Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
otro cuerpo. Otro cadáver debajo del primero.
Hipólito entonces extendió el cuero a un lado de la turba y junto con Pimentel, uno desde los hombros y el otro desde las piernas, levantaron el primer cuerpo y lo colocaron sobre la piel.
En la turba quedaron unos restos en estado de descomposición avanzada, pero todavía con abundantes rastros de piel.
Era una niña.
Boca arriba, los brazos a un lado con las palmas hacia el cielo como en oblación y la cavidad de sus ojos que parecía observarlo todo.
Francisco retrocedió unos metros mirando ese cuerpecito que el tiempo y la muerte habían desnudado. La impresión lo llevó a trastabillar y quedar tendido en el barro, siempre procurando no perder de vista aquel ángel caído.
Hipólito, de pie, observaba aturdido.
¿Qué había pasado en este lugar? pensaba. Ahora le parecía que quizás el otro cuerpo era, muy probablemente, una mujer.
¿Serían entonces una madre y su hija?, ¿o tal vez dos hermanas?
¿Qué pasó en este lugar?, ¿cómo murieron estas dos criaturas?
De pronto sintió la necesidad de contestar todas esas preguntas. Y que solo él, en todo este mundo, estaría interesado en ellas, en su historia.
Nadie reclamaría estos cuerpos ya despojados de identidad.
—Vamos, Pimentel, ayúdeme a colocarlo junto al otro cuerpo en el cuero. – dijo decidido.
Instalaron los dos cuerpos allí, luego todos juntos lo levantaron y lo colocaron sobre la chata. Llévelos a la casa del doctor O ‘Gorman. – le encomendó a Pimentel. – ¿Sabe dónde es?
Francisco vaciló.
—Tenemos que ir a sumarnos a la defensa en el puente, señor Hipólito. – interpeló el joven.
—Pimentel, le ordeno que lleve estos cuerpos a lo del doctor Miguel O ‘Gorman. Esa es la misión que le he encomendado para ejecutar de inmediato. – le respondió grave acercándose.
Francisco enderezó su cuerpo y levantó solemne el mentón.
—¡Si señor! – casi como cuadrándose.
Había varias piezas de artillería apostadas en la margen norte del Riachuelo. El puente estaba destruido y se podía ver a los ingleses del otro lado.
La pulpería de Juan Gutiérrez Gálvez y la pequeña capilla seguían de pie. Soldados y vecinos se apostaban detrás de árboles, cercos y entre las embarcaciones de la orilla.
Era imposible vadear el río a esta altura del año, pero, para sorpresa de Hipólito, en la margen sur había embarcaciones varias varadas al alcance del invasor.
En ese instante pudo ver cómo los ingleses pretendían forzar el paso en la otra orilla bajando piezas de artillería y entonces los cañones españoles rompieron fuego.
Durante varios minutos la artillería y los mosquetes dieron fuego sin cesar, pero sin dirección. Apenas hicieron daño.
Hipólito dejó su zaino a resguardo en un pequeño monte lejos del alcance de los obuses y pistola en mano corrió hacia la tercera línea defensiva que se había delineado en caso de que el invasor alcanzase el Riachuelo.
Se apostó echado sobre un tronco, uno de varios, de un eucalipto que habían talado para la ocasión. De allí pudo ver cómo la artillería, sin respiro y sin tino, agotaba sus municiones y los cañones eran abandonados.
—El general inglés se rendirá de inmediato cuando vea esa pistola, inspector. – escuchó de repente detrás suyo.
Diego Arauz se aproximaba a su posición junto con otro vecino, José Nazar.
Hipólito sonrió.
—Bueno, es claro que nuestros cañones no impedirán su avance así que aquí lo esperaré a hierro y fuego. – contestó tocando su espada, todavía sin desenvainar y alzando su pistola.
—¡Excelente! – exclamó Arauz – Porque nuestros mosquetes no funcionan.
Un sentimiento de frustración se apoderó de Hipólito justo cuando la copa de un eucalipto cercano era destrozada por un obús. El fuego enemigo había comenzado.
Se echaron, mirando el cielo, detrás del tronco, apostando que ningún disparo de artillería los alcanzase. A los lados corrían despavoridos, en dirección a la ciudad, soldados y vecinos.
Unas gotas repicaron en el ala del sombrero de Arauz, volvía a llover y los truenos se fundían a veces con las explosiones de los disparos.
A su alrededor todo era barro, terror y gritos.
No recordaba otra cosa en su vida más que eso, barro, terror y gritos. El espanto lo perseguía desde niño, le resultaba hasta familiar el horror. Sabía muy bien cómo moverse y responder en ese ámbito hostil y sanguinario.
Pronto los disparos y gritos se trastocaron en chapuzones y voces.
Los ingleses habían cruzado el río.
iv
París, julio 1789
Los soldados se movían ese mediodía iluminados por un fuerte sol de verano ya en su cenit. Jean–Sylvain, paseándose a lo largo de su compañía de la Guardia Francesa, miraba ansioso hacia la fachada norte de la Escuela Militar.
Una tensa quietud iba propagándose por toda la explanada del Campo de Marte, cortada por el intermitente bufar de los corceles, las voces indistintas de las tropas y el sonido a bombo de las tiendas de campaña sacudidas por una brisa fluctuante que cruzaba el llano.
La ribera del Sena se recortaba frente a la entrada del campo dejando unas breves lenguas de agua frecuentadas por patos y cisnes. Un paseo muy animado por jóvenes con clase, sin embargo, hoy no había nadie alimentado las aves y caminando en la rambla.
El hambre había golpeado las puertas de la ciudad y ahora un caos total reinaba en las calles.
Momentos antes el Barón de Besenval, comandante militar de la guarnición, había preguntado a todos los oficiales disponibles si sus soldados marcharían en contra de los amotinados esa mañana. Unánime respondieron que no.
Pero Jean–Sylvain seguía inquieto, entre sus filas muchos rostros atribulados manifestaban también hambre, habían elegido estar ahí para sortearlo pero, sin embargo, apenas llegaban a un plato diario de comida.
Lo que se discutía esos días en las calles de París también les incumbía y lo que resultase de ello no podía encontrarlos varados aquí en el Campo de Marte.
Resuelto se dirigió entonces a su tropa.
—¡Soldados! La guardia y ninguna otra milicia hoy aquí presente tiene ya autoridad alguna que imponer en la calle. – un profundo silencio de intriga conquistó la incertidumbre de aquella mañana.
—Se muy bien que muchos de ustedes reprueban la actitud indolente y perezosa de muchos oficiales – dijo afligido – … No los juzgo – agregó incólume y sentido luego de una pausa.
Jean–Sylvain iba y venía delante la compañía. En los días previos la misma Guardia Francesa había renunciado a defender los puestos de entrada de la ciudad cuando una muchedumbre enardecida se comenzó a manifestar. Esa misma mañana la turba había logrado obtener las armas del Hotel de Los Inválidos, a pocos metros de donde se encontraban, y entonces la protesta se había transformado en conflicto.
De una bondad y sensibilidad singular, Jean–Sylvain siempre pensaba que había desaprovechado su vida, nunca se sentía completo. Ni siquiera haber participado en la última batalla de la guerra de independencia en Norteamérica pudo pacificar ese arrebato instintivo de libertad de su espíritu, que, como una tormenta de afán, lo azotaba desde joven.
Ahora en las calles de París, parecía, se