Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana

Las mil cuestiones del día - Hugo Fontana


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salida formé parte del batallón de Montmartre», contaría ella años más tarde, «batiéndome en sus filas como un soldado; pensé que, en conciencia, era lo más útil que podía hacer. Continué en París, como los demás, hasta que los de Versalles detuvieron a mi madre para fusilarla en mi lugar y hube de ir a ponerla en libertad —a su pesar—, reclamando su puesto para mí».

      Reclamo mi parte

      En septiembre de 1871 Louise está presa en Arras, y dos meses después, el 16 de diciembre, es llevada ante el cuarto Consejo de Guerra.

      —Ha oído usted los hechos de los que se la acusa. ¿Qué tiene usted que decir en su defensa? —le pregunta el presidente del tribunal.

      —No quiero defenderme, no quiero que me defiendan. Soy toda de la revolución social y declaro que acepto la responsabilidad de todos mis actos. La acepto entera y sin restricción. ¿Me reprochan el haber participado en el asesinato de los generales? Pues respondo: sí. Si me hubiese hallado en Montmartre cuando quisieron tirar contra el pueblo, no hubiera dudado en tirar yo misma contra los que daban órdenes parecidas. Pero cuando fueron hechos prisioneros, no comprendo que se les fusilara y considero ese acto como una insigne cobardía. En cuanto al incendio de París, sí, he participado en él. Quería oponer una barrera a los invasores de Versalles. ¡Dicen también que soy cómplice de la Comuna! Ciertamente, puesto que quería hacer ante todo la revolución social y la revolución social es el más amado de mis sueños; es más, me honro de haber sido una de las promotoras de la Comuna, que no tiene nada que ver, que yo sepa, con los asesinatos y los incendios… Un día propuse a Ferré la invasión de la Asamblea. Yo quería dos víctimas: Thiers y yo, puesto que habría hecho el sacrificio de mi vida y estaba decidida a matarlo.

      Más adelante el presidente le pregunta:

      —Al parecer usted llevó diversos trajes durante la Comuna...

      —Vestía como de costumbre —le contesta ella—. Solo añadía un cinto rojo sobre mi ropa.

      —¿No vistió en varias ocasiones un traje de hombre?

      —Solo una vez, el 18 de marzo; iba vestida de guarda nacional para no llamar la atención.

      Y en los tramos finales, siempre dirigiéndose a quienes la estaban juzgando, dice:

      —Lo que reclamo de ustedes, que se dicen Consejo de Guerra y que se tienen por jueces, de ustedes que no se esconden como la Comisión de Gracias, de ustedes que son militares y que juzgan públicamente, es el campo de Sartori, donde ya han caído mis hermanos. Hay que expulsarme de la sociedad. Les dicen que hay que hacerlo. Bien. El Comisario de la República tiene razón. Puesto que parece que todo corazón que bate por la libertad no tiene derecho más que a un poco de plomo, reclamo mi parte. Si me dejan vivir, no cesaré de gritar venganza para mis hermanos, en contra de los asesinos de la Comisión de Gracias…

      —¡No puedo permitirle que siga hablando si continúa en este tono! —exclama el presidente fuera de sí.

      —He terminado. Si no sois cobardes, matadme.

      Pero Louise no será fusilada, sino condenada a la deportación de por vida a Nueva Caledonia, una posesión francesa en Oceanía, ubicada a 1.500 kilómetros al este de Australia y 2 000 al norte de Nueva Zelanda, adonde es habitual que los tribunales envíen a todo este tipo de indeseables y malhechores. Louise recibe altiva la pena, pero su corazón está mucho más que herido: es que se ha enterado de que, unos días antes, su amado Teófilo fue fusilado. Escribe entonces un dolido poema que titula Los claveles rojos:

      Si fuera al frío cementerio,

      hermanos, arrojen sobre su hermana,

      como última esperanza,

      algunos claveles rojos en flor.

      En los últimos tiempos del imperio,

      cuando el pueblo se despertaba,

      rojo clavel, fue tu sonrisa

      la que nos dijo que todo renacería.

      Hoy ve a florecer a la sombra

      de las negras y tristes prisiones.

