Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
si hay historia más sórdida que la de este miserable y vetusto continente. Siglos y siglos de reyes, emperadores, obispos… que, con las excusas de traiciones, trampas y sospechas han llevado siempre al pueblo al hambre, a la miseria, a la muerte. Europa no tiene arreglo. Y todavía falta mucha sangre correr en estas tierras para conseguir siempre el mismo resultado, el sometimiento del pueblo ante un poder invariablemente ajeno.
Jean–Sylvain desde el banco miraba a su suegro. Un hombre que había sido acusado junto a su padre y madre de haber asesinado a su hermano mayor por el absurdo hecho de haber elegido otra religión. Un hombre que, además de perder un hermano, había visto a su padre morir torturado y a su madre marchitarse de una pena inconmensurable, peor que la muerte misma, en el derrotero más cruel que se pueda imaginar para un ser humano. Todo, además, en el tortuoso marco de su ciudad, de su gente.
—Pero no crees que ahora es diferente. – replicó vacilante Jean–Sylvain. – Que el pueblo está intentando tomar el control.
Pierre hizo una mueca de sorna y sonrió.
—¿Qué pueblo?, ¿el que apedreó a mi padre en su aflicción?, ¿el que enmudeció y fue a esconderse a sus cuevas cuando el viejo agonizando en la silla los perdonó? ¿De qué pueblo me hablas Jean? – inquirió indignado. – ¿Qué control puede tomar esa chusma?.. Ninguno. Una masa ignorante, cobarde y egoísta, despojada de toda empatía, manipulable con facilidad por quienes ejercen el verdadero control, que recién cuando le toca padecer hambre sale a la calle a destrozarlo todo y derrocar reyes para luego como cucarachas retornar al abrigo de sus cuevas y volver a juzgar impúdicamente a su vecino. No Jean, con ese pueblo no puedes esperar nada nuevo y menos, bueno.
Jean–Sylvain recordó el pavor de aquella jovencita que protegió de la turba en la Bastilla. Cómo gritaba en medio de la destrucción su exiguo captor en el patio de la fortaleza. En efecto, era la hija del alcalde de la Bastilla, el marqués de Launay. La joven recostada sobre el regazo del oficial en un rincón de aquella guarnición en llamas, entre sollozos, pudo ver a su padre caminar por el puente y la muchedumbre abalanzarse sobre él. Horas más tarde su cabeza en una pica fue alzada como trofeo por las calles del jardín de las Tullerías.
—Sólo los hombres ilustres como Voltaire, Montesquieu o Diderot albergan alguna esperanza. – reflexionó Pierre todavía de pie bajo la galería. – América acaba de ser fundada bajo esos ideales, incluso han elegido un presidente, los niños podrán estudiar buscando también esa erudición, esa claridad de pensamiento que permita guiar al pueblo de manera adecuada. Son esos hombres los que de verdad cambian la historia, Jean.
Pierre volvió a sentarse en el banco al lado de Jean–Sylvain. Los niños continuaban caminando bajo los robles escuchando el canto del agateador.
Un sol rojo gigante cruzado por unas franjas bordó temblaba apoyado sobre las siluetas de la ciudad contrastando, hacia el este, con la negrura del ocaso de aquel día.
Una brisa fresca que inundaba la galería y un coro de ranas que parecía no tener silencios eran el preámbulo de una tormenta que se avizoraba en unos espesos nimbos en dirección a Carcasona.
En la mesa, el cucharón de Julie se hundía en la velouté y al vencer la tensión superficial creaba un torbellino viscoso de verduras para resurgir de inmediato chorreante y sedoso directo sobre los filetes de pollo y las batatas.
—Hoy hemos visto esa ave que canta tan lindo. – comentó alegre Colette. – ¿Cómo era que se llamaba, Hipólito?
—Agateador. – respondió su hermano mientras abría al medio una hogaza de pan. – Frecuentan los robles a la vera del camino.
—Las aves no son mezquinas. – agregó la niña presumida mirando cómplice a Hipólito.
—¿Ah no? ¿Y tú cómo lo sabes? – preguntó Julie.
Colette dejó sus cubiertos a un lado, volvió a mirar a Hipólito que estaba absorto en su plato y respondió.
—Bueno, porque los pájaros cantan para llamar a otro pájaro cuando encuentran comida y así compartirla. – Colette suspiró y continuó su relato – Mientras veíamos al ave picotear en el tronco a veces levantaba su cabeza y entonces hacía ti–ti–tí––teroi–ti–tít. – replicando al agateador. – Y volvía a picotear buscando los bichitos. – hizo una pausa para tomar aire y luego – ti–ti–tí––teroi–ti–tít mientras movía su cabeza para los lados. – Julie miró con ternura a su hija y a continuación a su marido.
—Y fue entonces cuando llegó otro agateador y se posó a su lado. – agregó con tono de fascinación.
Colette miraba a sus padres con una mueca pícara y sus largos rizos cayéndole abultados sobre sus hombros. Julie se levantó, fue detrás de su hija y con un rápido movimiento recogió su cabello y deslizó una cinta roja sobre su cabeza. Y así descubrió un tercio de su rostro que permanecía oculto entre el flequillo que, libre, se apoyaba sobre las cejas y el cabello que tendía a cerrarse sobre sus pómulos.
De regreso a su lugar, Julie la miró conforme y de reojo a Jean–Sylvain que sonreía.
—Es lo que me dijo Hipólito – agregó Colette retomando su relato.
Hipólito, sumido en su plato, levantó la cabeza y miró al resto de los comensales cuando creyó escuchar su nombre.
—¿Qué pasó? ¿Qué dije yo? – respondió confundido.
En ese preciso instante se abrió la puerta del comedor de un golpe dejando entrar una fuerte ráfaga de aire fresco sobresaltando a todos en la mesa.
—¡Tienen que partir ya para Narbona! – dijo Pierre muy exaltado ingresando a la vivienda.
Jean–Sylvain se levantó de inmediato y se acercó a su suegro que evidenciaba una fuerte agitación.
—¿Qué pasa Pierre? ¿qué es lo que ocurre? – preguntó.
Pierre buscando recuperarse para hablar más sereno apoyó su mano sobre el hombro de Jean–Sylvain.
—En la plaza del puente se ha reunido un grupo de vecinos liderados por Jacques Perpin. Saben que tu estas aquí y que representas al rey. – Tomó una gran bocanada de aire y continuó – De alguna forma se enteraron de que planeábamos marcharnos de la ciudad� he traído conmigo el coche para que partan de inmediato.
—Yo no represento a ningún rey, al contrario. – replicó Jean–Sylvain perplejo por lo precipitado de la situación.
—Ellos no lo saben y si lo supieran creo que tampoco les interesaría. Buscarían alguna otra excusa para hostigarnos. Es por mí, por mi familia Jean, no por ti. Julie y los niños deben partir ya.
Sin medir más preguntas, Julie se levantó de la mesa y reunió a los niños. Entendía muy bien de qué iba esto, Perpin era un destacado comerciante y ferviente católico, líder del escarnio público a su abuelo cuando ocurrió la muerte de Marc–Antoine.
Luego del fallo del rey a favor de los Calas, que expuso la parcialidad de los magistrados y el obispo en la primera sentencia que culminó con la tortura y ejecución de Jean Calas, los católicos más fervientes de la ciudad hostigaron a otras familias protestantes que de a poco fueron migrando hacia el sur. Siempre evitaron acosar a los Calas, pero, a su vez, los fueron aislando.
Ahora Jacques Perpin encontraba en Jean–Sylvain y la revolución una excusa perfecta para arremeter contra los Calas.
Julie, que ya tenía preparada una bolsa con ropa de los niños, se la alcanzó a su padre, tomó a sus hijos de la mano y se dirigió a la salida.
—Vamos, que no pase un minuto más. – dijo severa.
Pierre siguió a su hija saliendo de la cocina hacia el corredor del patio, la noche ya había ganado el cielo que de a poco se encapotaba haciéndola más cerrada. Apurados cruzaron la alberca, rodearon el terraplén y se dirigieron hacia los encinos.
Cruzando los robles