Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
ante el pálido resplandor de esa Luna entre nubarrones. Para sorpresa de los Mondine–Calas, se podía divisar con claridad un grupo de personas con antorchas que se aproximaban por el camino desde Toulouse.
—Ya están aquí. – dijo asustada Julie.
Jean–Sylvain subió a los niños mientras su esposa, paralizada, observaba la turba acercarse. Ya podía escuchar las voces y el crepitar de las antorchas.
—No lo lograremos con tanto peso. – exclamó el conductor. – Hay un fuerte viento en contra y la noche está muy cerrada, tendré que marchar lento.
Pierre que llegaba agitado al camino tiró las bolsas dentro del coche y se acercó al conductor.
—Mortand, por favor tienes que sacar a mi hija y nietos de este maldito lugar de inmediato. – suplicó.
El hombre, delgado, de rostro curtido y gruesas cejas miró a Pierre serio cuando Julie interrumpió.
—Que lleve solo a los niños. – dijo desconsolada mirando a su padre y a su marido. – ¿Así cree que lo logrará? – le preguntó al hombre de la carreta.
Mortand miró hacia la ruta, la masa se movía ligero y podía distinguir algunos rostros balanceándose en el resplandor de las antorchas.
—Nos vamos ya. – sentenció definitivo.
Julie y Jean–Sylvain se acercaron a los niños sentados uno frente al otro. Julie se quitó su cadena con el dije de la cruz hugonota y se la colocó a la pequeña Colette que miraba asustada.
—No te preocupes, mañana nos reuniremos todos en Narbona. – le dijo al tiempo que besaba su frente y ocultaba el dije entre el vestido de la niña. Tomó a Hipólito de la nuca y lo trajo cerca de su hermana y los volvió a besar ya trémula en sus gestos.
Jean–Sylvain deslizó su mano derecha desde su cintura y colocó detrás de Hipólito una pequeña daga. Lo miró fijo un instante, Hipólito alzó la vista hacia las antorchas, ya estaban sobre ellos, mientras su padre lo tomaba de la cara.
—¡Adelante! – dijo Jean–Sylvain aun sosteniendo el rostro de su hijo.
El conductor dio un fuerte gritó y pronto un silbido retumbó en la noche. Los caballos relincharon y de un sacudón la carreta se puso en marcha quitando de un solo golpe las manos de Jean–Sylvain de la cara de su hijo. Otro silbido seguido de otro grito del conductor produjo un nuevo empujón que llevó a los niños a varios metros de sus padres. Colette se aferraba de su hermano y éste de la misma puerta que acababa de cerrar.
Al tercer silbido del látigo de Mortand, Hipólito vio cómo las sombras de sus padres, a efectos de las antorchas ya sobre ellos, se habían estirado invadiendo la banquina de la carretera. A los cien metros de la finca de los Mondine, el camino hacia Narbona hace un pequeño giro hacia el sureste bordeado de árboles, poco antes de llegar, el niño a través de la ventanilla trasera apenas distinguía en la oscuridad a sus padres. Creyó ver a su madre todavía observándolos y a su padre girar hacia el grupo de personas que ya estarían en el lugar.
Justo cuando el coche tomaba el recodo, las figuras eran casi imperceptibles esa noche, apenas un frente refulgente de luz que se sacudía en la oscuridad. Pero Hipólito tuvo la amarga sensación de que aquella difusa silueta que creía era su madre de pronto redujera su tamaño. Una fuerte puntada en el estómago que recorrió su torso hasta alcanzar las puntas de sus dedos lo estremeció.
—¡Arre! – gritó de nuevo Mortand y volvió a azuzar los caballos. El carruaje iba a todo galope pasando el cruce de St. Roch ahora fuera del alcance visual de la turba y la familia de los niños. Hipólito ya había hecho un par de veces este viaje con su padre, pero de día y siempre les tomaba cinco o seis horas así que calculaba llevaría, de seguro, toda la noche y se imaginaba junto a su hermana encontrándose con sus tías por la mañana. El presentimiento de que algo malo le había pasado a su madre volvía y entonces se consolaba pensando que allí también estaba su padre, un oficial de la Guardia Francesa y que todo estaría bien.
