Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello

Hipólito Nueva Arcadia - Demian Panello


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del corredor posterior de la casa que ofrecía una vista panorámica de todo el parque.

      Vio a su hijo Hipólito y los demás niños correr con el aro por los senderos del jardín y detenerse al pie del terraplén donde las dos niñas del grupo los esperaban, entonces cantaban:

       La tour, prends garde

       De te laisser abattre.

       Nous n’avons garde

       De nous laisser abattre.

       J’irai me plaindre

       Au duc de Bourbon.

      Tenía su edad cuando fue testigo, junto a su madre en el parlamento, de la condena de su abuelo Jean Calas. Apenas recordaba ese momento, pero los años subsiguientes fueron dándole forma a las desfiguradas imágenes del pasado y completando su memoria.

      El suplicio de su abuelo, no sólo haciendo testigo a Dios de su inocencia, sino que, además perdonando en la agonía a sus ejecutores, cambiaría la suerte de los restantes acusados, en particular su abuela y su padre Pierre.

      Su hijo se apartó un momento del grupo y corrió hacia ella. Julie lo abrazó y acarició su cabeza mientras el niño se apoyaba en su regazo.

      Hipólito besó el vientre de su madre.

      —Madre, ¿cómo se llamará el niño? – dijo sonriendo como sabiendo la respuesta y el curso de un dialogo ya repetido.

      —Si es niño, Jean.

      —Como el gran abuelo. – replicó con sus ojos bien abiertos y sus cabellos revueltos.

      —Sí, como el gran abuelo.

      —¿Y si es niña?

      Julie suspiró, sonrió y con el dedo índice le tocó la nariz a Hipólito.

      —¡Será la pícara Colette!

      Hipólito volvió a besar el vientre de su madre y entonces una voz retumbó desde el fondo de la galería.

      —¡Capitán Mondine preséntese ante su superior!

      Su padre, Jean–Sylvain Mondine, se hallaba al final del corredor.

      Miembro de la Guardia Escocesa, pasaba grandes temporadas fuera de casa en servicio del rey. Jean–Sylvain era integrante de un muy reducido grupo llamado Guardia de la Manga que custodiaban al rey de forma tan cercana que su presencia tocaba las mangas del monarca.

      Era un hombre alto, de contextura física atlética y porte elegante, sus maneras eran delicadas y estaba dotado de un gran conocimiento general. Calzado con el uniforme de la Guardia de la Manga, casaca roja bordada en oro blanco, lucía como un príncipe.

      El pequeño Hipólito se colgó de los brazos de su padre que dejó caer su sombrero. Para el niño era trepar una montaña, montar un coloso. Desde la altura indicó el rumbo hacia su madre que el titán real no tardó en acatar.

      No menos entusiasmo reveló Julie al recibir a su marido luego de tres largos meses fuera del hogar. Aunque el rol de guardia real era siempre preferible a cualquier otro militar, en un mundo donde la presencia francesa se podía encontrar en todos los continentes enfrentando las más duras y peligrosas campañas, la guardia real rara vez entraba en acción, el rey poco se movía de su trono en París.

      Jean–Sylvain se arrodilló frente a Julie que permaneció sentada. Su altura era tan importante que incluso en esa postura quedaba al mismo nivel que su esposa. Se fundieron en un prolongado beso mientras el pequeño Hipólito los observaba de pie con un semblante de inmensa alegría por la reunión de sus padres.

      Él la tomaba con ternura de ambos lados de la cara y la contemplaba un instante para luego volver a besar sus labios. Repitió ese rito dos veces hasta que besó su frente, se incorporó y se sentó a su lado.

      Ambos observaron a su hijo de pie frente a ellos. Sonrieron. Entonces el niño se abalanzó y los abrazó.

      —Los quiero mucho – dijo Hipólito, mientras besaba en las mejillas a sus padres.

      —Nosotros también Hipólito, nosotros también. – replicó su madre. – Anda, ve a jugar con tus amigos, te están esperando.

      El pequeño soltó a sus padres, les dejó una última sonrisa en su rosada cara poblada de diminutas pecas y corrió hacia el terraplén donde el grupo festejó su regreso.

      Hipólito, al igual que su madre, tenía una piel rosada y su cabello también era propio de un tono rojizo, dependiendo la temporada del año este se aclaraba y era más evidente. Lo mismo pasaba con sus pecas, que a partir de primavera parecían florecer en sus pómulos. De su padre heredaba el físico, era un niño de cinco años alto y naturalmente fuerte. Siempre andaba trepándose en los árboles, saltando entre las rocas cruzando los caudalosos arroyos afluentes del Garona y jugando rudos juegos físicos aún con niños más grandes que él.

      Julie de cabellos rojizos era delgada y lucía frágil. En su rostro, tallado con suaves líneas que marcaban sus mejillas siempre teñidas por una rosácea estacional, su pequeña nariz parecía dibujada y sus delgados labios eran apenas una agradable fisura.

      De piel casi transparente, el dije de plata de una cruz hugonota, que vestía de niña, sobresalía recostado ya sobre el comienzo de la hendidura de sus pechos, más voluptuosos de lo normal a efectos de su embarazo.

      Su abuela se la había regalado pocos años después de la muerte de su abuelo. Aquellos que llevaban la cruz hugonota, símbolo protestante calvinista, eran portadores orgullosos del legado divino de muchos mártires perseguidos y torturados. Jean Calas era uno de ellos.

      —¿Cuándo retornas al servicio? – preguntó Pierre sentado en la mesa de la cocina mientras cortaba un trozo de queso.

      Jean–Sylvain, frente a él, miró dubitativo primero a Hipólito sentado en un extremo y luego a su esposa en el otro. La pregunta de su suegro daba en el corazón de una contrariedad que venía mortificándolo desde hacía un tiempo.

      Entonces dirigiéndose a Julie un tanto taciturno dijo:

      —Eh... mi intención era comentarte esto más tarde cuando estemos solos. – hizo una pausa, miró a Pierre y de nuevo a su esposa. – En una semana tengo que partir a Toulon, de allí me embarcaré con destino a América. – Julie lo miró perpleja y apesadumbrada.

      —¿Cómo que partes a América? En un mes nace tu hijo. – le reprochó.

      El hombre la miró con culpa y estiró su mano para alcanzar la de ella.

      —Escúchame, sabes que hace algunos años han reducido el grupo de la guardia, no sé cuánto tiempo más habrá presupuesto para mantenerlo, además pueden cubrirlo con la misma Guardia Escocesa.

      Hizo una pausa y continuó explicando su decisión.

      —Elegí de joven la carrera militar y de inmediato ingresé a esa guardia de elite que acompaña al rey. Pero lo cierto es que nunca he tenido la oportunidad de entrar en acción.

      Esto último molestó a Julie.

      —¿Y justo ahora que va a nacer tu hijo te marchas a un destino incierto? – dijo con una voz temblorosa.

      Jean–Sylvain la miró con ternura y retomó su explicación.

      —En América los colonos declararon su independencia y buscan expulsar...

      —¡Eso ya lo sé! – interrumpió enfadada Julie y su padre tomó su mano para calmarla.

      —Están en la fase final de su guerra no creo que los ingleses puedan sostener sus territorios en el este…

      —Es como dices, su guerra no la nuestra – volvió a interrumpirlo esta vez mirando al pequeño Hipólito que seguía con atención la conversación.

      —Estamos apoyando a


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