      Ve a florecer cerca del recluso sombrío

      y dile bien que lo amamos.

      Dile que por lo fugaz del tiempo

      todo pertenece al futuro.

      Que el vencedor de lívida frente

      puede morir antes que el vencido.

      Tierra canaca

      La partida hacia Nueva Caledonia habrá de demorar veinte meses, en los que Louise permanecerá en la cárcel central de Auveribe. El velero La Virginia partirá recién el 24 de agosto de 1873 y demorará cuatro meses en llegar a destino. En la embarcación viajan decenas de deportados, entre ellos un periodista que había combatido con firmeza al segundo Imperio desde las páginas de diversos medios como Le Figaro y La Linterna, Henri Rochefort. El viaje los convertirá en amigos inseparables, y con él intercambiará poemas, escritos y opiniones. Henri trata de protegerla y le consigue abrigos y calzado que ella regala de inmediato a otras mujeres en tanto atraviesan gélidos mares.

      El mar, que Louise no había conocido hasta entonces, es enorme y le hace exclamar: «¡Cuánto tiempo hacía que yo amaba el mar!... Siempre lo amé». Hay días en que el viaje se hace extenuante y en los que el barco parece inmóvil en semejante inmensidad. Entonces escribe: «¡Inflad las velas, tempestades!/ ¡Más alto, olas, más fuerte, oh, vientos!/ ¡Brille el relámpago sobre nuestra frente!/ Navío, adelante, avanza, avanza…/ ¿Por qué estas brisas tan monótonas?/ Atravesemos el abismo abierto».

      Pero en ese viaje, junto a otros excombatientes de la Comuna, no solo cunde el aburrimiento, sino también la reflexión profunda. Años más tarde Louise reconocería que en esos días abrazó definitivamente los ideales anarquistas. «Durante cuatro meses no vimos nada más que el cielo, el agua y a veces, en el horizonte, la vela blanca de un navío que parecía el ala de un pájaro. La impresión de inmensidad era emocionante. Allí tuvimos mucho tiempo para pensar». Y reflexionando sobre los días de la Comuna, anota: «Sentí que una revolución que se afianza en el poder será siempre un engaño que no podrá más que seguir la corriente, pero jamás podrá abrir todas las puertas al progreso». Y tiempo después dirá: «El poder es una cosa maldita. Por eso soy anarquista».

      Por fin, sobre fin de año, una costa con mil tonos de verde se abre ante la vista de los forzados navegantes. En Nueva Caledonia hay un ave que se llama cagu, de plumaje blanco, pico y patas rosadas, del tamaño de una gallina, que apenas puede volar. En Nueva Caledonia hay varanos gigantes y murciélagos y cocodrilos en las costas. Y árboles de hojas siempre verdes y laurisilvas y coníferas y enormes bosques y selvas tropicales. Y unos pocos miles de aborígenes que se autodenominan canacos, que en lengua hawaiana quiere decir «hombre». Y una mujer flaca que parece, en vez de llevar sangre en las venas, cargar una pólvora incontrolable.

      Louise pronto se relaciona con los canacos, aprende su lengua y se convierte en la maestra de la población, enseñando a leer a uno de sus líderes, Daeumi. También abre una escuela para los hijos de los deportados, entre los que figuran muchos argelinos. Poco después fundará el periódico Petites Affiches de la Nouvelle-Calédonie. Hay allí casi cuatro mil hombres y mujeres expulsados por los tribunales franceses, y todos sueñan con escapar. Algunos lo logran y van a dar con sus huesos a las costas de Australia. En 1874 Rochefort logra subir a un barco estadounidense, llega a San Francisco y luego se dirige a Londres, y a Ginebra, y a París, donde ocho años más tarde se volverá a cruzar con Louise y restablecerán su relación intelectual.

      A ella todo la maravilla: las frutas, los insectos, la vegetación, las montañas. Testigo de un furibundo ciclón, exclama: «¡Qué cosa más hermosa!». Está atónita ante el nuevo mundo, pero no por ello ha dejado de desear el retorno a Europa para continuar su lucha.


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