Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
Su cuerpo será arrojado a una pira encendida, preparada para este propósito en el lugar mencionado para ser consumido por las llamas, y luego las cenizas arrojadas al viento.
Lo condena al pago de cien soles al rey, declarando su propiedad confiscada a quien pueda pertenecer, separando la tercera parte de la misma a favor de su esposa e hijos.
Ordena dicho tribunal, el hijo de Calas, su madre Anne Rose Cabibel; Gaubert Lavaisse, y Jeanne Viguière presencien la tortura verbal y ejecución y muerte del Sr. Jean Calas y sus destinos diferidos a posterior intervención.
Se informa y ordena que las tasas de la condena del Sr. Calas y los impuestos reservados queden a expensas de sus deudos.
Firmado por los trece honorables magistrados de la corte aquí presente.
Terminada la lectura de la condena, en un muy breve lapso, el magistrado, con semblante adusto, alzó la vista hacia la planta alta del recinto a su derecha y con lentitud fue dirigiendo su mirada hacia el otro extremo observando cada rostro allí presente para terminar su recorrido visual en los acusados.
Anne Rose, que estaba sentada junto a su marido con las manos y los pies encadenados como todos los acusados, recostó su cabeza en el hombro de Jean. Pierre alzó su vista y cerró sus ojos como elevando una plegaria.
El público acogió con algarabía la condena salvo la pequeña Julie, única hija de Pierre, que, en tercera fila, hundía su rostro en el regazo de su madre.
El comerciante Jean Calas y toda su familia a excepción de un hijo, Marc Antoine, eran protestantes calvinistas.
Marc Antoine Calas abjuró la fe que profesaba toda su familia y así estudiar derecho para lo cual requería de carácter imperativo un certificado de catolicidad.
De acuerdo con los comentarios de quienes lo conocieron, Jean era un buen hombre, educado y devoto de su familia. Propietario de un almacén en la planta baja de su vivienda en una de las principales calles de la ciudad. Calas no solo recibía con júbilo cada vez que su hijo mayor Marc Antoine lo visitaba, sino que además le pasaba una pequeña pensión.
La noche del 13 de octubre de 1761, Jean Calas, su esposa Anne Rose, su hijo mayor Marc Antoine, su segundo hijo Pierre y el amigo de este último, Alexandre Gaubert Lavaisse, cenaron en la vivienda.
Luego de la cena Marc Antoine desapareció. Más tarde, cuando el amigo de Pierre se retiraba, bajaron al almacén y encontraron a Marc Antoine colgado de una puerta sin señales de agresión y su saco doblado sobre el mostrador.
Los gritos de su hermano y a continuación los de su madre y los de su padre, que bajaron a ver lo que pasaba, no tardaron en atraer la atención del vecindario. De a poco, un cúmulo de curiosos terminó agolpándose frente al almacén de Calas.
Quizás alguien habrá gritado ¡lo asesinaron! para que, como reguero de pólvora en una sociedad fanática, se esparciera como rotunda verdad el crimen atroz cometido por una familia protestante contra su hijo católico. Y ya nadie dudó.
Marc Antoine, atormentado por su falta de vocación comercial, la imposibilidad de estudiar derecho por no contar con ese bendito certificado de catolicidad y agobiado por deudas de juego, tomó la decisión de quitarse la vida, se suicidó. Así lo gritaba, además, su cuerpo, sin magullones, bien peinado y su saco doblado con dedicación sobre un mostrador.
Pero para una sociedad fanática, supersticiosa, un católico no se suicida y un hugonote puede matar por odio, aunque sea su sangre. ¡Son hugonotes! ¡No tienen alma!
La mañana siguiente a la lectura de la condena amaneció con el cielo encapotado e igual de templada que el día anterior.
De a poco la rutina se adueñó de sus espacios habituales, los pescadores sobre el muelle de la Daurade buscando atrapar un dorado, los estudiantes entrando al colegio Real o al Saint Catherine o a la Academia Real de las Ciencias, los religiosos en sus conventos, los seminaristas en los seminarios. Pero en la Plaza San Jorge, a mitad de camino entre la Plaza Real y la Plaza San Etienne, la rutina no fue la misma, no hubo feria ese día en aquel lugar.
