Sueños de sombras. Israel Hernández

Sueños de sombras - Israel Hernández


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con la tenebrosidad. Y enseguida empezó a planear cómo podía regresar a la posada, en aquella tenaz penumbra.

      No podía apartarse de su mente tan desafortunada conversación que hacía tan solo un momento acababa de escuchar. Para cuando logró llegar a la posada, la noche estaba en todo su apogeo, entró sigilosamente y se fue directamente a su habitación. Empezó a desprenderse de toda su ropa y completamente desnudo se metió en la cama. Ya hacía tiempo que había aprendido un ejercicio de relajación que practicaban los adeptos del arte del fuego.

      Extendió sus brazos en forma de cruz, cerró sus ojos y empezó a respirar profundamente para que el aire abriera paso entre su cuerpo, llenara los pulmones y despertara su alma. Pronto empezó a sentir cada parte de su cuerpo. Empezando por los pies y así sucesivamente cada parte de él, luego agudizó sus sentidos en los cuatro elementos, durante un largo rato, hasta que de pronto empezó a sentirse extraño, creyó levantarse y abandonar su cuerpo. Empezó a observarse a sí mismo. Solo era un cuerpo inerte tendido en la cama. Una corriente de aire y una sensación extraña, le invadieron. El cuerpo que observaba tendido en la cama permanecía inmóvil y totalmente ajeno a él.

      De repente, se despertó y de un salto logró ponerse de pie. Su corazón estaba exaltado y se encontraba sudando. Tenía pánico de volver a la cama. Aquello para él era una experiencia nueva, nunca antes lo había experimentado. Pero su cuerpo estaba hecho trizas. Era como si viniera de un largo viaje, aun así tenía que dormir; aunque su consciente se negara rotundamente. Después de un largo rato por fin el cansancio venció la batalla y poco a poco se fue sumiendo en un pesado y profundo sueño.

      Cuatro frondosos árboles de amate, entrelazándose como si trataran de fundirse en un profundo y eterno abrazo, lo arropaban con sus sombras. Y una sensación espeluznante, que hizo erizar su piel, se deslizó desde su interior. Esos árboles misteriosos, que pareciera que muestran las vísceras del mundo cuando salen al exterior, y dan esa sensación de repugnancia y escalofríos al observarlos, desde sus raíces que empiezan a arquearse.

      Y cuanto más lo observaba; sus curvas trataban de forjar formas que su subconsciente trataba de descifrar. A veces lograba sonrisas, a veces caras de espanto. ¡En una rama de uno de ellos algo colgaba! Quería ir a investigar qué era, pero cuando intentó dar un paso, sus pies no respondían. No era capaz ni de mover una sola parte de su cuerpo que se había quedado aletargado, no era capaz de mover un solo dedo de sus manos. Su cuerpo pesaba como si fuera de plomo.

      Quería averiguar qué demonios era lo que colgaba de la rama del amate, pero su cuerpo se negaba. Hasta los mismos árboles parecían tener vida y verlo con sarcasmo. Al ver que le era imposible moverse, después de hacer tanto esfuerzo, no le quedó más opción que tumbarse exhausto en el suelo. Su consciente se debatía con sus músculos y cuando por fin logró moverse, vio a doña Marta sentada en una de las grandes raíces que sobresalían de los amates. Estaba llorando desconsoladamente bajo la sombra que colgaba. Le empezó a gritar desesperadamente, pero no fue capaz de verlo, parecía que no era parte de su realidad. Luego, la silueta de un hombre se acercaba a grandes zancadas; no se lograba definir su rostro y su vestimenta era una sotana negra y larga que le cubría desde los pies hasta la cabeza. Él gritaba, pero era inútil, nadie lo escuchaba. Aquella sombra pasó a centímetros de él. Pudo sentir la brisa que agitaba su vestimenta negra. Cuando volvió a observar a doña Marta, ya no lloraba. Esta vez se reía a carcajadas; pero lo que más le extrañaba era que siguiera ignorando su presencia. Luego, doña Marta se alejaba sin escuchar sus gritos. Solo se quedó con la sombra que colgaba del árbol.

