Mi obsesión. Angy Skay
de la mesa son un poco raritos y no conozco a nadie —murmuró para que no lo oyesen.
Me reí por su comentario y, sobre todo, por la cara del que estaba a mi lado, que se enteró de lo que había dicho. Le di un pequeño codazo en el costado y se llevó la mano a esa zona con exageración. Elevé mis ojos en una ocasión, sin saber por qué motivo, buscándolo. Y allí estaba, con el plato sobre la mesa, sin prestar atención a nada de lo que el capitán, su socio o sus mismos trabajadores le decían. Como si una extraña señal se hiciera eco entre nosotros, volvió su rostro hacia mí. Sus ojos me abrasaban, amenazantes, lascivos y también dolidos, y sentí que mi apetito menguaba de manera considerable. Me traspasó con profundidad buscando una respuesta muda a su pregunta de antes.
¿Qué tendría que decirle? ¿La verdad? No. Ya no volvería a caer en la tentativa de desproteger mi frágil corazón.
—Esperaré paciente a que quieras contarme el rollo que te llevas con Edgar.
Aparté mi mirada del susodicho con confusión y posé mis ojos en el moreno que tenía al lado devorando lo que quedaba de su plato como si la bomba que acababa de soltar por su boca no significara nada.
—¿Cómo dices? —disimulé.
Bebió un sorbo de su copa de vino y me observó después de pasarse la servilleta por los labios con una lentitud desquiciante.
—Come, que va a enfriársete.
—No tengo hambre. —Lo aparté con un pequeño gesto, enfurruñándome. Me contempló durante unos segundos. Después asintió y siguió comiendo mientras lo observaba a la espera de que hablase. Pero no lo hizo, sino que ignoró mi mirada acusatoria, aunque sabía que la culpa la había tenido yo por mostrar mis pensamientos de manera involuntaria—. Luke, no es lo que estás pensando —añadí sin poder aguantar la tensión que se creó entre los dos.
Alzó sus oscuros ojos y los posó sobre los míos.
—Ya.
No se lo creía, y pensé que no era para menos. Edgar tampoco había dejado mucho lugar a la imaginación con su comportamiento.
—¿Ya qué? —le espeté, comenzando a enfadarme.
Todo me cabreaba, y Luke no tenía la más mínima culpa. ¿Por qué demonios tenía esa suerte? ¿Es que dos años de sufrimiento no habían bastado?
—Enma, no tienes que darme explicaciones, pero si seguís comportándoos de esa forma, todo el mundo se dará cuenta de que algo no cuadra.
«¡El impertinente es él!», me dieron ganas de gritarle. Lo que nunca hizo en el pasado, estaba sudándole las pelotas en aquel instante. No lo entendía.
—No tengo nada que esconder, Luke. No saques conclusiones, o te equivocarás.
Se metió la última cucharada de arroz en la boca y me miró de nuevo.
—¿Vas a comértelo? —me preguntó, señalando mi plato.
Negué sin quitarle los ojos de encima. Cogió el contenido y lo vertió en el suyo, dejando el mío más limpio que un jaspe. Hice una mueca cuando sentí que mi estómago pesaba, dando por concluida la cena que ni había probado.
—Me ha dicho Lincón que dejaremos la visita por el barco para mañana después de desayunar. ¿Podrás venir?
—Claro. De momento, no tengo planes —ironicé.
Luke me contempló con cara de pilluelo y se fijó en la mesa a la que había mirado yo hacía pocos minutos. Volví mi rostro y me topé con sus intensos ojos aniquiladores. Solté un pequeño suspiro al escuchar que Luke se reía por lo bajo y después arrugué el entrecejo.
—Me voy. Mañana nos vemos —le espeté incómoda y enfadada por la situación.
—Vale, buenas noches. —Sonrió mientras bebía de su copa, sin darle más importancia.