Colette lloraba sobre el regazo de su hermano que acariciaba su cabeza. El cabello se le había soltado por la fricción con el cuerpo de Hipólito y la cinta roja que lo retiraba de su rostro colgaba como un pañuelo de su cuello.
—Cálmate que por la mañana estaremos con las tías en Narbona. Ya verás. – le dijo para tranquilizarla y tranquilizarse. Echó su cuerpo contra las bolsas con ropa y con él a su hermana.
Lo que Hipólito no sabía, ni se enteraba, era que la carreta en ese momento abandonaba la ruta a Narbona para dirigirse a Montpellier.
El estruendo de un fuerte trueno lo despertó y de inmediato una copiosa lluvia comenzó a caer. El coche ya no iba a toda marcha, no hacía falta, pensó Hipólito tratando de imaginar por dónde estaban. Colette dormía plácida frente a él recostada en el asiento sobre una de las bolsas con ropa que había preparado su madre.
La difusa manchita volvía a veces más definida, de rodillas con las antorchas rodeándola. Trataba de quitar esa imagen de su cabeza y pensar en algo diferente, pero retornaba una y otra vez de pie y cayendo de rodillas. En ocasiones era sólo una silueta indefinida, pero de inmediato, en una involuntaria reconstrucción, se dibujaba el rostro de su madre y lo aterraba.
La lluvia no tardó en mermar e incluso parar por completo según pudo determinar por el ruido de esta sobre el techo del carruaje. Un suave haz de luz que se filtraba por una hendija permitía descubrir ya, no solo intuir, el cuerpo de su hermana a lo largo del asiento y girando la cabeza alcanzó a distinguir la cintura del conductor en el pescante. Hipólito no recordó cuándo había puesto las cortinas de las ventanillas, pero allí estaban, a excepción de la trasera, sobre Colette. La carreta tomó una curva y un recorte de luz se abrió en el interior sobre el lateral izquierdo del coche. La brillante Luna llena había, por fin, escapado de los nubarrones colándose de lado e iluminando toda la carretera.
Hipólito corrió un poco la cortina más cercana, los árboles se alzaban en la banquina del otro lado del camino y lo mismo ocurría del lado opuesto, estaban transitando un bosque. Recordaba un tramo así de viajes anteriores, ya habrían pasado Carcasona, pensaba, o quizás estos sean los bosques próximos a Narbona y ya no tardaría en amanecer.
Un fuerte sacudón lo sacó del sopor e hizo caer las piernas de Colette del asiento despertándola, el coche se había detenido. Hipólito giró su cuerpo sobre el asiento para observar por la ventanilla delantera que daba justo debajo del pescante. Había dos jinetes delante del carruaje en la dirección opuesta de la carretera.
—¿Qué pasa? – preguntó Colette frotándose los ojos.
Hipólito llevó su mano a la boca pidiéndole que no hablara y volvió a mirar hacia adelante justo cuando Mortand bajaba del coche.
Los hombres hablaban delante del carruaje y, por más que se esforzara, no podía descifrar qué decían. A veces reían, uno de ellos muy efusivo, a carcajadas y de tanto en tanto miraban en su dirección. Mortand tomaba los caballos de los extraños del bozal como buscando unirlos en la conversación y en un momento uno de ellos bajó de un salto. Hipólito se estremeció, dejó de mirar y giró hacia su hermana. Aquel hombre vendría hacia ellos de un momento a otro. Hubo un largo silencio entre los niños que se observaban, tampoco se oía nada en el exterior. Colette tenía sus largos cabellos revueltos y con su mano derecha apoyada en su pecho parecía agarrar el dije de su madre sin dejar de mirar a los ojos a su hermano.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить