trato de calmarme. Hago respiraciones profundas, es decir, agarro el sobre de tabletas y me trago una cápsula.
—Me parece bien.
—Espero seguir así.
—¿Escuchas algo en el aire?
—Solo oigo el aire. ¿Escuchas algo?
—Como un ruido al fondo.
—Probablemente es el vigilante que se está yendo. Me dejó las llaves, ya te lo había dicho. Tengo que devolvérselas dentro de dos días hábiles. Tenemos que dejar bien cerrado antes de que nos vayamos; no quiero que nadie se meta por la noche, cualquier indigente borracho, con el trago escondido en una bolsa de papel. Creo que le devuelvo las llaves al vigilante mañana o esta noche. ¿Ya te conté que esta noche no tengo que ir al trabajo?
—No, no me lo habías dicho. Podrías ir a mi casa conmigo.
—Tus papás me harían la prueba del pelo.1 Están convencidos de que meto drogas y que me la paso por ahí tomando tragos fuertes. A veces lo hago, pero nada grave. Deberían dejar de estar paranoicos con eso. El prohibicionismo se terminó hace tiempos.
—Se preocupan por mí. No son prohibicionistas. Mis papás solo tienen las típicas prevenciones de la gente decente.
—Qué tal que mi mamá me haya comprado una torta, con dieciocho velitas… No, no quiero ni pensarlo.
—A propósito de pelo, déjame tocar el tuyo. Ya debe estar largo.
Bianca levanta la mano derecha y la posa en mi cabeza, mientras yo la veo esbozar una sonrisa. Cuando nos vayamos, la voy a llevar a su casa en la Vespa y me iré enseguida, para no pensar en lo que amo y odio de ella. Amo sus buzos con capucha, por ejemplo. Casi siempre se los pone. En cambio, odio el hecho de que no pueda ver nada. Que no pueda ver la niebla y el cielo intermitente, y las sombras que se proyectan en los muros.
Bianca sigue acariciándome el pelo. La situación se me está saliendo de control.
—Te está creciendo. Ya no te lo cortes más, Stalin. Déjatelo crecer.
—¿Qué escuchabas ahora?
—Que el vigilante se estaba yendo, ¿no?
Quisiera saber por qué las graderías se mueven. La cubierta rechina sobre nuestras cabezas, y Bianca se asusta y retira la mano de mi pelo. Debieron haberme enseñado en la escuela qué hacer en estos casos, cómo comportarme cuando las graderías ondean y el cuerpo vibra y el vigilante ya no está. Bianca empieza a pedirme que haga algo, y yo no sé qué responderle porque los terremotos, hasta hoy en día, solo los he visto en las películas catastrofistas.
—Haz algo. Tengo miedo.
Terminamos abrazándonos y diciéndonos cosas que olvidamos al instante. Luego, cuando todo volvió a la normalidad, le echamos la culpa a mi cumpleaños.
Acompaño a Bianca a su casa, y no digo nada cuando veo un grafiti difamatorio sobre mí. Está hecho con espray negro, cubre otros grafitis y alcanza a rayar el portón de un edificio abandonado. Por fortuna, Bianca no puede verlo. Me ensombrezco y busco el sobre de pastillas y me trago una cápsula.
Hace un par de meses hubo una muestra de arte y la entrada era gratis. Era en el gimnasio de mi antigua escuela. El espacio era amplio, algunas ventanas estaban rotas y por eso entraba la lluvia. Un par de muchachitas tenían el paraguas abierto, se quejaban del frío. La muestra estaba organizada por un grupo de jóvenes voluntarios. Hacía parte de una serie de iniciativas para valorizar el barrio, pero allí dentro solo se veían rostros conocidos y apenas unos pocos de otros barrios se habían aventurado a ir. Las obras parecían estar dispuestas al azar, era el resultado artístico de algunos jóvenes de la zona, sobre todo exalumnos. No me gustaban; tenían un aire siniestro. En algo se acercaban al arte contemporáneo, pero eran banales, baratas, sin ninguna fuerza. Ninguno entre el público podría definirse como amigo mío. Me sentía solo, aunque estaba Bianca y sonreía. Un pichón de paloma había entrado volando por las ventanas rotas. El gimnasio se estaba llenando. Todos, al mismo tiempo, levantamos la cabeza y vimos al pichón, y luego volvimos a lo que estábamos haciendo.
