Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
ciudad tenían sus calles más desdibujadas y con la intensa lluvia los arroyos que las surcaban, llevando agua hacia el río, anegaban grandes espacios.
Luego de vadear uno de ellos, siempre en línea recta hacia el sur por la calle San Miguel, alcanzaron la quinta de Tolosa identificable por su casa con tejas y dos eucaliptos delante de ella. La rodearon hasta que vieron dos personas junto a una noria como a veinte metros de la casa. A ellos se acercaron.
—¡Ave maría! – saludó desde el caballo Hipólito.
Los dos individuos que estaban apostados sobre unos trastos al reparo de una chata se dieron vuelta hacia los visitantes. – ¡Sin pecao!
—Inspector de dragones Mondine. – se presentó Hipólito desde el caballo. – Me han informado que anoche encontraron un cuerpo por aquí.
Los dos hombres se miraron como extrañados.
—¿Un muerto dice usted? No sabemos nada de eso. – replicó uno de ellos asombrado mientras se acercaba. – Manuel Moreno a sus órdenes.
—Zamudio. – dijo el otro hombre.
Hipólito y Pimentel se apearon de sus caballos.
—¿No estuvieron ustedes aquí anoche? – preguntó Hipólito.
—Yo estuve ayer temprano por la tarde con órdenes de zanjear y preparar el lugar para poder apostarse aquí en caso de que los ingleses crucen el Riachuelo.
Hipólito hizo un gesto como de incomprensión.
—¿Quién dio esa orden? Si los ingleses cruzan el Riachuelo ya no hay mucho más que hacer que dar batallas en las calles y no creo que eso alcance tampoco. ¿Acaso van a apostar hombres a lo largo del arroyo? – dijo incrédulo y acotó. – ¿Quién los reemplazó o a quién más vio ayer antes de retirarse?
—Había un muchacho que no conozco�
—Mi hermano. – interrumpió Pimentel.
—� y estaba también el dueño de la quinta, el señor Tolosa. – continuó Moreno.
Dicho esto último Hipólito miró hacia la casa de la quinta.
—Vaya atando los caballos, Pimentel, voy a ver si encuentro a Tolosa.
La casa parecía una construcción nueva, sólida, con ventanas enrejadas y rodeada de una ligustrina. Se podía intuir al menos cinco habitaciones por la cantidad de ventanas en los laterales. Ofrecía por el fondo un acceso al patio, donde se veía un aljibe, pero Hipólito prefirió hacer una visita formal por el frente de la casa.
La fachada era austera y de composición muy simple, de frente blanco y apaisado que solo se veía interrumpido por unas modestas pilastras. Era curiosa esa casa, propia de una vivienda más del centro de la ciudad que de los arrabales.
Hipólito procuró golpear fuerte en esa robusta puerta de entrada con tableros salientes de distintas formas que ya conocía de muchas casas nuevas en la ciudad.
Recién luego de un rato y una segunda tanda de golpes, escuchó el ruido de un pasador y la puerta se abrió. Un hombre de unos cincuenta y tantos años, de bigote y abundante cabellera estaba frente a él.
—Buenos días, inspector de dragones Hipólito Mondine. – se presentó como de costumbre.
El hombre ya vestido con pantalones anchos, botas y poniéndose el sombrero le contestó:
—Buenos días, Epifanio Tolosa. – y sin mediar pausa – Ya sé por qué vino; venga, sígame.
El hombre pasó delante de Hipólito en dirección a la vieja noria donde encontraba el resto.
—Ayer antes de anochecer justo cuando la lluvia había cesado me puse junto con otro joven a elevar el margen del nacimiento del Tercero próximo a la noria. – comenzó Tolosa a contar mientras caminaban. – El pozo de esa noria ha estado tapado, por lo menos, desde que compré la quinta hace cinco años. – Hizo una pausa y mirando a Hipólito mientras continuaban caminando agregó:
—Pienso que las lluvias de los últimos días han aflojado la tierra, bastante arcillosa por cierto, que cubría el pozo y sumado a la creciente del arroyo ha empujado al exterior el cuerpo...
