Sueños de sombras. Israel Hernández

Sueños de sombras - Israel Hernández


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señor —dijo, con un ligero titubeo y sin poder ocultar lo indignada que estaba—, que nos ha roto cinco jarrones grandes y ocho pequeños.

      Pero su voz se quebraba en cada frase con evidente perplejidad, sus mejillas se sonrojaban al dirigirse hacia él.

      —No te preocupes. Ha sido una imprudencia por mi parte, dime, ¿cuánto es?, dime el precio de los jarrones que he roto.

      Y dándole la espalda, la chica se acercó la anciana, a consultárselo. En un instante regresó.

      —Los jarrones grandes dice mi madre que son a un colón y los pequeños a cincuenta centavos.

      —Serán en total nueve colones —se adelantó Miguel al percatarse que ella hacía las cuentas con mucha dificultad, contando con los dedos—. No hay problema.

      —Espere que le preguntaré a mi mamá —que aún no se lograba recuperar de tal nerviosismo.

      —Si tonta, son nueve colones. Y será mejor que los cojas antes de que se arrepienta, que bien sabes que en estos tiempos que corren casi nadie paga sus deudas a no ser con machetes o riñas —intervino el señor de la guardia nacional.

      Pero Miguel volvió a tomar la iniciativa, sujetó de la mano a la chica, que parecía bastante exaltada.

      —No te preocupes, son nueve colones. Aquí los tienes.

      Depositó en su mano nueve billetes de colón y se volvió a disculpar. Verdaderamente estaba apenado con aquella familia.

      Cuando la muchacha tuvo los billetes en sus manos parecía que nunca en su vida hubiese poseído semejante cantidad de dinero en sus manos. Su rostro pareció iluminársele por instantes.

      —Muy bien —dijo el señor de la guardia—. Dejémonos de tanto sermón, y dígame, amable caballero, ¿a quién he tenido el privilegio de salvar de una muerte casi segura en esta mañana tan espléndida?

      En su mirada se podía advertir que procuraba cuanto podía para agradarle; pero por lo visto a Miguel no le inspiraba ni pizca de confianza. Al darse cuenta de su imprudencia, le tendió su mano.

      —Para usted, Antonio dispuesto a ser su amigo y servidor —dijo muy halagadoramente.

      Se transformó en una persona verdaderamente amable y muy humilde, pero algo no se podía borrar así por así. Tenía el aspecto de un hombre bastante extraño. Era de esos hombres que dan malas sensaciones. Antonio era un hombre alto y de complexión fuerte, de acuerdo con su cuerpo, casi siempre vestía un viejo uniforme verde descolorido. Era un hombre muy curioso y arriesgado. Por ende, era el jefe de la guardia nacional de la ciudad de San Miguel.

      Al darse cuenta de que no tenía más opciones.

      —Miguel, mucho gusto —contestó y le estrechó la mano.

      —¿Miguel qué?, si no es mucho preguntar —dijo mientras seguía sujetándole fuertemente la mano, como si tratara de intimidarlo.

      Miguel dudó un momento...

      —Como te podrás dar cuenta, sabrás que yo conozco mucha gente en esta ciudad y, a lo mejor, hasta te puedo ser de mucha ayuda —terció el guardia—. No es por jactarme y disculpa mi imprudencia, pero este mal lo he heredado de mi madrecita, que Dios me la tenga en su santa gloria. Si no se la quedó San Pedro para sus interrogatorios, y ahorrarle faena, la pobre.

      —Miguel González —contestó por fin.

      —González… —repitió exaltado, mientras se quedaba un momento pensativo—. No me suena de nada. Pero eso no importa. Y dime —prosiguió— ¿qué te ha traído por estas tierras en estos tiempos tan malos que corren? Porque, que yo sepa, los tiempos del dorado quedaron atrás y en las manos de nuestros burgueses y la madre patria.

      —Mi viaje son asuntos sin mayor importancia.

      La verdad, se estaba volviendo cada vez más impertinente con tanta charlatanería y a Miguel eso le fastidiaba mucho. Pero, sin embargo, estaba convencido de que se había tropezado con la persona idónea; para que le ayudara en su investigación. Solo era cuestión de tiempo el ganarse su confianza.

