Stalin & Bianca. Iacopo Barison

Stalin & Bianca - Iacopo Barison


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escaleras conducen al piso subterráneo, donde garajes y polvo y tubos van apareciendo sucesivamente en la penumbra. El monstruo era invulnerable.

      Esa noche, mi mamá se despertó y vino a mi cuarto. Con aire preocupado, me hizo preguntas sobre la muchacha y sobre la intervención de los paramédicos. Me preguntó si la conocía, y yo le dije que no. Después, cuando se fue, seguí viendo Godzilla y fumando porro, y esa noche no dormí. Era verano. Tenía catorce años, y solía trastornarme y dormir poco. Era un verano insólito, bastante frío. De día, me ponía pantalones largos y buzos de un solo tono, y perseguía potenciales historias de amor. Era inconsciente, distraído, ingenuo, y maltrataba a las muchachas que me rechazaban. Yo quería tener novia, y quizá casarme con ella, pero ellas se reían de mí en la cara. Una vez, en el parque, no pude contenerme. El papá de la muchacha llamó a mi mamá y le dijo que yo era un monstruo, que había recorrido a su hija y tenía que pagar por eso. Recorrido, dijo, y yo no entendía. Qué verbo tan extraño, pensé, ¿por qué lo escogió? El monstruo era invulnerable. Menguada la rabia, pasaba los días sintiéndome culpable. Quería cambiar o bien quería que el mundo cambiara. Era solo cuestión de tiempo.

      Llego hasta el fondo del subterráneo. Golpeo una vez, dos veces. Reordeno mis ideas y espero a que él me abra. Los tubos vibran y se retuercen, y el polvo levita a ras de tierra. La puerta metálica se abre hasta la mitad, y él asoma la cabeza y me ve y me invita a seguir.

      —Te estaba esperando —me dice.

      El garaje es amplio pero repleto de muebles de madera, CD y colchones apilados. Él mira a su alrededor, levanta los hombros y rezonga con desenvoltura.

      —Era el garaje de mi tía. Se murió y yo aproveché el espacio.

      —Ok —respondo.

      —No es sino acostumbrarse.

      —Así que ahora vives aquí.

      —Sí, más o menos.

      Mientras él jugueteaba con unos audífonos (no están conectados a nada, el cable cuelga en el vacío), yo adivino sus intenciones y pronostico un escenario: no me va a pagar, así que pedirá una prórroga y jurará poder cumplirla, pero cuando yo vuelva, él repetirá la misma escena, pasada la prueba de la abstinencia y fiel al libreto. Me doy vuelta y lo veo retorcerse, presa de un espasmo muscular.

      —¿Te acuerdas de mí?

      —Claro —me dice—. Dile que no puedo pagarle, dile que tuve un problema y me hospitalizaron. Dale, tú estás viendo cómo vivo.

      —No te acuerdas de los detalles, qué despistado.

      —Tú eres… dale, porfa, no es mi culpa. Necesitaba esas drogas.

      —Crecimos en el mismo barrio. Nos hemos topado centenares de veces, nos hemos visto a los ojos, desaprobado en silencio y nunca he visto nada. No he visto ningún signo de vergüenza, ni de arrepentimiento. Tú no entiendes, no tienes ni idea de cómo me sentí.

      —Te… te estás equivocando. Yo no soy esa persona, porque yo tengo buena memoria. Vivías cerca de… —se bloquea y enfrenta el recuerdo, después continúa—… vivías cerca de mi novia, en el edificio de enfrente.

      —Bien, pero todavía se te olvida algo. Te olvidas de los detalles, y los detalles son fundamentales.

      Examino la decoración, los objetos dispersos. Me acerco a su cama, un colchón destruido, sobre una base metálica oxidada. Reprimo una oleada de náuseas y contengo la respiración. El aire es pesado, ya me había dado cuenta, pero en este punto se hace insoportable. Retrocedo, entonces evalúo la situación.

      —No tienes el dinero, ¿verdad?

      —No, ya te lo dije.

      —¿Y qué propones?

      —Dame tiempo, inventa algo.

      —Lo siento. Imposible.

