Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana

Las mil cuestiones del día - Hugo Fontana


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Saint-Simon, Fourier y Owen, Herzen regresaba entonces de su primer exilio, y tras el encuentro con Bakunin y Belinski sostendrá que «ellos nos consideraban como sediciosos y afrancesados; nosotros pensábamos de ellos que eran unos sentimentalistas a la alemana». Pronto la influencia entre ambos será recíproca, y de inmediato los unirá una profunda amistad que lo llevará a financiar el anhelado viaje de Mijaíl a Berlín.

      El propio Herzen lo acompaña al puerto de Kronstadt, donde lo espera el buque que habrá de atravesar el Báltico. Pero apenas unos minutos después de haber zarpado, una furiosa tormenta se descarga sobre el río Neva. El viento huracanado y la despiadada lluvia harán que el capitán regrese a puerto. Sin abandonar ni un minuto la cubierta, Bakunin volverá a saludar a su amigo, quien desde el muelle se despide nuevamente. «Yo lo dejé, y todavía recuerdo su figura alta y enorme, envuelta en un abrigo negro y batida por una lluvia inexorable, de pie en el barco y saludándome por última vez con su sombrero».

      La fuerza del lado negativo

      Cuatro días después de la muerte de su amigo y maestro Nikolai Stankevich, el 25 de junio de 1840 Bakunin arriba a Berlín. Enseguida se pone en contacto con el novelista ruso Iván Turguenev, alquilan un par de habitaciones en la misma casa y trazan un plan entre cuyos primeros pasos prevén el estudio de lenguas antiguas.

      Meses más tarde, Schelling ofrece su lección inaugural de un curso sobre Hegel en la Universidad de Berlín. En el paraninfo hay tres jóvenes que la memoria histórica premiará de modo desigual. Son Friedrich Engels, Sören Kierkegaard y Mijaíl Bakunin. Ninguno de los tres quedará conforme con lo allí expuesto, aunque los dos últimos tomarán mayor distancia del pensamiento hegeliano y del pangermanismo, esa obstinada enfermedad que bañará de sangre a Europa durante los siguientes cien años. «El mayor genio filosófico desde Platón y Aristóteles», «el verdadero padre del ateísmo científico», como alguna vez Bakunin había catalogado a Hegel, lentamente pasará a ser «el metafísico», «el idealista», «el hombre de la abstracción por antonomasia», según apunta la española Elena Sánchez Gómez en un esclarecedor trabajo acerca de las relaciones entre Bakunin y Kant, vínculo teórico que irá tomando cuerpo de manera pausada pero sostenida.

      Para Hegel, el Estado es el marco de referencia político y público que permite la acción individual, y en él lo político es anterior a lo ético y, a su vez, su condición de posibilidad. Es el grupo o la organización el que permite la acción individual. Siempre siguiendo la síntesis de Sánchez Gómez, en el modelo hegeliano: «yo, en mi uso de libertad, choco irremisiblemente con el uso de la libertad de los otros, generándose el conflicto y la lucha». En el modelo kantiano, en cambio, la libertad constituye el a priori social y es a partir del individuo «desde donde se piensa la sociedad; cada uno es la condición de posibilidad de lo social». Bakunin descubre además en Kant algunas de las categorías básicas para el posterior desarrollo de su doctrina anarquista: las nociones de voluntad (esencialmente libre y autónoma), de libertad, de igualdad («ningún hombre puede dejar de ser dueño de sí mismo») y de independencia.

      Pero no por todo ello abandona la dialéctica, aunque, y también dando un paso al costado del idealismo hegeliano, examina absorto la supremacía de la antítesis. «Cuando decimos que la vida es bella y divina», escribirá por aquel entonces, «entendemos por ello que está llena de contradicciones; y cuando hablamos de esas contradicciones, no es una palabra vacía. No hablamos de las contradicciones que solo son puras sombras, sino de contradicciones reales, sangrantes». Bakunin está convencido de que es el lado negativo el que pone en marcha todo proceso dialéctico, que allí reside la fuerza de todo movimiento, en tanto que el lado positivo es la expresión del reposo. La antítesis busca de modo permanente la destrucción de la tesis, y extrapolado ello al terreno de lo social, de lo político, de lo histórico, poco lugar queda a cualquier expresión de reformismo o de negociación con lo instituido. También se tropieza en aquellos años con el pensamiento de Max Stirner y de Ludwig Feuerbach, y pronto entrará en contacto con Pierre Joseph Proudhon, el primer autor en usar la palabra anarquía, quien además, aun desde su incipiente obra, ya ha comenzado a llamar la atención de la juventud europea.

