Sueños de sombras. Israel Hernández
parecían tallados a mano. Y su figura angelical desprendía un olor que le hipnotizaba.
Poco a poco, fue envolviéndose en su cuerpo, era como si el cielo y la tierra se unieran. Después de recorrer con sus labios todo su cuerpo y escuchar sus gemidos de placer que lo elevaban a un estado de locura, le cogió por los hombros mientras podía ver en su mirada gritos que se ahogaban en suspiros. Suspiros que le pedían que la amara.
Aquel instante se perdió, y se quedó en blanco. Fue como una corriente que le recorrió todo su cuerpo y lo fundió con el suyo. Como las materias cuando se unen, formando un solo elemento. La penetró con un deseo insaciable y un instinto brutal, hasta quedarse exhausto de placer. Fue como un rito hasta llegar al éxtasis, fue una locura, hasta que llegaron al punto cúspide, donde solo hay nada y el todo. Ese momento de subirte a la montaña rusa, sentir el vértigo y la energía deslizándose por tu cuerpo en ese preciso momento en el que no hay marcha atrás. Para Miguel fue mítico.
Ver su silueta desnuda contra el cristal lluvioso de la ventana era su nirvana. Una escena de ensueño, un instante mágico lleno de regocijo, demasiado bonito para que fuera real.
Cuando cerró sus ojos, empezó a caer en un abismo y empezó a ver sombras, rostros que jamás había visto. Un niño que parecía perdido lloraba desconsoladamente, una mujer con una soga atada al cuello colgaba de un árbol. Alguien sin rostro emitía gritos desgarradores...
Luego otro mundo oscuro, donde solo había un panorama hostil y un suelo raso, vociferaban palabras incomprensibles para él. No había ni una señal de vida, solo estampas suyas desfilando.
Sintió su corazón encogerse de agonía, mientras la brisa fría y brusca, que le golpeaba su frente, lo transportó como en un viaje astral hasta los más recónditos recuerdos que guardaba de su vida. Las estampas empezaron a desfilar y a pasar como estrellas fugaces desapareciendo en el infinito, sin conciencia del pasado ni del presente. Ahí se perdió.
Unos secretos que no llegaba a comprender y unas siluetas que no llegaba a reconocer aparecieron ante su vista borrosa. Temblaba de frío mientras un miedo vago le poseía, como si su cuerpo no le perteneciera. Quiso ponerse en pie, pero sus extremidades no respondieron a los impulsos de su cerebro.
—¡Vuelve en sí!
Oyó que alguien balbuceaba.
—Por Dios, Miguel, qué susto nos ha dado. ¿Qué diablos ha bebido, o qué puñetas ha hecho?, lo creíamos ya casi muerto.
Era la pobre señora Marta.
—Miguel, le hemos encontrado dando gritos, y ardiendo en fiebre. Lleva toda la noche delirando.
Él no sabía ni qué hora era, ni cuánto tiempo llevaba tumbado en aquella cama. Dos personas más se encontraban en el fondo de su habitación. Por la poca luz que daba el farol amarillento y chillón no podía distinguir sus rostros.
—¿Quién la acompaña, doña Marta? —preguntó con la voz entre cortada.
—¿Usted quien cree? ¡Muchacho!
Frunciendo el ceño y con un leve movimiento de hombros, hizo un gesto de no imaginarse quienes podrían ser aquellos extraños.
—Acérquese, padre, que le presentaré al joven Miguel —dijo doña Marta.
Vio a un hombre bastante grande, con una sotana negra que le recordó enseguida al padre Juan, pero al contrario que este, en vez de consuelo le dio más bien, miedo.
—El padre José para servirle a Dios y a usted —dijo con una voz que le dio escalofríos.
—¡Hombre, muchacho! ¿Qué ha pasado? por un momento creíamos que se nos iba para allá de donde dicen que nadie vuelve; pero me da mucho gusto ver que ha decidido quedarse de nuestro lado. Y que esto no haya sido más que un susto, si eso. Solo un susto.
