Sueños de sombras. Israel Hernández
el bebé como ella evolucionaron milagrosamente, tanto que se encontraba con valor para contarme como había ocurrido todo, y de cómo no podía olvidar aquellas sombras que creyó ver que la observaban por las ventanas. Habló de las sombras, de las cuales yo no le presté mucha importancia, puesto que creí que fueron alucinaciones suyas, producto del impacto nervioso al que había estado sometida. Sin embargo, el bebé crecía cada día más y se volvía más fuerte.
Era tarde y la noche se abría paso. La luna empezaba a cobrar su derecho de interrumpir la oscuridad, con su luz azulada o más bien grisácea. Podía ver aquella señora bastante cansada, quizás por sus años, o por el dolor que le ocasionaban el traer a su mente viejos recuerdos, que le abrían dolorosas heridas. La interrumpió dándole una palmadita en el hombro y un beso en la mejilla, quizás porque de alguna manera se sentía culpable de verla así. Él la había obligado a que desenterrara sus memorias perdidas al preguntarle el por qué siempre estaba tan sola y si aún le quedaba algún pariente.
—Gracias por contarme esta historia. Pero es mejor que sigamos mañana, ya es tarde y usted necesita descansar.
Ella asintió con un ligero movimiento de su cabeza, y una mueca de sonrisa, disimulando la tristeza que le ocasionaba el recuerdo de los días de su juventud.
Él la acompañó hasta su habitación y, una vez más, dándole un beso en cada mejilla, se despidió.
—Buenas noches —le dijo.
—Igualmente, hijo —contestó doña Marta—. Hasta mañana, que descanses bien.
Doña Marta era una señora bastante extraña, pero a la vez adorablemente amable. En su rostro se dibujaban un montón de arrugas; su hermoso pelo blanco, que parecía de plata, le llegaba hasta la cintura. Había algo en su mirada aguileña que el pasar de los años la habían convertido en una persona capaz de ocultar un pasado lleno de desdichas por el capricho de la vida.
Con el rostro cansado y la mirada con semblante aristócrata, parecía leer a las personas como un libro abierto. Eso y sus gestos irónicos, lograban que cualquier persona se sintiera incomoda antes su presencia. Ello le hacía ganar muchos puntos a su favor al tratar de entablar cualquier tipo de conversación. Él quiso imaginarse todo cuanto le acababa de contar y de cómo sería el desenlace de tan interesante historia; pero Las mil y una noches le nublaron de espesa niebla su mente. Aún se sentía aturdido, se encontraba en un país totalmente diferente al suyo, se había adentrado en una ciudad donde no conocía casi a nadie. Pero dentro de él, resurgía un frenesí incontrolable, una necesidad insaciable por saber los vestigios de su pasado. Ello le había hecho cruzar todo el océano y embarcarse en su mayor aventura.
Era su misión personal, para ello contaba con muy pocas pistas. Solo tenía en sus manos una vieja dirección de una casa que nadie parecía recordar que hubiese existido y el nombre de un sacerdote que habría ejercido hacía más de treinta años en la catedral de la Virgen de la Paz, la patrona de la ciudad.
Hacía mucho calor, unos treinta y siete grados, más o menos. Aún no lograba acostumbrarse a su nuevo ambiente. Por momentos extrañaba todo lo que había dejado en Barcelona. Pero el encuentro con aquella misteriosa señora le era placentero, había algo que no lograba llegar a descifrar, parecía conocerla desde siempre.
—Qué extraño —pensó en voz alta, pero hizo caso omiso a sus pensamientos.
Vio su reloj, no era muy tarde. Solo marcaba las ocho treinta. Así pues, decidió indagar un poco adentrándose por una de las callejuelas de la ciudad que solo por coincidencia llevaba su mismo nombre: Miguel.
Corría el inseguro año 1971, cuando Miguel llegó a El Salvador.
Aún a sabiendas que las situaciones políticas en el país siempre fueron precarias, se adentró corriendo todos los riesgos. Sabía que era peligroso, pero el día que decidió averiguar de dónde venía, aceptó todos los riesgos, e incluso hasta fracasar en el intento. Empezó a caminar bajo la noche, solo con la luz de la luna azulada y el calor asfixiante. Se fue alejando con sus pensamientos. Dejando atrás la posada de doña Marta. Los rayos de la luna exhibían casi en total plenitud las torres puntiagudas de los campanarios de la catedral, por ello supo orientarse y dirigirse hasta la iglesia.