Dejé la servilleta sobre la mesa de malas maneras. Antes de irme, renegué:
—Esto es increíble.
Salí del salón con rapidez, sin molestarme siquiera en volver la vista hacia Edgar. Toqué el pulsador del ascensor varias veces, hasta que un instante después se abrió. Pulsé el botón de la planta de mi habitación con urgencia y alguien entró detrás de mí cuando las puertas estaban cerrándose.
Era él.
Joder, era él.
—Te veo muy cómoda con Luke —me dijo con retintín.
—A ti no debe importarte una mierda con quién esté —le contesté malhumorada, presionando el botón de la cuarta planta con más énfasis.
Edgar se aproximó a mí por la espalda. Me estremecí, aunque traté de controlar los temblores. Cuando creí que las puertas se abrirían en mi planta, le dio al botón de stop. Elevé mis ojos llenos de cólera hacia él, sintiendo que mi sexo clamaba las atenciones de alguien que no debía.
—¿Qué coño haces? —le pregunté con rabia.
Pulsé el número de mi planta, rozando su mano, pero no se movió. ¡Me cagaba en la leche!
—¿Por qué te fuiste? Si no me contestas a eso, nos queda un largo rato en el ascensor. Explícamelo —me exigió.
Se miró el reloj con chulería, para después meterse las manos en los bolsillos y dar un par de pasos hacia atrás, quedándose apoyado en la pared del ascensor y sin dejar de mirarme. Noté mis mejillas encenderse de la rabia que sentía, y no fui incapaz de controlar mis impulsos cuando le grité:
—¡Me fui porque me dio la gana! ¡¿Acaso tengo que darte explicaciones de cada paso que doy en mi vida?!
No me dio tiempo siquiera a que terminara la pregunta cuando ya estaba contestándome con una afirmación rotunda:
—Sí.
Estupefacta, lo miré sin saber cómo reaccionar, y antes de decir cosas de las que luego me arrepentiría, aporreé el botón como una descosida. Necesitaba salir de allí, dejar de respirar su aire, dejar de estar cerca de aquel maldito demonio.
—Pon el puto ascensor en funcionamiento, Edgar. Estás cabreándome de mala manera —bufé, mostrando una fuerza que no sentía ni por asomo.
Su cuerpo se pegó a mi espalda, y tuve que cerrar los ojos para tratar de tranquilizar mi respiración. De nuevo, aquel olor masculino, tan atrayente y perturbador, me nubló. Suspiré de manera casi imperceptible y solté con lentitud el aire que había estado aguantando.
—Te he echado de menos…
Me quedé paralizada al escuchar aquellas palabras de sus labios. Metió su rostro entre la curvatura de mi cuello y aspiró mi olor, de tal manera que mi sexo comenzó a humedecerse. Escuché que inhalaba con fuerza, que rozaba cada centímetro de mi piel, erizándola, quemándome a una velocidad de vértigo.
—Edgar… —musité en un susurro apenas audible—. Abre el ascensor, por favor.
Mi tono salió casi suplicante, y sentí en mi cuello una leve sonrisa asomar por sus maravillosos labios. Maldito fuera mil veces, porque sabía perfectamente lo que provocaba en mí. Su tono de voz, tan ronco, excitante y sensual, me desarmó:
—Oblígame. —Y esa simple palabra me llevó a un tiempo que no quise recordar, que juré enterrar para siempre. Me llevó a dos años atrás, cuando en ocasiones yo era la dueña y señora de su cuerpo y de todos sus sentidos—. ¿A qué estás esperando? —me susurró de nuevo, retándome.
Me aparté de él como si quemara, consiguiendo ponerme en la otra esquina del ascensor. No pude explicarme cómo. Desde la distancia que nos separaba, lo miré con mala cara y grité:
—¡Ayuda!
De una sola zancada llegó hasta mí, tapó mi boca con su gran mano e hizo que su nariz quedase prácticamente pegada