Hipólito Nueva Arcadia. Demian Panello
fijo. Por todas partes se escuchaban ruidos de cosas que caían y gritos pidiendo ayuda y misericordia.
En medio de ese caos generalizado, desde una de las expensas anexas en el patio interior, una joven corrió sollozando en dirección de la calle, pero fue arrebatada al pasar y levantada por uno de los manifestantes al grito de – ¡La hija de De Launay! ¡La hija de De Launay!
Jean–Sylvain temió lo peor, entonces corrió hacia ese sujeto y le asestó un fuerte golpe en el rostro con su antebrazo que lo hizo caer aturdido entre unos barriles. Alzó a la joven y la llevó a salvo a un recodo. Temblando de terror sus rodillas no le permitían estar de pie y se iba escurriendo de entre los brazos de Jean–Sylvain que de a poco fue acompañando el deslizar del cuerpo de la joven hasta quedar en cuclillas.
En esa posición, contra un rincón de la fortaleza de cara al patio interior, se quedaron mientras los gritos, las corridas y el fuego invadían todo. En ocasiones, ante un ajetreo, la joven levantaba la cabeza temblorosa como buscando ver qué ocurría y de inmediato la volvía a ocultar entre sus brazos y el cuerpo de Jean–Sylvain.
v
Toulouse, agosto de 1789
Hipólito acompañaba a su pequeña hermana por el jardín bordeando la alberca. En las terrazas las orquídeas relumbraban en intensos tonos de amarillo y azul, y las largas espigas de los arbustos de las mariposas se ofrecían seductoras.
Se detuvieron al pie del terraplén e hicieron silencio. Esperaron hasta que se dejara oír de nuevo el canto de un agateador. De inmediato se alzaron los sonidos de la comarca como una sinfonía marcada por el ritmo de los chirridos de las ruedas de los molinos alternándose a diferentes tiempos. El traqueteo de las carretas en el camino, el chasquido del agua del arroyo, algunas voces lejanas y de pronto, esa serie de notas agudas, de acabado brusco y de cortísimas pausas: ti–ti–tí––teroi–ti–tít.
—¡Por allá! – dijo Hipólito señalando los robles a la vera de la ruta.
Giró sobre su cuerpo y se sorprendió de no ver a su hermana. La pequeña Colette, ya encaramada en el terraplén, miraba hacia la fila de árboles que ocultaban el camino que conducía tanto sea hacia la puerta del castillo, una de las entradas a Toulouse, como a Narbona.
Cinco años los separaba, pero a esta edad parecían más, sobre todo por la robusta contextura física de Hipólito que con sus trece años añoraba aquel Olimpo de aventuras que hoy disfrutaba su hermana.
Colette, de vivarachos ojos verdes y la misma delicada interrupción como nariz de su madre, compartía con su hermano los risos de miel y la caprichosa distribución de pecas sobre los pómulos.
La niña bajó y juntos rodearon el terraplén. Corrieron hacia la tupida hilera de encinos donde creyeron escuchar el ave. Hipólito, mirando a su hermana, se llevó su mano a la boca haciendo una señal de silencio. De pie entre los árboles callaron y de inmediato volvieron todos aquellos sonidos. Como si fuera otro movimiento de la misma sinfonía, la brisa que cruzaba de frente la hilera de árboles traía con ella el esporádico murmullo de la ciudad que se mecía al son del batir cansino de las copas de los robles, ahogando de tanto en tanto, los chirridos de los molinos.
—ti–ti–tí––teroi–ti–tít – volvieron a escuchar, pero ahora con mucha intensidad y resonando desde la parte oriental del monte hacia la occidental también balanceándose.
Hipólito comenzó a escudriñar la espesura, sabía cómo hacerlo, eran sus dominios desde que tenía uso de razón. Lo sabía todo acerca de esos robles a la vera del camino, de ese terraplén en el jardín de su casa, del pequeño pero brioso arroyo que surcaba los campos cruzando el camino. Había escuchado hablar de reyes, emperadores y conquistas ajenas a su vista, pero esos árboles, ese terraplén, el arroyo, fueron siempre suyos.