      Caminaron por diversos callejones, que parecían no tener salida, hasta que se encontraron frente a la catedral. Sus campanarios puntiagudos los bañaban con su sombra y los protegían del abrumador calor. Miguel se detuvo un momento a observar una imagen de un Cristo con las manos extendidas situado entre las dos torres. Parecía darle la bienvenida. Al fondo, un sacerdote empezaba la misa, la habitual de los domingos, a la que acudían la mayor cantidad de feligreses.

      —No pretenderás entrar —se detuvo Antonio, enarcando sus cejas, luego encogió los hombros y se quedó disimulando una sonrisa irónica.

      —No —contesto fríamente Miguel—. Tengo cosas que hacer.

      —Bien, ha sido un placer conocerte. Me encantaría poder hablar otro día contigo. Quién sabe, a lo mejor hasta podemos ser amigos.

      —Será para mí un gusto. Me hospedo en la posada de doña Marta, cuando quiera, ahí me puede encontrar.

      Por lo visto el día no fue el esperado para Miguel, se despidió de Antonio y se fue directo a la posada. Sin embargo, había algo que no le dejaba tranquilo. Las imágenes de aquella chica asustada. Era la india más hermosa que sus ojos jamás hubieran visto. No tardó mucho tiempo en llegar a la posada, y tampoco podía apartar de su cabeza su mirada, sus grandes ojos café y lo que su blusa permitió que viera.

      Como no encontró a nadie en la posada, dedujo que se encontraban en la catedral. Recorrió todo el pasillo y se dirigió directo a su habitación, se sentó en el borde de la cama y empezó a preguntarse si hacia bien en querer averiguar sobre su pasado o solo era una obsesión creada por su complejo de solitario. Le daban ganas de regresar a Barcelona y olvidarse de todo, ponerle flores a la tumba del padre Juan en Montjuïc y seguir con su vida, como una persona normal. Pensaba en buscar una mujer, casarse y tener hijos. Y cuando le preguntaran por sus abuelos, inventarse alguna historia. Hasta que el cansancio de tantas incoherencias y el cambio de horario hicieron que se quedara dormido.

      Había una daga de plata que él siempre había cargado en un costado de su cintura, ese día se la había tocado en más de una ocasión. Era una sensación de intranquilidad. Aquel día Miguel se sentía diferente, parecía que todo el mundo tuviera puesto los ojos en él. Iba por un camino que le resultó familiar. Entonces, vinieron a su mente olores y recuerdos, entrelazándose el pasado con el presente. Recordó aquel perfume que llevaba el día que se conocieron, aquel día cuando se dieron el último beso, la forma de sus labios, su forma de caminar, la forma en la que le miraba. Todo era tan absurdo, y es que no la había visto nunca, pero la conocía tan bien por haberla soñado tantas noches.

      Después de haber doblado la esquina, alguien al que no había tenido tiempo de verle el rostro, le arrebató la daga en menos de lo que se persigna un cura loco, y se la incrustó en el abdomen en un abrir y cerrar de ojos. Lo había dejado casi inconsciente. Pero que raro, eso era como un recuerdo. Luego sintió otro golpe. Uno de sus brazos había caído al suelo. Ahí reaccionó.

      «Demonios, que sueño más tonto», pensó.

      Los días que siguieron pasaron sin mayores incidentes. Se fue acostumbrando al nuevo ambiente, al nuevo horario, y a la gente campesina, trabajadora y servicial, que iba conociendo por doquier. Salió a conocer algunos pueblos cercanos a la ciudad. Pasó unos días en Usulután y otros en Ciudad Barrios. Desde ahí había viajado a pueblos remotos en el norte de Morazán, ya en la frontera con Honduras. Ahí conoció a gente muy humilde y a la vez interesante. Se encontró con un señor con la barba desaliñada en un pueblo llamado Perquín. Mientras intercambiaban opiniones sobre la política en Europa y la comparaban con América Latina se bebieron todas las cervezas Pilsener que había en aquella pequeña posada. Nunca más volvería a encontrarse con aquel hombre, aunque tiempo después leería su tesis en la universidad nacional. De regreso del último, no se encontraba muy bien; pero aun así decidió pasar por el puesto donde anteriormente había roto los jarrones. Quería volver a ver aquella


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