Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
de justicia lo tomó por las axilas, con sus brazos cayendo a los lados como una marioneta, mientras otro oficial lo tomó de las piernas y las colocó sobre el banco.
El fornido personaje esta vez asestó sendos golpes en las rodillas destrozándolas también al instante.
Calas con sus miembros todos despedazados fue instalado de costado sobre el banco, primero de un lado y sus costillas también fueron destrozadas con otro golpe y luego del otro lado.
En estos últimos el ejecutor pareció no usar demasiada fuerza, buscó ser muy preciso con esos golpes. El condenado no debía morir por heridas internas, sino que debía agonizar unas horas sobre la rueda.
Allí pusieron a Calas a continuación, todo desarticulado y con las costillas rotas. Ataron sus extremidades y su cabeza de manera tal que no pudiera dirigir su vista hacia otro lado, debía ver el cielo mientras pedía perdón por sus crímenes.
Calas sobre la rueda, su esposa e hijo de rodillas, Jeanne tirada en el suelo abatida, Gauvert de pie pálido como un muerto y una de esas nubes negras justo encima. Con esta escena sobre la tarima, el religioso se acercó al centro junto a la rueda y dirigiéndose a Calas dijo:
—Hijo, yaces ahora frente a tu padre. Que tu sufrimiento y tu confesión te exculpen de tu crimen ante el Señor. Hijo, ¡confiesa tu crimen y sus circunstancias!
Luego de estas palabras el silencio expectante invadió ya no solo toda la plaza sino la ciudad. Ni un perro se escuchó ladrar en las calles y hasta las aves desaparecieron de la zona. Solo el llanto infinito de Anne Rose.
Pero no hubo respuestas del condenado. Solo quejidos de dolor.
Luego de un tiempo, el sacerdote repitió los versículos que un rato antes había dicho frente a la catedral mientras Calas sostenía la antorcha.
—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.
Quejidos de dolor y el llanto desgarrador de su esposa era lo único que se escuchaba aquel mediodía, que parecía noche, en Toulouse.
—Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia.
Así que, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de consuelo.
Repitió el religioso ante la multitud que permanecía perpleja de la escena que estaba contemplando.
Luego de casi dos horas de suplicio sin que el sacerdote y los magistrados pudieran persuadir a Calas a que confesara su crimen y el de sus cómplices, de pronto, en esos largos lapsos de silencio se pudo escuchar una palabra.
—¡Dios!
Un lánguido pero nítido lamento encarnado en una corta palabra. Dios. Jean estaba llamando al padre.
—¡Dios mío, misericordioso!
Resonó con mágica claridad en el aire.
El sacerdote elevó sus manos como pidiendo a la multitud que guardara silencio. Anne Rose dejó de sollozar y levantó la mirada hacia su agonizante marido que estaba hablando.
Calas iba a confesar.
—Dios misericordioso llévame a tu lado.
Con todas sus articulaciones destruidas, molido a golpes y con el dolor que ello debía significar, aun así, su dicción era clara y fuerte.
—Padre mío, ante ti comparezco. – masculló el hombre mordiendo el aire. – Yo siempre amé a Marc–Antoine y toda mi familia. – su voz de lamento se alzaba casi suntuosa manifestando el enorme esfuerzo que hacía por hablar, pero de inmediato caía en las sílabas finales donde procuraba tomar el tiempo, ya exiguo, para continuar. – Jamás causé herida alguna a ninguno de mis hijos…. Tú, que todo lo ves, eres testigo de ello.
Te pido que los perdones como yo ya los he perdonado. – suplicó extenuado y con sus párpados vencidos por última vez Jean Calas.
En esos momentos logró filtrarse entre las nubes un rayo de sol que bañó a gran parte de la multitud, estupefacta ante las palabras de Calas en semejante condición.
Anne Rose volvió a bajar la vista y echarse sobre los muslos de su hijo que siguió observando a su padre con un ambiguo gesto de orgullo y compasión.
El sacerdote miró a los magistrados, todos extrañados y confundidos.
El anciano muriendo en la silla, no solo acababa de tomar a Dios como testigo de su inocencia, sino que conjuró que perdonase a los jueces. Aquellas palabras de Calas fueron un mangual azotando a la muchedumbre.
Un ademán de uno de los magistrados a un oficial que se encontraba a un costado, debajo de la tarima, bastó para que este se dirigiera a encender una pira que estaba preparada a un lado del escenario.
El cielo comenzaba a abrirse y ya todo el disco solar era visible.
Calas fue bajado de la rueda y llevado frente al ejecutor de justicia que sostenía una larga faja de cuero.
Jean tenía la cabeza baja y los ojos cerrados, su respiración era lenta producto de todas sus costillas rotas y se quejaba mientras era trasladado. Salvo eso, que indicaba que aún estaba con vida, su cuerpo era no más que una bolsa de órganos, músculos y huesos triturados.
El fornido verdugo lo tomó de atrás por el cuello con la faja y lo estrangulo en segundos.
Los vecinos continuaron en silencio. Ya no se oyeron los gritos de ¡Asesino! que más temprano retumbaron en la plaza Saint Etienne y durante toda la procesión. Muchos se marcharon por las calles que confluían en la plaza San Jorge.
Para cuando llevaron el cuerpo sin vida de Calas a la pira ya casi nadie había quedado en la plaza, solo algunos curiosos, mendigos sobretodo, y el resto de los condenados.
Fue entonces el humo de la pira el que cubrió el sol.
ii
Toulouse, 1781
Había llegado el verano más temprano de lo esperado. Flores y plantas bien preparadas en almácigos e invernaderos se regocijaban con la convincente caricia del sol bien instalado por sobre los robles que bordeaban el jardín.
En él trabajaba Chandler, voluntarioso y eximio jardinero, preparando y tratando la tierra, podando, colocando injertos, retirando flores y plantas muertas, sustituyéndolas por otras y combatiendo plagas. Una actividad diaria exigente para contar con un jardín pleno de vida durante la mayor parte del año.
Julie supervisaba con devoción cada tarea en el viejo jardín de recreo, aunque en esas últimas semanas no podía desempeñar su auténtico talento con comodidad debido a que ya lucía un avanzado embarazo.
A un lado del jardín, alcanzada por dos senderos de piedras, una también cuidada alberca reflejaba, como en salpicones, la luz del mediodía cada vez que un haz incidía sobre la superficie entre los menudos espacios que dejaban las grandes y lobuladas hojas de las azucenas.
Pasando los robles se podía escuchar el traqueteo de carretas en la ruta a Narbona.
El barrio de St. Michel era parte de la campiña tolosana a pocos metros de la Porte du Château, principal entrada al sur del muro que rodeaba la urbe. Barrio de casas de campo con acceso rápido a la ciudad, libre del alboroto diario de una comunidad cada vez más numerosa.
Los niños jugaban cerca de un terraplén, fuente y destino de la renovación estacional de tierra del jardín. La ladera que daba hacia la casa estaba cubierta de una prolija gramínea lo que simulaba con exquisita delicadeza visual el propósito original del talud.
Desde su cima se podía divisar, a través de un claro entre los robles, la ruta a Narbona, la hilera de molinos hidrantes de los campos linderos, más allá Le Chantiers du Bois la popular costa este del Garona, el puerto