Se concentró en la corteza de los árboles donde el ave estaría buscando su alimento, pequeños escarabajos y arañitas. Y allí lo encontró, justo encima de ellos, no muy alto. El pequeño pájaro de color pardo oscuro se mimetizaba bien con la corteza de los encinos. Hipólito creía que estos eran sus árboles preferidos porque con su largo pico curvo podía escarbar fácil las grietas en los troncos y ramas gruesas exponiendo así los insectos que, imaginaba, procurarían huir despavoridos del destino tan brutal como cierto de ser alimento de una especie superior.
—Mira Colette allí está – le dijo a su hermana señalando donde se encontraba el ave.
Pequeño y redondito, parado en el tronco, su cola le servía de punto de apoyo mientras picaba en la corteza y meneando con golpes rápidos la cabeza de un lado a otro entonces producía su canto inconfundible. – ti–ti–tí––teroi–ti–tít.
Colette abrió sus enormes ojos y su pequeña boca roja de asombro mientras esbozaba una sonrisa a su hermano. Era la primera vez que veía la fuente de aquel canto que también le era familiar.
—¿Qué estará diciendo? – preguntó curiosa la niña.
Hipólito se quedó pensando, creía saber todo acerca de estas tierras, pero lo cierto es que no tenía ni la menor idea de por qué el agateador cantaba así y tampoco, pensaba, sabía por qué las vacas mugían así como así mientras pastaban o por qué, por las tardes, las golondrinas solían revolotear en lo alto dando extraños giros en picada. Había muchas cosas de su alrededor que todavía no comprendía.
—Está feliz porque encontró comida. – atinó a responder con premura mientras rascaba su nuca.
Colette lo miró vacilante para luego mirar de nuevo al ave que justo en ese momento volvía a cantar.
—Pero si canta porque encontró comida otros pájaros vendrán y ya no será suficiente para todos. – inquirió perspicaz la niña.
Hipólito se quedó pensando mientras observaba al agateador, que dando saltitos buscaba mejores grietas en la corteza para seguir escarbando y entonces, de pronto, otro agateador se posó en una rama cercana al tronco donde el primero seguía con su trabajo. Colette miró a su hermano. Su pequeña boca acompañó de nuevo a sus grandes ojos verdes con una expresión de asombro tan genuina que no pudo evitar un suspiro.
En un instante la segunda ave luego de un par de saltos se situó a la par de la primera, casi rozando sus cuerpos. Con los niños como espectadores interpretaron lo que parecía una danza asincrónica donde mientras uno hurgaba la corteza el otro giraba de forma frenética su cabeza mirando a los lados.
—Ya lo ves, en las aves no existe la mezquindad. – dijo Hipólito, conspicuo y seguro.
—Mañana por la mañana un coche que he contratado los llevará a Narbona. – dijo Pierre sentado en el banco mientras observaba a los niños en el patio. – Es lo mejor que Julie y los niños se vayan cuanto antes de aquí. Luego iremos nosotros. – agregó girando hacia Jean–Sylvain que sentado a su lado tenía su vista perdida en dirección de los encinos.
Desde los acontecimientos del último mes en París se había propagado un sentimiento generalizado de incertidumbre y desconcierto a todo el país. La recién formada Asamblea Nacional Constituyente había suprimido por ley las servidumbres personales, los diezmos y las justicias señoriales. En cuestión de horas, los nobles y el clero perdieron sus privilegios y los rumores no tardaron tampoco en circular por las áreas rurales.
La sospecha y el terror marcaron esos días posteriores a la toma de la Bastilla.
Jean–Sylvain se había trasladado con urgencia a Toulouse luego de aquella jornada para estar con Julie y sus hijos. Desde el primer momento supo que su condición de oficial sería un problema sin importar cuál había sido su participación en los eventos desarrollados en París, además el pasado de la familia de Julie era un constante recelo del cual Pierre desconfiaba.
—Mis hermanas estarán encantadas de recibirlos. – continuó mientras se incorporaba. – Y luego, América� ¿Dónde iban? – Se preguntó como conociendo la respuesta – ¿Boston?.. un país nuevo, pleno de oportunidades, libre de las miserias