Hipólito escuchó esto último sorprendido, entonces interrumpió:
—Disculpe, ¿dice usted que el cuerpo estaba dentro del pozo y fue expulsado al exterior? – duda sobre este razonamiento y continúa – Debería llevar entonces más de cinco años muerto, según su teoría.
—Es mi impresión, pero ya verá usted. Del cuerpo solo pude ver un brazo, está todo cubierto de grava, barro y plantas. No quise tocar nada. Lo vimos y dejamos de trabajar de inmediato. – contestó Tolosa ya casi llegando al grupo. – El joven que estaba conmigo de apellido Pimentel me dijo que él se iba a encargar de dar aviso. Que conocía a alguien.
—¡Es mi hermano! – replicó Francisco que alcanzó a escuchar lo último y dedujo que hablaban de Pedro.
Rodearon la noria, que de la misma solo quedaba la construcción de piedras que la cercaba y en la cual alguna vez calzó la rueda y el eje. Del lado opuesto al barrial producido por el desborde del arroyo se le sumaba un cúmulo de grava que llegaba al borde de la noria que no tenía más que unos centímetros de altura. Toda la estructura se había hundido con el paso de los años dejando expuesto el pozo, no muy profundo, que parecía había estado tapado de tierra.
Tolosa se detuvo y le señaló al inspector la grava. Hipólito pasó por detrás de Epifanio y Francisco, se acercó al montículo y fue entonces cuando lo vio.
Un brazo muy delgado y huesudo asomaba entre la tierra, la grava y unas plantas como esas del sueño que más temprano le impedían correr en el bosque.
Era evidente que no era una muerte reciente, el brazo todavía conservaba piel, pero lucía como de cera. Se trataba de un cadáver.
Por la disposición de la palma de la mano Hipólito infirió que ese era el brazo derecho y que el cuerpo estaba boca abajo. Pidió entonces una pala para poder remover la tierra y dejar expuesto todo el cuerpo.
Con mucho cuidado fue quitando la grava, primero aparecieron unas piernas que también lucían como enjabonadas, luego la espalda y la cabeza. Era un indio joven o una mujer, pensó Hipólito, por la larga cabellera y la contextura física menuda.
Mientras, imaginaba que quizás el cuerpo había sido tirado en este pozo. Que a continuación fue tapado con tierra y grava, y que, con las lluvias de los últimos días, el arroyo, que se originaba en ese lugar de las napas desde donde alguna vez esta noria obtenía el agua, había producido alguna clase de reflujo empujando el ya blando relleno de la perforación, lo que terminó expulsando el cuerpo tal como estaba allí abajo.
De a poco fue quedando expuesto por completo. Como había supuesto, estaba boca abajo con el brazo derecho extendido y el otro brazo cerrado por debajo.
—Pimentel, acondicione la chata para colocarlo ahí. – ordenó el inspector y agregó: – Tolosa, ¿tiene usted un cuero de vaca?
El dueño de la quinta asintió, pidió la asistencia de Zamudio y se dirigieron hacia la casa.
—Si se lleva la chata ¿dónde nos vamos a apostar? – preguntó Moreno mientras miraba como Francisco tiraba de las varas de la chata para sacarla del barro.
Hipólito lo miró colmado.
—Escuche, en estos momentos los ingleses están marchando hacia el puente de Gálvez. Si cruzan el Riachuelo, ¿cree que ustedes dos apostados acá en este barrial inmundo podrán detener su marcha? – y agregó – Si quiere defender la ciudad lo invito a que me acompañe en un rato al puente de Gálvez, estaré encantado de pelear a su lado... mientras tanto ayude a Pimentel con la chata.
En un santiamén Moreno se puso a tirar de la vara junto a Francisco.
Tolosa trajo un enorme cuero de vaca, Hipólito buscó pasarlo