Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello

Hipólito Nueva Arcadia - Demian Panello


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decisión de su marido.

      Jean–Sylvain se levantó y la abrazó por detrás, la besó y apoyó su mentón en su hombro juntando las dos mejillas.

      Ella, resignada, acarició su cara con ternura, descansó su cuerpo sobre su pecho y cerró sus ojos mientras él besaba su cuello con igual cariño y colocaba su enorme mano en su vientre buscando también abrazar a aquel otro ser.

      —Prométeme algo Jean. – se escuchó, con voz grave, desde la mesa.

      La pareja giró entonces en conjunto atendiendo la demanda de Pierre.

      —Prométeme algo. – repitió.

      Algo extrañado y curioso Jean–Sylvain replicó:

      —Sí, por supuesto, dime Pierre.

      —Siéntense. – pidió entonces con un gesto.

      Julie y Jean–Sylvain volvieron a sus lugares con una ligera sensación de gravedad.

      Pierre hizo una pausa y sirvió vino en el vaso de su hija, en el de su yerno y en el suyo. Miró a Hipólito, amenazó con servirle vino también a él y le sonrió. El niño comenzó a reír y su abuelo de le dio un coscorrón cómplice.

      —Agua para ti por ahora. – le dijo sonriente y llenó el vaso del niño.

      Entonces se dirigió al centro de la mesa, a su hija y a su yerno y levantó su vaso.

      ¡Salud! – exclamó circunspecto.

      Hipólito alzó su vaso, con sus ojos chispeantes, y feliz del momento curioso que su abuelo había generado.

      Sus padres se miraron un instante desconcertados mientras Pierre les hacía un gesto para que levantaran sus vasos.

      —¡Salud! – exclamaron todos. El niño y su abuelo, bien fuerte, la pareja, vacilante.

      Bebieron y Pierre cortó unos trozos de queso que alcanzó a cada uno de los comensales.

      —Vamos papá, ¿qué querías pedirle a Jean? – preguntó ansiosa su hija.

      Pierre limpió su boca y se dirigió a su yerno.

      —Prométeme Jean que se irán de esta maldita ciudad, de este maldito país.

      Jean se sorprendió y se echó contra el respaldo de la silla mirando a Pierre como esperando qué más tenía para decirle.

      —Prométeme que aprovecharás esta excursión a América para buscar un lugar para Julie y los niños. Que harán nueva vida lejos de aquí.

      Su yerno suspiró y cruzaron miradas con su esposa.

      Luego de la muerte del abuelo de Julie, Jean Calas; su abuela, Pierre y los otros dos acusados tuvieron diferentes destinos.

      Los magistrados quedaron confundidos cuando aquel anciano agonizando en la rueda tomó a Dios como testigo de su inocencia y además le conjuró que perdonase a sus jueces.

      Asustados de esa enternecedora piedad con la que había muerto Calas frente a todos los vecinos de la ciudad, y delante del mismo Dios que tanto evocaban, se vieron obligados a dictar una segunda sentencia que contradecía a la anterior, poniendo en libertad a su esposa, a su hijo Pierre, a su amigo Alexandre y a la criada Jeanne. Pero al darse cuenta de la contradicción y que ponía en evidencia el enorme error que habían cometido, tomaron la incoherente decisión de desterrar a Pierre y encerrar en un convento a sus dos hermanas, que por fortuna no habían sido obligadas a presenciar el suplicio de su padre.

      Anne Rose quedó, entonces, en libertad luego de: ver morir torturado a su marido acusado de haber asesinado a su hijo mayor, el mismo hijo que había tenido en sus brazos muerto aquella fatídica noche de 1761, su otro hijo desterrado, privada de sus dos hijas y todos los bienes materiales de la familia confiscados.

      En ese estado de desamparo total, apelando a un último recurso de justicia, viajó a París. Allí la razón pudo más que el fanatismo y su denuncia fue tomada en serio.

      En los tribunales de París, alegatos de los más prestigiosos abogados cuestionaron la sentencia dictada por los magistrados de Toulouse. El caso adquirió una relevancia jurídica sin precedentes que trascendió al resto de Europa.

      El mismo rey recibió a la viuda y ante todas las evidencias presentadas por la nueva defensa, que demostraban que Marc–Antoine se había suicidado por deudas de juego y la imposibilidad de terminar sus estudios, por no estar confesado bajo la fe católica, anuló la sentencia. Sus hijas fueron devueltas a su madre, el destierro de Pierre fue anulado y sus bienes reparados más una compensación a cargo del mismo reino.

      —Madre, ¿crees que nos mudaremos alguna vez a América? – preguntó Hipólito acostado en su cama. A su lado, sentada, Julie sonrió y removió el cabello que caía delante de los ojos de su hijo.

      —¿Qué ciudades conoces de América? – volvió a preguntar el niño.

      —Mmm, a ver, déjame ver� Quebec, Montreal, Nueva Orleans… y ya no se más.

      La luz proveniente de la habitación lindera proyectaba las sombras recortadas de Pierre y Jean–Sylvain sobre la pared frente a la cama. A medida que se movían, las mismas parecían danzar y, de tanto en tanto, se estiraban por toda la pared y el techo abalanzándose amenazantes sobre Hipólito.

      —Madre, ¿le temes a los fantasmas? – preguntó ahora Hipólito sin dejar de ver las sombras.

      —No. ¿Por qué he de temerles? – contestó su madre. – A veces los fantasmas sólo quieren jugar.

      Julie juntó los dedos pulgares de cada mano con los restantes dedos, elevó primero la mano izquierda e impostando una voz dijo:

      —¡Uuuuhhh!

      —¡Cállate de una vez pesado! – impostando otra voz con la mano derecha en alto. Hipólito sonrió.

      —Chirrr chirrr chirrr – haciendo ruido de cadenas.

      —¿Adónde vas con ese ruido?, ¡tienes que echarles aceite a esas cadenas!, ¡mendigo, que eres un mendigo! –dijo esta vez la mano derecha.

      Hipólito rio a carcajadas.

      —¿Por qué me llamas mendigo?, si a mí me gusta que las cadenas suenen. – ¡Es deprimente!

      Contestó una altanera mano izquierda.

      —¿Que no ves que el niño no puede dormir? – Hipólito cubrió su cara con la manta.

      —Y ahora lo has asustado con tus chirridos. – recriminó el fantasma de la mano derecha al fantasma de la mano izquierda.

      —Buuuuuuhh… – la mano izquierda sobre la derecha.

      —Oye, que entre nosotros no podemos asustarnos.

      Hipólito muerto de risa asomaba solo sus ojos debajo de la manta. Su madre le hizo unas cosquillas y el niño volvió a reír a carcajadas.

      —Cuéntame el cuento de la zorra. – pidió esta vez el niño.

      El ritual de todas las noches a la hora de dormir.

      Julie apagó la vela de la mesa de luz y la pieza quedó iluminada solo por la luz de la habitación contigua. Las sombras del techo palidecieron.

      —Resulta que estaba un cuervo posado en un árbol y tenía en el pico un queso. Atraído por el aroma, un zorro que pasaba por ahí le dijo:

      —¡Buenos días, señor Cuervo! ¡Qué bello plumaje tienes! Si el canto corresponde a la pluma, tú tienes que ser el Ave Fénix.

      —Al oír esto el cuervo, se sintió muy halagado y lleno de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz, abrió el pico para cantar, y así dejo caer el queso. El zorro rápidamente lo tomó en el aire y le dijo:

      —Aprenda, señor cuervo, que el adulador vive siempre a costa del que lo escucha y presta atención a sus dichos; la lección es provechosa, bien vale


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