La Bestia Colmena. Pablo Und-Destruktion

La Bestia Colmena - Pablo Und-Destruktion


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trabajando, así dicen que debe ser.

      Corría el curso 2018-2019 y yo ya llevaba tres años trabajando en mi tesis doctoral y sobreviviendo con la mínima paga que me daban como becario y con un grupo de versiones de asturianadas y canción romántica con el que tocaba en bodas, fiestas de pueblo y en centros de arte contemporáneo en los que les daba lo mismo ocho que ochenta con tal de rellenar su esquelética programación. A nadie le gustaba mi música porque a nadie le gustaban ya las canciones bonitas, pero el relativismo moral hacía que, por lo menos, no me fusilaran... No fueron previsores.

      Así era mi vida y no me quejo porque en realidad todo era una simple tapadera para poder seguir centrado en el exceso de mugre y en la falta de belleza que hacía que el mundo estuviera cada vez más lleno de zorolos. Con la tesis doctoral estudiaba la mugre y la belleza del mundo biológico. Con las canciones estudiaba la mugre y la belleza de los bares y de las chicas, o lo que es lo mismo, del mundo espiritual. Todo ello me acercaba a la Gran Revelación y complacía a la Divina Providencia. Además, en cierta manera, vivir así era de las pocas opciones mínimamente respetables para el que no quiere trabajar en nada porque tiene que centrarse en el sentido de la vida.

      Trabajar en una tesis doctoral es lo más parecido a no trabajar en nada que un payo puede hacer sin ser expulsado de la comunidad. Y cuando uno no trabaja en nada, se dedica a la vida contemplativa. Y la contemplación, como el sueño de la razón, produce monstruos. En este caso, literalmente.

      Si no quería trabajar en nada, que conste, no es porque fuera un vago, porque el mercado laboral fuera miserable, porque la mayoría de los jefes fueran unos enchufados ineptos que maltrataban a sus subordinados o porque trabajar supusiera renunciar a la individualidad para integrarse en uno de los múltiples infiernos de la vida colectiva.

      Si no quería trabajar era porque no podía.

      Y si no podía era porque me pasaba el día pensando en las novias que había perdido, en los familiares que había perdido, en los capullos que me habían deshonrado, en los zoquetes que me habían atacado y en la evidente degeneración estética y moral de todo el mundo conocido, materializada, muy claramente, en los niñatos traperos, el reguetón y los periodistas lumbreras que lo justificaban como “arte popular”. ¡Cuántas invocaciones del Maligno se han permitido en nombre de lo popular!

      Si pensaba en todo esto era porque no podía dejar de hacerlo y si no podía dejar de hacerlo era porque la Divina Providencia me estaba hablando alto y claro. Tenía que tratar de resolver el problema de la traición, el problema del amor, el problema de la muerte y el problema del mal gusto. Tenía que cantar en sidrerías y tenía que empezar una tesis doctoral sobre el origen evolutivo de la reproducción sexual. Así era el mundo hiperestimulado que nos había tocado vivir.

      Al menos esa combinación de estudios me permitió resolver mis dudas existenciales acerca del amor, la muerte, las traiciones, el Maligno, etc.

      En el fondo tan vago no era... No como mis compañeros de doctorado que sí que eran vagos profesionales. Tan vagos que se acabaron metiendo todos en política.

      Eran hombres jóvenes y acalorados, como yo, pero estaban infectados por ese tipo de sordera contagiosa llamada ateísmo, que les impedía postrarse ante “ella” y, por lo tanto, ganar. Ellos sólo se oían a sí mismos o los unos a los otros, que viene a ser lo mismo porque eran todos iguales y ahí estaba el gran problema. ¡Maldita igualdad! ¡Que no vuelva jamás! Mis compañeros se las arreglaron para medrar en dos fases. Primero decían que su partido defendía los intereses de los trabajadores. Tenían sentido del humor, eso no se puede negar. Luego ya confesaron que sólo se trataba de ligoteo y centraron en ello todas sus políticas. Tanto es así que los lidercillos empezaron a hablar en plural femenino para complacer a sus futuras esposas lidercillas y así fue. Lo hicieron tan bien que quedó demostrado el viejo proverbio chino:

      Plural femenino para arrimar el pepino.

      En fin, allá cada uno con su camino en la vida. El mío fue no trabajar del todo para poder dedicarme a la vida contemplativa y así poder meter el dedo en la llaga con tiempo y con calma. Y de la llaga saqué una pepita de oro.

      ¡Un pedazo de pepita de oro alquímico!

      Quién me lo iba a decir por aquel entonces.

      5

      Pues bien, yo estaba en el laboratorio trabajando en mi tesis sobre la incorporación simbiogenética de las mitocondrias y reflexionando sobre la simbiogénesis como motor de la evolución, tal y como nuestra beatificada Lynn Margulis planteaba.

      La simbiogénesis es el resultado de endosimbiosis estables a largo plazo que desembocan en la transferencia de material genético, pasando parte o el total del adn de los simbiontes al genoma del individuo resultante. Del proceso simbiogenético surge un nuevo organismo que ha integrado en su célula (o células) los simbiontes. Es un proceso por el cual las especies se asocian y crean una nueva en la que los individuos que anteriormente eran independientes pasan a estar integrados y, en cierta manera, sometidos a esta nueva especie.

      Mientras estudiaba esto, tuve la Gran Revelación Mariana. Estaba trabajando con el microscopio para observar distintos procesos de fagocitosis mientras trataba de encontrar la razón del perpetuo aniquilamiento mutuo cuando, de repente, vi como el aparato de Golgi de una célula comenzaba a moverse muy rápidamente, de una forma que yo no había visto jamás. Los centriolos y los lisosomas bailaban sin coordinación. Las mitocondrias crecían y palpitaban mientras iban devorando al resto de los orgánulos descompuestos dentro de la célula y al hacerlo mutaban y pasaban por múltiples formas, de la misma manera que un feto pasa por distintas fases antes de formar un ser humano, y finalmente, tras todas esas metamorfosis, pude ver cómo formaban, claramente, un pentagrama en llamas.

      Sí, el pentáculo. No un pentagrama musical. Ojalá hubiera sido eso. Era la estrella de cinco puntas.

      Noté cómo volvía mi recurrente taquicardia. Un calor inhumano empezó a abrasarme, me quité la bata, la camisa, los pantalones. Cogí la botella de agua que tenía a mano para refrescarme, me mojé la cara y caí desplomado al suelo. Probablemente estuve ahí tirado desnudo en el laboratorio durante bastante tiempo hasta que una dulce voz me despertó:

      —¡Pablín! ¡Pablín! ¡Despierta, vida!

      —¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Dónde estás tú? ¿Quién eres?

      —Yo soy la Santina de Covadonga. La Divina Providencia lleva mucho tiempo acercándote a mi vera. Me envía Diosle para informarte de algo muy importante.

      —¿Diosle?

      —Sí. Él es el responsable de la vida, la simbiogénesis y la reproducción sexual. También es el responsable de todas las cosinas guapas que hay. Es el responsable de todo, vaya, pero ahora tiene un problemilla. Te cuento, rey: Diosle, cuando era mozo, creía que la igualdad estaba muy bien. Era joven e inexperto y con eso de la igualdad armó una buena porque acabó creando el “infierno de lo igual”. Diosle no quería, lo hacía con buena voluntad, pero claro, las hembras asexuadas unicelulares del líquido primigenio se empezaron a reproducir por clonación y al no haber variaciones genéticas todos los vicios se replicaban y perpetuaban y, al final, sólo había vicio y líquido ponzoñoso con olor a azufre. O lo que es lo mismo, a ventosidad.

      La tolerancia y la igualdad reinaban y no se podía eliminar el vicio de ninguna manera porque hacerlo se considerba “incorrecto”. En ese líquido primigenio las fuerzas ancestrales demoniacas flotaban en forma de mitocondrias y otras procariotas. Diosle tuvo que inventar un truco de magia para que la vida en la Tierra pudiera escapar de este infierno que ante todo, como decís vosotros, era una coñazo. ¡Ay, madre! Ji, ji, ji, ji; que Diosle me perdone. Lo que tuvo que inventar fue la reproducción sexual, que introducía variación genética, y un truco de magia muy potente: la simbiogénesis. El asunto que tú estás estudiando con las mitocondrias.

      Las mitocondrias quedaron encerradas en las células eucariotas y así, poco a poco y gracias a la reproducción sexual, se pudo evolucionar hasta que el amor llegó a poblar la faz de la Tierra. Con muerte y esas cosas, porque si sale gratis, no se valora y porque había que purgar el


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