Doña Marta y el padre José lo miraron de reojo con un notable reproche por su comentario tan fuera de lugar.
—Y ustedes, ¿de qué se conocen? —preguntó doña Marta sorprendida.
Miguel y Antonio se miraron, como ocultando un asesinato. Antonio le guiñó un ojo a Miguel, que solo el padre José advirtió.
—Ha… ha venido a verme hace unos días a mi puesto —respondió Antonio—. Quería información acerca de la seguridad de la ciudad.
El padre José no se creyó la respuesta de Antonio y dirigió una mirada a cada uno, luego a Miguel.
—Me contará Miguel, ¿qué lo ha motivado a hacer un viaje tan peligroso y aventurarse por estas tierras? Tengo entendido por doña Marta que viene usted de Barcelona, España. Y me sorprende más en estos tiempos que corren, no es lo más aconsejable para un joven como usted. Excepto que sea su viaje de suma importancia.
—La verdad, padre —contestó Miguel —es una larga historia, pero descuide que en cuanto me encuentre bien y en condiciones prometo hacerle una visita en la iglesia, y entonces que me dé su consejo. Quién sabe, a lo mejor hasta me puede ayudar.
Mientras Miguel hablaba, Antonio le transmitía una mirada, como si dijera: «Primero seré yo quien averigüe, que para eso soy la autoridad en esta ciudad».
A decir verdad, Antonio era el único que le inspiraba más confianza de las tres personas con las cuales —de alguna manera— ya había instalado una relación, y que cada una lo podía llevar por caminos completamente diferentes.
—Lo estaré esperando encantado, ya sabe, siempre estoy en la casa de Dios, y será un placer para mí poderlo ayudar.
Empezaba a atardecer, ya se perdía el horizonte tras los cristales de la ventana y se encerraba entre las colinas. Doña Marta se retiraba a la cocina, a por café.
—No, no se moleste, doña Marta. Ya me retiro con el compromiso de Miguel de que me visite en cuanto se encuentre mejor. ¿Verdad, Miguel? —dijo el padre José.
—Le doy mi palabra de que así será —contestó Miguel.
Y sin más, el padre José se dispuso a abandonar la habitación.
Se sentía bastante mejor como para poderles relatar ese extraño sueño con sombras, pero decidió callar.
—Creo que Miguel necesita descansar —dijo doña Marta dirigiéndose a Antonio—. Es mejor que lo dejemos solo. Yo estaré pendiente de él. Y otra vez gracias por todo, lo mantendré informado de cualquier incidente.
Miguel fingió haberse quedado dormido, pero Antonio sabía que no era cierto.
Antes de salir le guiñó un ojo mientras le aparecía una sonrisa en la comisura de sus labios. Cuando doña Marta ya había cruzado el umbral, le susurró algo que a doña Marta le fue imposible poder escuchar.
—Lo espero en mi puesto —le dijo casi mordiéndole sus orejas.
Él hizo caso omiso de sus gestos y no se inmutó lo más mínimo.
—Yo también lo dejo descansar —agregó doña Marta que ya había dado marcha atrás al ver que Antonio tardaba más de la cuenta—. Nos vamos, Antonio —dijo doña Marta sujetándolo del brazo.
Al verse solo, volvieron a su mente los recuerdos de tan extraño sueño. La noche ya había caído. Y con su complicidad decidió salir a observar el cielo, harto de estar postrado en aquella cama. La luna aún no había asomado, pero el cielo estaba lleno de estrellas que embellecían el infinito.
Se quedó sentado en un banco a esperar a que la luna apareciera. Mientras por su cabeza no dejaban de pasar, una tras otra, ideas sin sentido. Por fin, la luna hizo su aparición y llegó a suplir su alma, llena de desasosiego. Ahí se quedó observando aquella bonita escena, tan encantadora hasta que otra vez se quedó dormido.
Se despertó con el alba abriéndose paso a través de la bruma de la madrugada, ya la fiesta de las estrellas con la luna había cerrado su velada. Se introdujo en su habitación atravesando todo el pasillo de la posada a punta pie.