Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello

Hipólito Nueva Arcadia - Demian Panello


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desde hacía algunos años.

      —Permiso. – dijo Francisco quitándose la gorra al entrar y portando una canastita.

      —Deme el poncho, la camisa y el pantalón que hay que secarlos. – le ordenó Hipólito.

      El joven acató de inmediato, quedando en ropa interior con la gorra en la mano.

      Todavía no había amanecido y afuera continuaba el aguacero.

      —Mi madre le envía unas tortas fritas, señor Hipólito.

      —Arrímese al fogón, Pimentel. – dijo Hipólito que siempre lo nombraba por su apellido.

      Acercaron unas sillas al fogón, la ropa colgaba a un lado al calor de las llamas. Hipólito colocó una caldera de hierro en la parrilla y de la alacena tomó un depósito de cerámica con yerba mate.

      —Hágale llegar mi agradecimiento a su madre. – dijo mientras batía el mate.

      Pimentel, sentado, todavía con la gorra en la mano sobre sus piernas, asintió.

      Desde hacía un año pasaba mucho tiempo con Hipólito, acompañándolo en sus tareas como inspector, figura creada por el virrey para ocuparse de forma exclusiva de los actos de delincuencia local. Francisco esperaba contar con experiencia y el padrinazgo del inspector para reclutarse como cadete del regimiento de dragones, tal como había ocurrido con Hipólito en el pasado.

      —Lo veo preocupado, Pimentel. – dijo Hipólito mientras probaba la temperatura del agua echando un chorrito sobre su mano.

      Francisco, vacilante, frotaba la gorra de cuero de liebre sobre sus piernas mientras miraba de reojo el uniforme de oficial de dragones que colgaba en la pared.

      —¿Por qué nunca usa ese uniforme? – interrogó el joven.

      Hipólito echó un vistazo al atuendo mientras sorbía el mate, su vista se perdió un instante más allá de aquella chaqueta amarilla con bordados rojos. La indumentaria militar le recordaba a su padre.

      —Los uniformes son muy vistosos pero la gente se intimida con ellos y yo necesito que me cuenten cosas, que me digan qué saben de alguien o de algo. – replicó – Lo visto cuando voy a ver al capitán u otro superior.

      Pimentel lo miraba extrañado, ¡cómo no vestir todo el día esa chaqueta!, no lo podía entender. Y se imaginó cómo sería si él vistiera una. Caminaría erguido por la Recova entre los puestos, tomaría Santísima Trinidad o San José donde estaban las casas más lujosas, los vecinos lo saludarían, las jóvenes de peineta y mantilla lo mirarían y sonreirían. Asistiría a reuniones de la compañía donde se delinearían planes de combate y también a las tertulias en las casas de los Anchorena o de los Alzaga, donde volvería a ver, con más confianza, a las jóvenes de peineta y mantilla.

      Y en esos casos donde el enemigo acechara, con espada y pistola los enfrentaría en el campo de batalla, hombro a hombro con otros camaradas.

      —¿Quiere probárselo Pimentel? – dijo Hipólito sacando al joven del sopor.

      A Francisco se le iluminó el rostro.

      —¿En serio, me permite?

      —Adelante cadete.

      El joven se levantó de un salto, dejó su gorra en la mesa y descolgó la chaqueta. Pasó un brazo, luego el otro, la ciñó a su cuerpo, le quedaba un poco grande, levantó su mentón por sobre el alto cuello rojo y mirando altanero a los costados localizó el sombrero bicornio.

      Hipólito observaba recostado sobre su silla a Pimentel, ahí estaba, en el centro de la habitación, se paseaba de acá para allá luciendo orgulloso su chaqueta y bicornio… en chiripá... no pudo contener la carcajada.

      Francisco se detuvo y se sonrojó, cabizbajo se quitó la chaqueta, la volvió a colgar en el perchero y lo mismo hizo con el sombrero bicornio.

      —Venga, vamos que no es para tanto, tómese un mate. – lo alentó Hipólito. – Yo también alguna vez soñé con vestir uniformes.

      El joven se sentó algo avergonzado y vacilante mirando al piso.