      Con el pie, muevo la tapa de un escritorio carcomido de comején. Recupero una vieja maleta, y se lo lanzo encima.

      —Toma: llénalo de todo lo que tengas de valor. —En casos extremos, cuando no hay dinero, Jean acepta una permuta—. Una vez llenes la maleta, desocupas los bolsillos y me das todo lo que tengas. Todo.

      Él empieza a buscar, a revisar por todas partes. Encuentra sinfonías de Mozart y Beethoven y deja aparte Guerra y paz y otros libros empolvados. Ya sé que Jean se va a quejar, pero no tenía alternativa. En parte, por la situación, en parte, porque el garaje está al lado de los tubos del agua caliente, empiezo a rezongar y sudar y a perder la concentración.

      Él mantiene una expresión absorta, gesticula y abraza el vacío. Tiene los ojos inyectados de sangre y algunos moretones en los antebrazos y en los tobillos.

      —¿De verdad no te acuerdas de nada? —le pregunto—. Hace muchos años tú me…

      —Ay, Dios… —responde él, mientras yo estaba terminando la frase. Ahora está acurrucado en el suelo e implora y hurga en la oscuridad, explorando la zona cerca a la cama. Estira el brazo y lo mete debajo de la base de la cama, y saca unos restos grises y corroídos por los gusanos, los agita en el aire. Me tapo la nariz con la manga, para amortiguar los efluvios que emana ese cuerpo, y algunos insectos se pelean por el animal y el garaje se vuelve minúsculo y el aire irrespirable.

      —¡Saca esa rata! —le digo. Tengo calor y estoy que me vomito—. Sácala, o…

      —O qué, ¿me sacas un ojo?

      —No, eso fue un accidente, no fue intencional. Saca esa rata, así podemos…

      —No es una rata. Era mi mascota.

      —¡¿Qué?!

      —Es una zarigüeya, la compré en una tienda en el centro.

      —Sácala ya —le digo. Siento que me palpitan las venas, el cerebro está que se me sale.

      —Cálmate, hermano. No te descontroles…

      Me tiemblan las rodillas. Odio vomitar y estoy a punto de hacerlo. Lo siento, estoy perdiendo la concentración y el garaje me encierra y él parece divertirse.

      —Son mansos y hacen compañía, pero necesitan luz.

      —…

      —Están vendiendo un montón de zarigüeyas —me dice, y yo agarro la tapa del escritorio. Respiro fuerte, la arrojo en la oscuridad. Él trata de evitarlo, pero se cae al suelo y maldice y la zarigüeya se le escurre de la mano. El animal rueda hacia la cama, se adhiere al pavimento húmedo. Tengo náuseas y hace calor y a puñetazos y patadas lo saco de ahí.

      —¿Dónde estabas? —le pregunto—, ¿cuando ella se murió y la ambulancia nos despertó a todos?

      Él no entiende, está aturdido por los golpes. Quiere protegerse pero le falta fuerza. Simplemente llora y babea y espera a que yo termine.

      Después, me agacho y le desocupo los bolsillos, así que agarro la maleta y me recompongo y salgo del garaje. Afuera del edificio, el cielo vibra y aplasta el barrio, mientras yo cierro los ojos y vomito en la nieve.

      Me gustan los planos lejanos, porque le devuelven la figura humana a sus dimensiones reales, y cualquier pretensión de grandeza o superioridad física pasa a un segundo plano, aniquilada por el paisaje. El fondo sigue siendo el fondo, cuantificable dependiendo de las distintas unidades de medida, y la figura de carne y huesos y sangre se vuelve apenas un poco más que un puntico y cada acción suya tan inútil y pretenciosa; ¿cómo puedes medirte con el infinito?

      Los edificios se yerguen altísimo, sin límites, y las antenas rechinan agitadas por el viento y difunden la palabra de los satélites y de las señales de radio. Camino, hace frío, la nieve desciende en silencio y la zarigüeya necesita luz. El barrio es víctima de su miseria: postes sin luz y jeringas usadas en una paleta de grises. El tiempo ha desmantelado los almacenes y tiendas y las bancas y los centros de masaje de los orientales. Ya todos se han ido. Alguno, con cierta ironía, escribió ya vuelvo sobre el


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