Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
sosteniendo la antorcha, abrió sus ojos.
Pudo ver una plaza repleta. Si bien de rodillas no tenía una perspectiva general, podía ver mucha gente aglomerada a su alrededor. Era desde esa yuxtaposición de rostros en las primeras filas que pudo detectar muchos de ellos familiares, que alguna vez habían visitado su almacén, de haberlos cruzado y saludado en las calles.
Toulouse, su Toulouse lo estaba mirando en ese momento y no había misericordia para con él, para su tragedia, al contrario, lo insultaban y maldecían.
—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.
Vociferaba el religioso, amenazante, frente a la multitud y señalando a Calas.
—Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia.
Así que, arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de consuelo.
Y repetía la frase del principio.
—El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará.
Jean Calas no decía nada, solo procuraba mantenerse en esa posición que aliviaba su dolor.
A su derecha, de pie, estaban los demás condenados observando. Jeanne no se podía tener en pie entonces la obligaron a apoyarse sobre Alexandre quien con sus manos encadenadas ofrecía algo parecido a un asiento para la joven.
El religioso se acercó a Jean y con un fuerte aliento, le susurró
—Vamos hijo, estas ante Dios, confiesa tus pecados, arrepiéntete y tendrás paz tú y tu familia.
Calas lo miró, vio el rostro pálido, fofo y acicalado del sacerdote, hizo como un gesto para hablar mientras el religioso se retiraba despacio con una mueca complaciente y sin dejar de observarlo. De un súbito movimiento, que implicaba la tracción de todo su torso, Jean giró hacia su esposa. Cruzaron miradas. Pudo ver en ella un dolor inmenso y en la profundidad de sus ojos sintió deleitarse con los mismos que supo conocer en un pasado que ya era otro tiempo.
Volvió a girar y miró al sacerdote que permanecía con esa falsa expresión de indulgencia en su cara. Observó a la multitud, a ese grupo de cuerpos apiñados a su alrededor, los vio una vez más. Creyó ver algunos ya en silencio y con cierto desconsuelo hasta que de pronto una manzana podrida explotó con violencia en su parietal derecho, hecho que hizo girar su cuerpo sacándolo de la posición de alivio, entonces emitió un gemido.
Cerró los ojos y dejó caer su cabeza sin pronunciar palabra alguna.
Un sentimiento de frustración se apoderó del religioso que de inmediato hizo un ademán a los guardias quienes quitaron la antorcha de las manos de Calas lo alzaron tomándolo de las axilas y lo llevaron de nuevo a la carreta.
Azuzaron los caballos y la carreta se puso en marcha, esta vez volviendo sobre sus pasos por la misma Rue de la Pleau rumbo a la plaza San Jorge, detrás de ellos el carretón con los restantes condenados.
Menos de doscientos metros separaban a ambas plazas, pero la multitud reunida, que también buscaba desplazarse hacia San Jorge, hacía penosa la marcha.
Calas se había recostado en la tabla, sus rodillas ya no soportaban más su peso y de tanto en tanto desde su sesga perspectiva veía como algún vecino encontraba como acercarse a la carreta y vociferarle algo, entre el griterío generalizado y su dolor, Jean solo miraba sin comprender.
Luego de casi media hora llegaron al pie de la tarima emplazada en el centro de la plaza de manera tal que el público podía ubicarse alrededor de la misma.
Allí, en el extremo izquierdo, junto a un banco rustico y la rueda de carreta, ya se encontraban: el sacerdote, un magistrado y un hombre de contextura física exuberante.
Espesas y voluminosas masas de nubes negras marchaban desde el este, en un cielo cubierto en su totalidad, que al pasar delante de las capas de nubes más livianas que resplandecían por la tenue luz del sol, provocaban lapsos breves pero intensos de oscuridad, casi propia de una noche cerrada.
De un tirón bajaron a Calas haciéndolo caer al piso. Lo ayudaron a levantarse, caminar y subir los escalones de la tarima.
Ahora la gente estaba más excitada, eufórica y un grito unísono dominó en segundos toda la plaza.
—¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!
Casi al mismo tiempo, del carromato bajaron a los otros acusados e hicieron subir a la misma tarima por el otro extremo. Desde el centro de la plataforma dispusieron en orden a la esposa de Jean, a su hijo Pierre y a Gauvert. La joven y débil Jeanne fue subida a la rastra y, mientras el resto era obligado a estar de pie, a ella la dejaron recostada en el suelo a un lado de Alexandre, justo al borde, quedando sus piernas, a partir de las rodillas, colgando a un costado.
El sacerdote tomó la palabra y recordó a todos los vecinos presentes:
—Hoy, Dios, nuestro padre, nos observa. Observa a toda la ciudad de Toulouse. Seremos testigos de su misericordia y perdón ante el arrepentimiento. Tomemos este día de ejemplo.
Y dirigiéndose hacia Calas y en voz alta:
—Bien hijo, sabes de tu condena. Ocho jueces de trece, ante todas las evidencias de tu aberrante crimen, coincidieron con justicia, la justicia del hombre e iluminados por Dios, que eras culpable y esta tu condena. La rueda está aquí para que con dolor y sufrimiento abras tu alma a nuestro padre y confieses, ya no solo tus pecados, sino tus crímenes. Verás hijo, te prometo un regocijo inmenso cuando los brazos del Señor en toda su misericordia te reciban con aquel amor jamás experimentado por hombre alguno en esta tierra.
Calas lo miró y miró a toda la masa expectante delante de él. Habían cesado de gritar como esperando todo aquello que el religioso prometía. Entonces Jean balbuceó:
—...
Su voz estaba apagada, él por cierto creyó haber verbalizado algo, pero los rostros presentes parecían no haberse hecho eco de sus dichos, entonces, frunció el ceño y giró hacia el sacerdote como indagando su respuesta.
El religioso se acercó y le dijo,
—¿Quieres decirnos algo hijo?
Entonces Jean se dio cuenta que no le habían escuchado, giró hacia la multitud, mojó sus labios y repitió:
—Soy inocente.
Se volvió hacia el sacerdote y mirándolo, mientras éste se iba retirando, sabiendo lo que volvería a escuchar, le dijo:
—Soy inocente… soy inocente.
Algo parecido a un sentimiento de desazón se apoderó de todos. La rueda era inevitable, aunque Calas hubiese confesado su crimen en ese instante.
Pero ahora no solo Calas sufriría en la rueda.
De inmediato Jean fue alzado, puesto de rodillas frente al banco y su brazo derecho sobre el mismo mientras el corpulento personaje, que hasta ese momento aguardaba a un lado, se acercó empuñando una maza.
Sin mediar reparo alguno aplicó un certero golpe en el codo del brazo derecho de Calas que lo destrozó al instante sin necesidad de un segundo golpe. Se pudo escuchar el ruido a huesos rotos y a continuación el grito de dolor desgarrador del condenado.
Anne Rose cayó de rodillas sollozando y pidiendo piedad por su marido al sacerdote, a uno de los magistrados, a Dios. Pierre se arrodilló junto a ella y echándose hacia atrás permitió que su madre recostara su cabeza sobre sus muslos.
La multitud permaneció en silencio.
Mientras Calas gritaba de dolor con su brazo derecho desarticulado, el oficial de justicia tomó su otro brazo y lo colocó sobre el banco. Ninguna resistencia hubo de parte de Jean. El mismo golpe fue aplicado en el codo izquierdo y el mismo ruido a huesos