Sueños de sombras. Israel Hernández
suelo olvidar que soy prisionero,
De su embrujo, y de su indiferencia.
Y sueño con escapar algún día.
Y llegar hasta mis montañas,
Ver mis ríos, el mar y mis volcanes,
Y, sobre todo, la sonrisa de mi gente.
El cantar de los canarios,
Me despierta de mi sueño,
En esta mañana primaveral.
Y me pregunto ¿dónde estará y qué hará?
Porque mis recuerdos se ensanchan,
Y se graban como cicatrices imborrables.
Porque pretendemos muchos,
Buscarle a los recuerdos otro sentido.
¿Acaso no sería más fácil el olvido?
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
DESENTERRANDO LAS MEMORIAS PERDIDAS
El cielo empezó a nublarse ya bien entrada la tarde, y ese día llovió durante toda la noche. El cantar a lo lejos de unos gallos le daba la bienvenida al alba, mientras un nuevo día comenzaba entre nieblas, por las colinas del volcán.
Era uno de esos días grises, y en aquel ambiente hostil se podía sentir la humedad hasta en los huesos; era uno de esos días que es mejor no salir de casa, de esos días que a los poetas les inspiran sus poemas melancólicos.
Salí de casa a eso de las nueve de la mañana, aún se podía sentir el suave rocío rezagado que seguía cayendo como ave de mal agüero.
Crucé a grandes zancadas, bajo una ligera llovizna, el valle que nos separaba de la gran casa. —Así llamábamos todos los empleados a la finca del patrón—. Era una hermosa casa, tenía un espléndido jardín y una fuente dando la bienvenida en la entrada principal. La fachada parecía una de esas antiguas postales que alguna vez me mostró el patrón, de cuando aún vivía en Barcelona.
Parecía un día interminable, las horas pasaban lentas, y poco a poco la tormenta volvió a resurgir, esta vez con más fuerza. Se convirtió en una tormenta horrible, de esas que ponen los pelos de punta, de esas que una cree que es el fin del mundo. Se cerró hasta el punto de que me fue incapaz el regresar a mi casa aquella noche. Fue hasta el día siguiente que, con los primeros destellos de claridad, salí corriendo a ver a Carmen.
La casa en la que vivíamos era propiedad del patrón, como todo lo que se encontraba en varios kilómetros a la redonda de su finca. Yo vivía con Carmen, mi hermana menor. Ella era todo cuanto tenía, nunca nos separábamos, éramos como uña y carne. Nunca dejó de ser mi niña, no obstante, ya se había convertido en toda una mujercita, a pesar de que yo me negara a reconocerlo. Quizás nunca comprenderé los caprichos de la vida, esa vida que a veces la veo con apatía por lo injusta que ha llegado a ser con nosotras.
Carmen estaba esperando un hijo del patrón, por ello nos dejaba vivir en una de sus casas.
Desde que había quedado embarazada, muy pocas veces la fue a ver, y jamás lo escuche hablar de ella. Los días eran largos y angustiosos, vivíamos entre la angustia y la incertidumbre de no saber que nos deparaba el destino. Reinaba un ambiente de miedo, la consternación se apoderaba de todos. Estábamos en una etapa muy dura, mucha gente yacía muerta y otros tantos que desaparecían. La dictadura del general Martínez no hacía más que empezar. Desde que Carmen había quedado embarazada, la pobre sufría una decadencia como si la tristeza la devorara por dentro. Su alegría se fue apagando poco a poco. Hubo días, en los que llegaron a mí, pensamientos negros que se aposentaron en mi cabeza, aunque jamás me atreví.
No lo olvidaré nunca, fue una noche a mediados del mes de noviembre. Sentí un vacío en mi estómago y un leve dolor en mi pecho. A pesar del frio, las manos me sudaban y un ligero temblor hacia bambolear mi cuerpo. Sabía que Carmen ya estaba a punto de dar a luz y no podía dejarla sola; pero aquella noche entre la oscuridad, que solo se interrumpía con los relámpagos, no hubiese avanzado nada y también tenía un riachuelo que cruzar, y con la tromba que estaba cayendo, me iba a ser imposible regresar. Así que me resguardé a esperar que amaneciera.