      Quería salir corriendo detrás de doña Marta, pero todo esfuerzo se desvanecía en la nada. La luna lo bañaba con su grisácea luz y los grillos hacían su concierto en la oscuridad de los matorrales, y como soneto de fondo las rimas del riachuelo, que se afanaba en su interminable recorrer.

      La noche parecía ser infinita e inacabable hasta que…

      —Dios. Solo ha sido un sueño.

      Si, solo una pesadilla más. Recordaba haber soñado sombras. Eran sueños de sombras.

      —Miguel —dijo una dulce y tierna voz.

      Alguien llamaba a su puerta.

      —Un momento, por favor —respondió.

      Aún estaba aturdido por tan extraño sueño, aún su corazón palpitaba como si hubiese visto al mismísimo Satán.

      —Su desayuno lo espera. La mesa ya está servida. Y dese prisa que a doña Marta no le gusta esperar.

      La chica que lo había ido a despertar era Isabel, la ayudante de doña Marta, que también se encargaba de la limpieza en la posada. Siempre andaba atareada y de mal humor, a excepción de los domingos que era su día libre y se escapaba con un joven, quien sabe para dónde, pero siempre aparecía los lunes por la mañana puntual a su trabajo.

      Él se vistió deprisa y salió corriendo para el comedor, sin prestarle atención a lo que había soñado. De todas maneras, solo era un sueño más.

      Doña Marta estaba sentada en el extremo inferior de la mesa, con una taza de café en sus manos.

      —Buenos días —saludó.

      —Buenos días —le contestó doña Marta—. Espero que descansara bien, lo veo un poco pálido, debió haber tenido una mala noche —dijo, e hizo uno de sus gestos irónicos, como riéndose de él.

      Su rostro parecía más cansado de lo normal, sus ojeras delataban su desvelo.

      —He pasado una noche placentera —contestó, tratando de no mirarla directamente a la cara, ocultando la cara de trasnochado que tenía.

      —Tome asiento que su café se enfriará —señaló doña Marta, bajando la mirada decepcionada por su arrogancia.

      Mientras Miguel se sentaba, en su rostro un destello de luz le iluminó, y tuvo un buen presentimiento intuyendo que aquel sería un buen día.

      Desayunaron casi sin decir palabra y evitando mirarse directamente a la cara.

      —Me gustaría hacerle unas preguntas —dijo Miguel un tanto inseguro, tratando de encontrar un tema de conversación.

      —Tú dirás —respondió doña Marta fríamente—. ¿Sobre qué quiere saber...?

      —La verdad es una historia que no logro entender muy bien y no sé por dónde empezar.

      —No te preocupes. Las cosas no hay que complicarlas, debes ir directo al punto, di lo que piensas y no lo compliques nunca. La simplicidad es lo más ingenioso que puedes hacer cuando trates de comprender algo que se te presente difícil.

      —Me gustaría saber un poco de este país —contestó.

      Le molestaba a Miguel no poder controlar la conversación. La última respuesta no era lo que pensaba. La verdad él quería preguntarle por las personas que buscaba, y quería hablarle sobre los motivos, de su viaje. Pero tuvo una corazonada e intentó enseguida cambiar el tema.

      —Mejor sígame contando la historia que dejamos a medias anoche. La dejamos donde Carmen le contaba cómo había acontecido el parto y de cómo parecía recordar que alguien la observaba detrás de la ventana.

      Fue lo más sensato que se le ocurrió para tratar de cambiar la conversación. Enseguida se dio cuenta de que se encontraba entre la espada y la pared.

      Doña Marta dirigió su mirada a la mesa, y enmudeció… Se quedó callada, como ausente. Su mirada se perdió escudriñando su alma, revolcándose en el infinito de sus recuerdos. Volver a sentir como se le erizaba la piel al revivir cada detalle de lo vivido, volver a sentir la brisa en su cara mientras caminaba por aquellos valles. El viaje a su interior fue breve para la percepción de Miguel. Aunque para ella había durado una eternidad.

      De pronto, levantó la mirada, su rostro estaba pálido, parecía diferente. Como no estarlo, si acababa de soltar uno de sus demonios internos que, cual perro rabioso, la arrastraba hasta esos días que ella no quería recordar.

      Un momento más se


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