Sueños de sombras. Israel Hernández

Sueños de sombras - Israel Hernández


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mío. Dicen que la cabra siempre tira al monte.

      Miguel entendía aquel refrán, pero por más que le dio vueltas a su cabeza, no pudo encontrarle coherencia con la conversación. Parecía que doña Marta se había enfadado.

      Ya estaba dispuesto a abandonar la mesa, al darse cuenta de que, por motivos que desconocía, doña Marta no seguiría contándole el resto de la historia. Eran extrañas sus metáforas.

      Y tras aquel acontecimiento una duda se fue arraigando dentro de él. Le era extraño porque parecía conocerla de toda la vida. Sus gestos irónicos, se convirtieron en rasgos de alguien que envejece muy deprisa, sus arrugas parecían marcar más lo duro de su vida.

      Lo único que Miguel quería era salir corriendo, pero sus pies no respondían, sin querer se habían hecho un lío con la conversación.

      Los dos fijaron sus miradas el uno al otro. Se quedaron viendo por un breve instante que a Miguel le pareció una eternidad, su mente se bloqueó. Era incapaz de ordenar sus ideas, era algo que solía ocurrirle con frecuencia cuando estaba confundido o pensativo en algo.

      Pero por fin ella le sonrió.

      —Lo espero por la noche para que me acompañe a cenar, ya que supongo que querrá salir a conocer la ciudad, y por la tarde a lo mejor tenga respuesta a alguna de las preguntas que no logro formular ahora.

      Sin decir más se levantó de la mesa.

      Miguel se quedó sentado en la mesa sin moverse observando a doña Marta hasta que desapareció por el largo pasillo que recorría cada una de las habitaciones de la posada. Lo primero que se le ocurrió fue ir a su habitación y sacar de una vieja maleta todos los apuntes que logró recoger en Barcelona antes de partir. Tenía un papel entre sus manos y lo releyó una vez más. No era mucho.

      Juan, sacerdote de la diócesis de la catedral de San Miguel.

      Ordenado en 1928 hasta 1936.

      Casa de don Alberto González, cuidad de San Miguel

      República de El Salvador, en la América Central.

      Esta última la copió de un centenar de sobres desocupados que encontró por casualidad en una de las cajas en donde el padre Joan guardaba sus documentos más importantes. Cuando las encontró, supuso que a lo mejor no quería que se enterara de sus contenidos, ya que las cartas no las logró encontrar nunca por más que las buscó. Pero al menos una dirección podía decirle algo y eso le hizo pensar que al encontrar la casa de la dirección citada en los sobres, podría hacer las mil y una preguntas que siempre se había hecho: las que el padre Joan jamás le quiso contestar, las que le marcaron su vida y lo llevaron a aventurarse en semejante travesía.

      Sin pensar más, se puso en marcha a explorar la ciudad.

      Al salir de la posada todo era distinto a la noche anterior, a la noche que sorprendió al par de jóvenes hablando de derrocar al gobierno. Era increíblemente distinta a la ciudad fantasmal que creyó haber visto antes. La mayor parte de sus pequeñas aceras estaban ocupadas por pequeños negocios improvisados con una cantidad de productos de todo tipo. A lo lejos repiqueteaban las campanas de las torres puntiagudas de la catedral, llamando a sus feligreses.

      Caminaba sin detenerse, absorto con cuanto veía. Muchos le veían con caras de extrañeza, a lo mejor por su aspecto de forastero, o por su forma de vestir, llevaba puesto unos vaqueros bien ajustados y una camisa de un color azul muy llamativo.

      Caminar por una de las angostas callejuelas, le trajo a su mente escenas remotas de algún mercadillo, que alguna vez viera en alguna película antigua. Aunque a veces le parecía como si fuera Lo que el viento se llevó. Sus carretas con caballos, hombres anunciando a gritos sus productos, otros esperando la oportunidad para hacer un buen trueque… Tan perplejo iba que sin darse cuenta se tropezó con unos jarrones que se hicieron añicos.

      Una señora de una edad bastante avanzada salió corriendo con la velocidad que sus extremidades le permitían moverse.

      —¡Desgraciado! —escuchó decir a sus espaldas.

      Mientras la anciana se acercaba cada vez más en su dirección, se divisaba en su rostro las ganas de estrangularlo en aquel preciso momento. Paralelamente, apareció una hermosa joven de rostro angelical. Automáticamente, se perdió en su mirada. Como no hacerlo en aquellos ojos hechos de segmentos de estrellas. Su pelo negro azabache, oscuro como la noche, lo llevaba recogido en dos graciosas trenzas que se deslizaban como dos cascadas, una a cada lado de sus mejillas. Llevaba una camisa blanca de hilo que dejaba insinuar un par de hermosos pechos.

      Tan embobado se quedó ante su presencia que no se percató del escándalo del que era causante. Tuvieron que pasar unos segundos para que se diera cuenta de que era el centro de todo tipo de murmuraciones. Para cuando llego a reaccionar y darse cuenta de lo que pasaba, ya era tarde.

      —Disculpe, señora, fue un accidente, verá, yo…

      Pero no le permitieron terminar con sus excusas.

      —¡Debe de ir borracho! —escuchó que gritaba la gente.

      —¡Llamen a la guardia! —decían voces, desde el tumulto que se había formado en cuestión de segundos.

      —Ese hijo de puta tiene que pagar las ollas, como hay Dios, o lo hago picadillo ahora mismo.

      Solo después de soltar una letanía, que más bien parecía arameo por qué no entendió ni pepinillos, lo vio desenfundar un machete, tan largo, que superaba el metro. Se quedó pasmado al ver cómo se acercaba a él, decidido a cumplir con sus amenazas.

      No le costó trabajo reconocerlo, era él. Uno de los hombres que la pasada noche había espiado en el parque Guzmán, el que hablaba de política y de un golpe de estado al gobierno. Pero por ironías, eso de poco servía en ese momento para su favor.

      Quiso salir corriendo, pero era mucha la gente que se encontraba como testigo y en su situación no era conveniente un escándalo, o tener problemas con las autoridades. Entre la furia del escándalo que se había desatado, se había olvidado de la chica que le había embrujado con sus pechos, cuando reparó en ello, vio que lloraba en brazos de la anciana, que aún seguía maldiciéndolo. Mientras, un par de hombres trataban de detener al enfurecido del machete, su estado era precario, por lo que le dio tiempo de deducir que no había parado de beber licor en toda la noche.

      En cambio, otras personas ya se habían encargado de poner al tanto a las autoridades. Una pareja de guardias apareció de la nada, en tanto que los otros hombres se llevaban apresurados al hombre del machete, que se iba echando chispas, como si estuviera poseído.

      Un hombre vestido con un traje verde sujetó a Miguel por los hombros.

      —No se mueva, granuja, usted tiene que pagar por este escándalo.

      —Pero señor, fue un accidente, tiene que entender...

      Empezó con sus explicaciones, pero tuvo que callar por el dolor que le ocasionaban mientras le retorcían el brazo.

      —Señor, yo me distraje y, sin querer, me tropecé. Estoy dispuesto a pagar por ellos, solo tiene que decir cuánto es.

      —Muy bien —dijo, y enarcando su ceja frente a él lo observó por un momento y luego agregó: —Aquí la única que decidirá cuánto debe de pagar es la señora alfarera y su hija.

      Ya las dos discutían cuanto debía de pagar mientras el señor de la guardia nacional se disponía a desalojar a todos los curiosos que se habían aglomerado tras el escándalo.

      —¡Anda, que aquí no ha pasado nada, todos a misa! ¿No oís que os están llamando? —gritaba con segura voz de autoridad.

      Y tras sus gritos en un momento, el tumulto que se había formado se disipó. Como las hormigas abandonando su hormiguero, los únicos que quedaron eran el señor de la guardia nacional, la pobre anciana, su hija, y él. El resto, uno a uno, fueron abandonando el lugar. Hasta uno de los señores de la guardia había desaparecido.

      Sus


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