Stalin & Bianca. Iacopo Barison
se regó por todo el barrio. Por fortuna, Bianca no vio nada.
Fui adonde el vigilante y le devolví las llaves. Estaba durmiendo. Tuve que tocar la puerta cinco minutos, y luego se abrió sola, porque estaba dañada. La casa estaba medio a oscuras. Por el suelo, el cliché de periódicos viejos y botellas vacías; la redundancia material del hombre solo. Por doquier, el olor de un insecticida de acción rápida. En el baño los insectos más resistentes volaban a media altura, y los afiches descoloridos de antiguas glorias del mundo del fútbol. El vigilante se llama Jean, porque así decidí llamarlo, como Jean Gabin. Entre ellos dos hay una semejanza confusa, que varía dependiendo de las luces o del periodo al cual se refiera. Me aclaré la voz y continué vagando por la casa, y la televisión estaba prendida, en un canal que no conozco: había una mujer semidesnuda, sentada en una caja fuerte. Estaba sentada en una habitación vacía y la caja fuerte estaba llena de billetes, y cada tanto, en la habitación encuadrada en plano medio, entraba una persona y se sentaba frente a la mujer, que era delgada y sensual y permanecía en silencio. Sobre la mesa de la cocina, residuos de almuerzo y cena consumidos de prisa, sin una verdadera valoración de esa experiencia. ¿Acaso queremos hablar de nuestra cotidianidad? Después, Jean abrió los ojos. Tenía el pelo desgreñado y una camisa vieja abierta. Yo estaba viendo la televisión. Me di cuenta de que me estaba observando, pero sabía que no me diría nada. Estaba acostumbrado a verme allí, suspendido entre una pared y la otra, y lo consideraba una circunstancia sin ningún valor, perfectamente incrustada en su rutina.
—¿Sentiste el terremoto? —le dije de repente, quitando los ojos de la televisión. Por un momento, antes de mirar a Jean, vi una grieta en el yeso del techo.
—No, estaba durmiendo. Ya averiguaré.
—¿No vas a revisar?
—¿A revisar qué?
—El estadio. O sea, si todo está bien.
—Después.
—¿Después cuándo?
—Mañana por la mañana.
Hablábamos entre los dos, es cierto, pero la mujer sentada en la caja fuerte absorbía toda nuestra concentración, nuestro cúmulo de preguntas irrelevantes y respuestas banales. Además, la irrelevancia es el presupuesto mismo de la dialéctica, su lado oscuro, y está en la base de todas las conversaciones superfluas. Deberíamos reprogramar el lenguaje, entenderlo de otra manera. Una joven entró en la habitación y se sentó frente a la mujer. Cruzó las piernas y prendió un cigarrillo y todo era silencio, inasible pero digitalmente perceptible, del televisor a nuestros cerebros defectuosos, repletos de información osmótica. Quisiera añadir algo sobre el vigilante: algunos días, las únicas palabras que pronuncia se dirigen al muchacho del restaurante chino, el de los domicilios rápidos pero siempre impuntuales, y no conozco los motivos por los cuales Jean tenga una pésima relación con el mundo externo, y, no obstante, así es. A veces, Jean no sale de casa en días enteros. Estas personas, creo, están destinadas a vivir por fuera de campo, aquellas de las cuales la televisión no habla nunca.
—La mujer semidesnuda es una artista contemporánea —dijo Jean, leyendo el texto en la parte baja de la pantalla—, y este experimento se remonta a su primer periodo de actividad.
—¿Por qué está semidesnuda?
—¿A eso lo llamamos arte?
—Quizá quiere juntar los valores fundamentales de nuestra civilización, o sea el sexo y el dinero, y las personas podrían ser una amenaza, el agente externo que quiere quitarnos todo. El tiempo, que quiere llevarse nuestra belleza.
—Lo siento, pero yo no tengo nada que restituir. Siempre he sido así, una persona sin ningún encanto.
—Te pareces a Jean Gabin, y Jean Gabin era fascinante.
