Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
Aires, 1806
Era imperativo correr, se aproximaban por la calle a pocos metros, ya estaban sobre él.
El niño llegó al cruce de calles y bajó por una de ellas hacia el oeste, era muy empinada y había que esquivar a los transeúntes y diversos obstáculos a toda velocidad, como fuese posible. A medida que avanzaba notaba que lo miraban, sería en vano pedir ayuda, lo entregarían, había que correr.
No quería mirar atrás, estaba seguro de que lo seguían, que se acercaban. La calle parecía no tener final y no había dónde ocultarse, tan solo había gente alrededor y algunos puestos de vendedores.
De pronto tropezó, se levantó y frente a él un hombre lo tomó de los hombros.
No lucía como los que lo perseguían, era un hombre mayor, bien aseado y con clase. Vestía una chaqueta fina de color gris, debajo un chaleco de igual calidad, una camisa blanca bien cerrada y sobre ella un pañuelo oscuro ceñido con delicadeza al cuello terminado en un moño que caía sobre los primeros botones del chaleco.
Bien peinado, un cutis acendrado, de cejas finas y una pequeña boca enmarcada en dos líneas que bajaban desde las fosas nasales difuminándose hacia la barbilla.
Mientras tomaba al niño de los hombros lo miraba, iba a decirle algo cuando se oyó un perro ladrar. Al otro lado de la calle, junto a la pared de una vivienda, un hombre sostenía con una cuerda a un perro negro que gruñía y ladraba furioso.
El niño, asustado, miró hacia adelante, el hombre que lo detenía se había hecho a un lado, lo miraba y sonreía. Quizás podía pedirle ayuda, parecía un hombre bueno, él lo iba a ayudar.
Se acercó, entonces, al hombre de la chaqueta gris y cuando estaba cerca levantó su mano izquierda indicando una dirección y dijo:
—¡Corre!, ¡corre!
Tomó al niño del brazo y repitió mirándolo fijo:
—¡Corre!
Volvió a correr en la dirección indicada por aquel extraño que no era otro curso que el que venía siguiendo cuando comenzó a bajar por la calle.
Volvieron todos esos transeúntes y obstáculos a interponerse en su carrera. El perro continuaba ladrando.
Llegó al final de la calle y a partir de allí daba inicio un denso bosque, no veía que tuviera otra alternativa, no había vías de escape hacia los lados, tenía que adentrarse en la espesura y continuar corriendo allí.
Ni bien penetró en él, descubrió que sería difícil avanzar rápido, en el suelo una alfombra de líquenes y musgos complicaba dar pasos ligeros, además tenía que usar sus manos para abrirse entre la espesa vegetación que rodeaba a las altísimas hayas que dominaban el espacio alrededor.
Vio a lo lejos un sendero, tenía que llegar a él para poder seguir corriendo, al ritmo en el que se encontraba ahora lo alcanzarían. Aunque, pensaba, ellos también tendrían dificultades para desplazarse aquí y además, quizás, les resultase más difícil localizarlo.
Mientras procuraba alcanzar el sendero, fuertes truenos retumbaron en toda la espesura y, de inmediato, una copiosa lluvia comenzó a caer.
Su andar se hizo penoso, la alfombra de líquenes y musgos pronto se tornó un lodazal.
Para su espanto escuchó aquel perro ladrar, ¿podría ser que también estuviera siguiéndolo?, a un animal como ese le resultaría más fácil desplazarse. Debía alcanzar cuanto antes la senda que surcaba el bosque, al menos allí tendría más chances de huir.
Pronto estuvo en ese sendero, miró con rapidez hacia atrás y creyó ver unas siluetas sorteando los mismos arbustos que él acababa de cruzar, volvió entonces a correr. La lluvia continuaba cayendo, había oscurecido debido a esas nubes que descargaban a mares y en esa negrura pudo divisar a lo lejos claridad, como una salida justo adonde conducía el sendero.
Corrió y corrió, empapado y aterrado. Corrió y cada vez ese claro, al final del sendero, se hacía más grande y los ladridos del perro más fuertes.