Yo sabía que algo no estaba bien, lo podía sentir. Era un presentimiento que no me dejó pegar ojo en toda la noche y, efectivamente, a eso de las diez de la noche le empezaron las contracciones leves, que se fueron intensificando más y más, y que apenas le dejaban caminar con dificultad. Con mucho esfuerzo logró llegar hasta la cocina, calentó un poco de agua y se preparó un té de linaza, cogió las sábanas de mi habitación y todo lo que pudo, como ya antes le había explicado yo.
Era la noche cruda y tenebrosa, solo los relámpagos y el rugir de los truenos dejaban ver que aquella noche no era un espacio vacío del universo o del mismísimo infierno. El viento soplaba con fuerza golpeando las ventanas, muy pocas veces en mi vida he sentido el miedo que sentí aquella noche.
Mientras las horas pasaban, las cosas para Carmen empeoraban aún más. Las contracciones no cesaron y tras rezar tres padrenuestros y tres aves marías, se dejó a la voluntad de Dios. Sintió que moría, el aliento se le escapaba y su vida se deslizaba como las gotas de agua por el ventanal, sus gritos se confundían con el rugir del viento, eran gritos de agonía. Había entrado en un estado de inconsciencia; hasta el punto de desvariar. Con el resplandor de los relámpagos, creía ver la silueta de una sombra que la observaba atento detrás de la ventana.
Por fin, después de casi seis intensas horas de agonía, ocurrió el milagro de la vida. Entre la tormenta infernal y los gritos de Carmen llegó al mundo una diminuta criaturita que después parecería un ángel. Era un hermoso niño, nació a las tres de la madrugada de aquel húmedo mes de noviembre. Cogió las sábanas y el cuchillo que teníamos en la cocina, ella misma lo limpió y procedió a cortar el cordón umbilical.
Para cuando yo llegué a casa; como a las seis de la mañana, los llantos de un bebé me erizaron la piel, corrí aturdida hacia la habitación de donde provenían los llantos. Me quedé atónita, no daba crédito a lo que veía. Sábanas ensangrentadas por doquier. Cuanto más avanzaba más me imaginaba lo peor; como sucede en estos casos.
Solo después de asesorarme que Carmen y el bebé descansaban. Bajé en busca de la comadrona, para asegurarme de que los dos habían salido ilesos de tan angustiosa odisea. Su llegada fue para darle la enhorabuena por lo valiente que había sido Carmen, dijo que en su vida había visto persona tan valiente como ella.
Cuando la comadrona se alejó, después de ayudarme a enterrar la placenta en un descampado que quedaba detrás de la casa, yo entré y me fui a recostar en una hamaca, donde tardé un santiamén en quedarme dormida. Estaba tan cansada, que solo tenía fuerza para recordar cuando había irrumpido en la habitación y me había quedado boquiabierta.
Entre las sábanas, aún ensangrentadas, vi el largo cuchillo que guardábamos en la cocina. Lo había reconocido enseguida, un segundo más tarde me di cuenta de que algo se movía entre las sábanas, lo observé de hito en hito no sé por cuánto tiempo, hasta que me armé de valor y di unos pasos más, lo acogí entres mis brazos, lo limpié y lo acomodé en la cama. Enseguida me di cuenta de que Carmen no estaba en aquella habitación, corrí desesperada por toda la casa en su busca.
Por fin la encontré inconsciente al frente de una ventana entreabierta, que permitía que entrara la poca luz que se colaba por entre las nubes. La cogí como pude y la llevé a su habitación, junto a su hijo. Temblaba de frío y por ello me di cuenta de que aún seguía con vida. Una vez en su cama vi como su rostro se iluminaba con una sonrisa entre dientes y una mirada de felicidad, mezclada con el horror por la pesadilla que acababa de pasar. Entre el cansancio y el recuerdo de aquellas imágenes, hicieron que pasaran mil cosas por mi cabeza.
Cuando me desperté bajé a la cocina y le preparé un caldo para que recuperara fuerzas.
«Tranquila»,