—Me parezco a un Jean Gabin con problemas de hígado, que prende y apaga los reflectores de un estadio en las afueras de la ciudad. El chino, el de los domicilios, es mi principal interlocutor. Cada tanto se queda un rato, y vemos televisión juntos. Dice que en su casa no la tienen porque los chinos se oponen a la televisión. ¿Puedes creerlo? Oponerse a la televisión, quiero decir. De pronto es por eso que trabajan tanto. No tienen tiempo para perder, porque nadie ve televisión. Trabajan, trabajan y punto. Saben hacer de todo y lo hacen tan mal que les pagan poco, pero suficiente para que les paguen.
—Hoy saliste. Y hablaste conmigo. Prendiste los reflectores unas… ¿cuatro o cinco veces?
—Diez veces. Las conté. Me hace sentir bien.
—…
—¿Estamos viendo un documental o qué es esto?
—Creo que es un experimento artístico, un happening reservado para pocos. El énfasis serial de encontrarse cara a cara con una mujer semidesnuda, sentada sobre una caja fuerte llena de dinero. Las personas entran en la habitación y cada una reacciona de distinta manera. Ponle atención. Uno se puso a llorar. Otros se emocionaron. Otros hablaron solos, porque ella nunca responde. Pero todos han hecho algo. Porque estar en silencio también es hacer algo.
—¿Ese dinero será de verdad?
—Buena pregunta.
—Pero parece dinero.
—Le están hablando, mira.
Nos quedamos en silencio. Escuchamos.
—¿“La libertad es un principio de constricción”? ¿Qué quiere decir eso?
—No quiere decir nada —respondió Jean—. Nada de nada.
Puse las llaves del estadio en el sofá de Jean, para que las viera y registrara mentalmente el hecho. En nuestro barrio hay personas, ventanas cerradas con cinta pegante, postes sin luz. Las personas miran siempre hacia abajo, y van de prisa. No verán la lluvia radioactiva o el meteorito que alcanza la estratosfera, lista para transformarlo en cenizas. Hoy, por ejemplo, no han visto caer la nieve del cielo. En nuestro barrio hay tiendas cerradas, firmas en las paredes y ratones que atraviesan la calle con el semáforo relampagueante. Nuestro barrio representa el atardecer de la clase media: los ricos son siempre ricos y todos los demás miran hacia abajo, porque en el fondo es más cómodo. Jean, antes de cambiar de sofá, tenía una actividad comercial, respetaba un horario de apertura y cierre y hablaba con los clientes, contaba historias inventadas, adornadas con anécdotas de películas policiacas, como de persecuciones en automóvil y rosquillas con azúcar glaseada saturada de colorantes, y heroína que botaban por el sanitario. Todas historias imaginarias pero en un contexto verosímil, contadas por un narrador que hacía parecer que fueran reales. Conocí a Jean en la tienda de alquiler de videos, y al cabo de algunos meses nos volvimos amigos. Era su mejor cliente. Confiaba en mí, decía, y la confianza es cosa seria, que se gana con el tiempo. Un día, Jean me pidió resolver un problema complejo y me llevó a la parte trasera de su tienda. Quería hablarme.
—Esta mujer no me convence —dijo Jean.
—¿La que está sentada en la caja fuerte o la que está teniendo una crisis de pánico? —le respondí, mientras seguía pensando en la tienda de alquiler videos y en el polvo que se acumulaba en los estantes, entre las copias de películas ordenadas por género. Ese día, en la parte de atrás de su tienda, Jean me pidió que espantara a una persona, esa que se había interpuesto y arruinado su matrimonio. En ese entonces, su esposa acababa de dejarlo. Lo había insultado y herido en el alma, después tiró la puerta, sonrió y paró un taxi. Ahora estaba con un hombre más joven, un adolescente de cuarenta años que mamaba gallo y trabajaba en un gimnasio. Le explicaba a la gente cómo agarrar los aparatos, cómo respirar o cómo entrenar los músculos pélvicos. En fin, Jean fue el primero en darse cuenta, en intuir la dirección correcta.
—¿Cambio de canal?
—No —le respondí—. Oye, te parecerá una pregunta extraña, o desactualizada, pero igual tengo que hacértela. ¿Te acuerdas de la primera vez que trabajamos juntos? Me pediste que lo esperara afuera del gimnasio. Me habías dado un cuchillo.
—Bah, deja eso así. ¿Cuál es la