      —Deberíamos ir ya a lo de Gálvez a sumarnos a la defensa. – dijo Pimentel buscando sonar más serio.

      —¿Qué apuro hay? El puente fue incendiado ayer y con esta lluvia el Riachuelo debe haber crecido. Me pregunto cómo harán para vadearlo los ingleses. – contestó mientras le alcanzaba un mate.

      —Dicen que son muchos los ingleses. – dijo el joven preocupado.

      —Alrededor de mil quinientos según el pardo Juan Clemente que trabaja en la quinta de Santa Coloma� ¿Cuántos vecinos tiene la ciudad?, ¿cuarenta mil? – con confianza – Lo que me preocupa no es el número sino lo bien armados que estén.

      —Quizás lo vadeen río arriba. – comentó conspicuo Francisco.

      Hipólito sonrió, le agradaba el joven, le recordaba a él mismo diez años antes.

      —Tienen dos maneras de cruzar el Riachuelo. O lo hacen por lo de Gálvez, el puente ha sido incendiado así que eso no es una posibilidad, o lo vadean a la altura de la boca del Trajinista, aunque a esto tampoco lo veo probable porque la sudestada debe haber inundado la isla.

      —De todas formas, si llegasen a cruzar, el virrey también ordenó apostar hombres sobre el Tercero del Sud. – dijo Francisco y a continuación agregó. – Ah, me olvidaba, mi hermano estuvo haciendo unos trabajos en la quinta de Tolosa, junto con otros estuvieron colocando bolsas, cacharros y cavando. Haciendo lugar para apostarse ahí en el inicio del arroyo y me dijo, anoche cuando llegó a casa, que mientras zanjeaban encontraron un muerto. Se llevaron un susto bárbaro. – contó mientras se reía.

      Hipólito, que estaba avivando las brasas del fogón, se sorprendió con esto último que relataba el joven.

      —¿Cómo que encontraron un muerto? ¿Lo llevaron al Cabildo? Alguien podría estar buscando a esa persona.

      —No, era tarde, ya de noche. – replicó entonces vacilante Francisco.

      —Vamos de inmediato a esa quinta a ver de quién se trata y mandarlo en una carreta al Cabildo por si alguien lo reclama. – y agregó más enérgico – Estas cosas son las primeras que me debe contar, Pimentel.

      —Bueno, pero como tenemos ordenes de ir a lo de Gálvez no pensé� – dijo titubeante el joven cuando Hipólito lo interrumpió enojado.

      —No hay que pensar mucho esto, Pimentel. – e hizo una pausa – Mi trabajo y por ende el suyo también es atender, antes que nada, antes que a cualquier invasor inglés, los asuntos de la ciudad. Hay todo un ejército y miles de vecinos para ocuparse de los ingleses, pero solo estamos usted y yo para ocuparnos de un asalto, de una riña, de un crimen y de un cuerpo flotando en los Terceros. ¿Me entendió Pimentel?

      —¡Si señor! – respondió mientras se ponía de pie en posición firme, semidesnudo, frente al inspector Mondine, también semidesnudo pero sentado junto al fogón.

      Hipólito sonrió y con un gesto replicó. – Vístase, su ropa ya está seca y parece que la lluvia ha amainado.

      Un largo pasillo conducía a la calle, mediado por un amplio patio con una higuera en el centro. La casa principal era de la familia Escalada de larga tradición en la ciudad. José Escalada era un comerciante que contaba con almacenes de ramos generales en Buenos Aires y en Córdoba, amasando una fortuna considerable con el paso de los años.

      Se estaba insinuando el alba y había dejado de llover, pero la calle era un barrial, corría mucha agua hacia el este en sentido al río. Todas esas calles del centro de la ciudad tenían una pendiente natural al estar asentado el casco de esta en una loma, eso permitía escurrir un poco el agua luego de la lluvia.

      Hipólito y Francisco, montados en sus caballos, bajaron por Rosario hasta San Miguel y desde allí hacia el sur, pasando por la plaza de La Concepción y la parroquia del mismo nombre. A medida que


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