Creyó escuchar una campana como la de los barcos al zarpar y el murmullo de gente.
Llegó al final del sendero, donde terminaba el bosque, en efecto frente a él había un barco, enorme. Se encontraba de pie sobre una de las pasarelas de un muelle, la lluvia repicaba sobre los bolardos y a su derecha podía ver cómo subían a la nave por la plataforma. Volvió su vista hacia el sendero y pudo ver que allí venían detrás de él.
Se dirigió al andamio, pasó entre las personas que subían al barco y una vez en la cubierta de estribor corrió hacia la popa rodeando la nave hasta llegar a la cubierta de babor.
Giró para constatar si continuaban detrás de él, si también habían subido y no vio nada. La lluvia no cesaba, miró desde su ubicación a babor, se encontraba en una bahía, dos peñascos hacían como puerta de esta, el barco debería pasar por allí pensó.
Dos golpes secos lo estremecieron, miró otra vez hacia la proa y allí los vio. Tres hombres lo miraban amenazante. Uno de ellos tenía un palo que golpeaba sobre la baranda de la cubierta, detrás de él, hacia la popa, el perro negro gruñía. Estaba cercado.
El barco zarpó, ya pronto se vio en ruta hacia esos peñascos y más allá quizás el océano, los tres hombres se acercaban y la lluvia no cesaba.
Los golpes lo despertaron, por un instante no supo si todavía soñaba, pero ver sus manos bastó para confirmar que ya no era aquel niño. Podía escuchar la lluvia caer y en algún lado agua correr. En la mesa todavía estaba la botella de vino de la noche anterior, junto a ella un vaso y más allá el fogón y la alacena. Solo una habitación era su vivienda, cocina, comedor y dormitorio.
De nuevo los golpes, era en la puerta que daba al largo corredor de la casa de los Escalada.
—¡Señor! ¡Abra señor Hipólito! – escuchó a continuación de nuevos golpes.
Era la voz de Francisco Pimentel.
El joven, no llegaba a los veinte, de poncho y camisa blanca, estaba todo empapado.
Buenos Aires, ubicada sobre la margen derecha del Río de la Plata, era una de las colonias españolas más importante en Sudamérica y capital del Virreinato del Río de la Plata.
De casas bajas y con una población cada vez más populosa, la vida en la ciudad discurría entre el quehacer diario de los comercios, una creciente actividad social y las discretas reuniones conspirativas independentistas.
Era una típica colonia española de trazado cuadricular con una plaza central y a su alrededor los edificios administrativos, de justicia y religiosos. En el caso de Buenos Aires esa plaza central era la Plaza Mayor, cerca de la costa, dividida en dos por la Recova. Una construcción que iba de norte a sur con numerosos arcos que servía como sitio de ventas de mercaderías y puestos de feria. Al este, más cerca del río, el Fuerte, bastión de la ciudad y sede del Virrey, máxima autoridad del virreinato; al oeste, el Cabildo, ayuntamiento de la ciudad y casa de la justicia y al norte de la plaza, la Catedral de Buenos Aires.
Dos días atrás una flota inglesa había desembarcado al sur de la ciudad y se disponían a avanzar sobre esta. Habiendo fracasado los intentos de contención por parte de una tropa española que ese mismo día se había extendido sobre las barrancas inmediatas al bañado que medía entre ella y la costa del río donde los ingleses desembarcaron, el virrey Sobre Monte ordenó una defensa de la ciudad apostando unidades de infantería y vecinos sobre la margen norte del Riachuelo, un río que era límite natural de la metrópoli.
—Pasa. – le dijo Hipólito en ropa interior y de inmediato se dirigió al fogón de ladrillo y parrilla de hierro forjado que se encontraba en la pared opuesta a la cama y debajo de una ventanita cercana al techo. Venteó las brasas y en un instante unas llamas fueron tomando vigor, momento en el cual las alimentó con algunos trozos de madera seca que había apilados a un lado.
La habitación–cocina era