—Sentí una gota de agua —dijo Bianca.
—Es por culpa de las ventanas —respondí—. Ven, busquemos un lugar más tranquilo.
Caminamos por el gimnasio y hacía frío; las obras me seguían. Evitaba mirarlas y pensaba en otra cosa. Dentro de poco se iniciaría algún espectáculo musical, un telón de fondo para los cuadros abstractos y las fotografías monótonas y las esculturas de polietileno y cerámica. Estaba cansado, me evadía de los antiguos compañeros de escuela. En un momento, alguno de ellos me sonrió y me preguntó cómo andaba, y yo le respondí que bien. En cambio, él trabajaba como vigilante, pasaba las noches en una caseta de una empresa farmacéutica y leía revistas y estaba atento a que nadie entrara. Como dotación le habían dado una linterna, un perro entrenado y una pistola automática que no sabía usar. Esto, en resumen, era su vida hasta el momento, así que podíamos irnos de ahí y dejar de lado los elogios. Tenía la impresión de que la gente me conocía, de que el público estaba ahí por mí. Me equivocaba; la banda estaba empezando a tocar.
Estábamos en una esquina, resguardados de cualquier gota de lluvia. La banda tocaba temas instrumentales monótonos. En frente de la banda, en dos metros cuadrados, las personas bailaban y trataban de divertirse. Viejos compañeros de escuela me miraban de lejos, y yo fingía no darme cuenta y la banda tocaba un tema titulado He aprendido a peinarme como James Dean. El tema era instrumental, no tenía letra y, por lo tanto, no entendía el significado del título. Los antiguos compañeros se acercaban, sonreían. Eran cuatro, Bianca no podía saberlo. Me preguntaban sobre novedades, se preguntaban por qué había dejado de ir a la escuela. Mientras hablaba, me miraban el bigote y me lo señalaban. Querían que me enfureciera, que empezara yo. Se daban codazos y bailaban y de pronto estaban borrachos. Por fortuna, Bianca no podía verlos. Cuando le pegué al más grande, Bianca gritó y uno de ellos salió corriendo, gritándome que yo era un psicópata. Otro se me lanzó encima. El tercero agarró a Bianca por un brazo y la zarandeó y le dijo: “Tienes que tener cuidado; ese tipo está chiflado”. Me inmovilizaron y me pegaron en el rostro y en el estómago. Llegó un tipo de afuera, quizás un vigilante privado. Era flaquito, tenía una especie de porra eléctrica. No infundía temor; sin embargo, le pegó al más grande y me liberó. Después me apuntaba a mí, quería neutralizarme, y yo lo empujé y le quité la porra y empecé a dar porrazos a diestra y siniestra. Gritaba, pero la música lo cubría todo.
El más grande, desde que era pequeño, tenía facciones afiladas, de lobo en busca de su presa. Era rapado y le pegué en la cabeza y en la nariz y en los ojos. Quería que se muriera. El vigilante me pegó una patada, recuperó la porra y me descargó un corrientazo.
Perdí la conciencia por algunos minutos, y me desperté en la acera. Estábamos Bianca y yo, los demás se habían ido. Ella me acariciaba, no sabía que yo ya había abierto los ojos. La miré, sonreí mientras el viento le ondeaba el pelo. Uno de mis brazos estaba entumecido.
Los grafitis eran idénticos a los insultos de esa noche. Seguimos en la Vespa, el frío nos hace