Una tarima amplia se erigió en el medio de la plaza y sobre ella una rueda de carro enganchada en un eje.
Alrededor del mediodía en la puerta del parlamento, donde los condenados habían pasado la noche, subieron a Jean Calas, encadenadas sus manos y piernas tal como había presenciado su sentencia el día anterior, a una carreta. Azuzaron los caballos que tiraban de él y pusieron marcha hacia la primera parada de su suplicio: la catedral de Toulouse frente a la plaza de St. Etienne.
Mientras avanzaba la carreta, tan solo una tabla con dos ruedas y Calas de rodillas sobre ella, a paso de hombre, se fueron sumando vecinos, acompañando la procesión por la Rue de la Pleau.
Al paso de la misma, los niños, como un juego, le tiraban piedras y palos al condenado mientras algunos oficiales de justicia, que acompañaban también a pie la marcha, solían apartarlos y procurar cierto reparo al reo, siempre inclinado con sus dos manos entrelazadas apoyadas en el piso de la tabla.
Calas, descalzo, vestía un amplio pantalón y una camisa sin botones.
A cierta distancia un carromato seguía a Jean Calas. Su esposa, su hijo Pierre, Gaubert Lavaisse, y Jeanne Viguière iban en él. Anne Rose, sollozando, recostaba todo su cuerpo sobre el costado de Pierre, no la podía abrazar, sus manos estaban encadenadas.
Pierre miraba a la pequeña Jeanne, era tan solo una niña que de manera circunstancial trabajaba en la casa de los Calas. Su cara de espanto era indescriptible. Jeanne era de por sí muy delgada pero luego de todos estos meses de suplicio su aspecto se había tornado cadavérico.
Alexandre lloraba también mirando a Pierre.
Ninguno de ellos sabía todavía cuál sería su destino, los magistrados no lo habían resuelto, en el mejor de los casos, quedarían encarcelados de por vida.
A ciencia cierta solo conocían el destino de Jean Calas.
En poco tiempo la caravana alcanzó la plaza San Jorge, la tarima con la rueda contaba ahora, además, con un banco rústico y a su lado un hombre robusto que observaba la procesión que ya sumaba decenas de personas a la par de la carreta y el carromato.
La Rue de la Pleau, que cruzaba toda la ciudad desde la Plaza de San Sernin, tenía un recorrido irregular a partir del Parlamento serpenteando entre la Capilla de los Penitentes Azules y la plaza San Jorge para desembocar en la plaza de San Etienne donde estaba la Catedral de Toulouse.
Allí arribó Jean Calas pasado el mediodía. La multitud que lo acompañaba se unió a la que esperaba frente a la iglesia.
Dos oficiales de justicia bajaron de la carreta a Calas y lo condujeron hasta la puerta de entrada del edificio religioso. Donde lo esperaban otras personas, entre ellos, algunos de los magistrados y un sacerdote ataviado con una cogulla parda y una enorme cruz plateada colgando en su pecho.
El religioso con un libro en la mano dirigiéndose al público repetía sin cesar:
—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.
A Calas le ordenaron arrodillarse de frente a la plaza y con un bastón en su mentón levantaron su cabeza. Jean mantenía sus ojos bien cerrados.
Uno de los oficiales de justicia desde una pequeña pira encendió una antorcha y la acercaron al condenado guiando sus manos encadenadas a que la tome. Las tenía entrelazadas y en su terror no atinaba a desarmarlas.
Lo golpearon con un bastón en la región lumbar y mientras se arqueaba forzaron sus manos a que tome de un extremo la antorcha, habían aflojado su tensión como resultado del golpe.
Uno de los oficiales le repetía:
—Manténganse derecho, honre al Señor.
Calas acomodó su cuerpo con unos movimientos buscando aliviar el dolor del golpe, también