La posada de doña Marta se encontraba justo al costado de la catedral, solo era necesario recorrer unas callejuelas, y poderse parar frente a su fachada principal. Se dirigió por un callejón que creía sería el más eficaz en su trayecto, caminó varios minutos sin encontrarse tan siquiera con un alma viviente, le era extraño no encontrar a nadie a esa hora; él que estaba acostumbrado al bullicio y a las alegres y coloridas calles de Barcelona. Ahora era tan diferente, la ciudad en la que se encontraba le parecía fantasmal e incluso empezó a pensar en voz alta.
De pronto tuvo una extraña sensación, creía percibir que alguien lo observaba. Y aquella sensación se fue apoderando de sus miedos. Se detuvo delante de un lugar, que parecía un mercado, creyó escuchar voces que comentaban las ventas del día. Pero no prestó mucha atención y siguió su camino sin detenerse. Mientras se alejaba a pasos aligerados, descubrió a unos niños que recogían las verduras que aquel día no habían logrado vender. Después de aquellas escenas, empezó a parecerle una ciudad con vida.
Desde que había llegado de Barcelona no había tenido la oportunidad de conocer casi a nadie, a excepción de los que se encontraban en la posada de doña Marta, donde él alquilaba una pequeña habitación, que no eran muchos.
Sus pequeñas casas de tejados rojizos y angostas callejuelas se abrían como viejas heridas, era como una escena sacada de una novela que aún no se había logrado escribir, viviendo solo en las imaginaciones que aún no existían. Poco a poco se fue alejando de aquellos niños que parecían contentos terminando un día más de faena. Llegó hasta el parque Guzmán, ya no podía ver la catedral, ya que al levantar su vista solo divisaba las copas de los almendros que se alzaban frente a su fachada.
Se dirigió hasta el centro del parque donde descubrió a un ángel. Era una imagen bastante pequeña, parecía que era el guardián del parque, se quedó un momento absorto observando la diminuta estatua. Cuando otra vez sintió la misma sensación de que alguien lo observaba, esta vez escuchó unos pasos. Sí, efectivamente, eran unos pasos.
Seguido de los pasos, escuchó unas voces, corrió evitando hacer ruido. Se escabulló entre unas plantas, logrando llegar hasta unos árboles que le brindaban protección. Desde ahí podía ver a dos siluetas que se aproximaban. Era una pareja de jóvenes cuyos rostros no podía ver por la oscuridad. Se sentaron en uno de los asientos, parecían discutir algo pero no podía oír lo que discutían, hablaban como si ambos trataran de contarse secretos. Por su posición privilegiada a los jóvenes casi les era imposible que se pudieran dar cuenta de que allí había alguien. Con cautela se aproximó un poco más, hasta poderlos escuchar perfectamente.
—La verdad es que estos hijos de puta nos seguirán jodiendo siempre. Y seguirán haciéndose más ricos a costa nuestra, yo digo que ya es hora de ponerlos en su lugar. Ya basta de tantas barbaridades, ahora es el momento de actuar. Es la hora del golpe. Que ya empiecen a pagar un tanto de sus incontables crímenes.
Cuando escuchó lo que hablaban los jóvenes se dio cuenta de que era un asunto muy delicado, quiso retractarse. Pero ya era tarde. Aquellas palabras seguirían retumbando en su cabeza.
—No —contestó el otro—. Aún no. Tenemos que prepararnos más, de lo contrario nos pasará lo mismo que les pasó a los del treinta y dos. Y nuestro esfuerzo se esfumará quedando en vano. Tenemos que seguir los planes de Ismael, todo se hará a su debido tiempo.
Por un momento se arrepintió de haber tomado la decisión de escuchar aquella conversación. A su entender, planeaban un golpe de estado. O al menos eso fue lo que logró comprender. Decidió alejarse lo más silenciosamente que pudo, caminando en sentido contrario de dónde estaba su posible salida del parque, no le quedaba más opción si quería pasar desapercibido.
Al salir del parque fue a dar justo en la entrada principal de la catedral. Pero en ese preciso momento unas nubes empezaron a esconder la luna y la oscuridad se fue adueñando