      «Su irreductible oposición al comunismo, su lucha contra el centralismo estatista, su oposición al positivismo y al capitalismo, su anarquismo y federalismo, son posturas claves de Bakunin que no se podrían explicar seguramente si no fuera por la influencia de Proudhon», afirma Velasco, citando de inmediato al propio Bakunin: «Esta fue la época de la primera aparición de los libros y de las ideas de Proudhon, que contenían en germen —pido perdón por ello a Louis Blanc, su rival demasiado débil, así como a Marx, su envidioso antagonista— toda la revolución social, incluida sobre todo la comuna socialista, destructora del Estado».

      Un colono del Far West

      La vida de Bakunin transcurre esos primeros meses entre Berlín y Dresde. Un extraño nerviosismo recorre el continente y en uno y otro lado se forman grupos dispuestos a algún tipo de conspiración, vaticinando una inminente revolución que habrá de transformar a Europa. Bajo el seudónimo de Jules Elysard, Mijaíl da a conocer un encendido artículo en los Anales de Halle, una publicación que dirige el doctor Arnold Ruge, cuya frase culminante es: «El aliento de la destrucción es un aliento creador». Ello, sumado a su fervorosa actividad en los medios intelectuales, hace que la legación rusa en Alemania comience a poner atención en el irreverente joven que podría convertirse en un peligro político para el reinado de Nicolás I.

      A comienzos de 1843, Bakunin llega a Zurich tratando de poner distancia de algunos agentes que lo vigilan, pero hasta allá llegan los ojos del zar y, de las informaciones obtenidas, el Consejo de Estado ruso lo declara «culpable de relaciones criminales en el extranjero con una asociación de individuos malintencionados», por lo que deciden quitarle su graduación militar y su título nobiliario, advirtiendo que «será, en caso de que se presentase en Rusia, relegado a Siberia a trabajos forzosos».

      En 1844 viaja a París, donde el ambiente es febril y todos esperan un levantamiento popular capaz de conmover los cimientos de la dinastía napoleónica. Allí conoce a Carlos Marx. «Nos vimos bastante a menudo», contaría años después, «ya que yo lo respetaba mucho por su ciencia y por la seriedad y pasión de su entrega, siempre mezclada de vanidad personal, a la causa del proletariado, y yo buscaba con avidez su conversación instructiva y espiritual cuando sus palabras no me inspiraban un odio mezquino, algo que, ¡ay!, ocurrió demasiado a menudo. Pero nunca hubo una franca intimidad entre nosotros dos. Nuestros temperamentos no concordaban. El decía que yo era un idealista sentimental, y tenía razón; yo lo llamaba pérfido vanidoso e hipócrita, y también yo tenía razón».

      Pronto las orillas del Sena, la calle Bourgogne y los barrios parisinos se acostumbrarán a su portentoso andar y a su verbo manifiesto. En su casa recibe a su amigo Herzen, y también lo visita con frecuencia Proudhon; escuchan a una pianista que a toda hora interpreta las sonatas de Beethoven, discuten de filosofía... También algunos maridos, candidatos al engaño de sus esposas, ponen especial atención a su presencia. En marzo de 1845 envía una carta a uno de sus hermanos: «Amo, Pavel, amo apasionadamente... Amar es querer la libertad, la independencia total de otro... Querer, al amar, la dependencia de aquella persona a la que se ama, es amar una cosa y no un ser humano, pues el hombre solamente se distingue de la cosa por la libertad».

      En París participa junto a exiliados polacos en una serie de actos; es el único ruso que se atreve a luchar junto a los derrotados por el zar, pero pronto debe huir a Bélgica, donde se instala hasta comienzos de 1848, cuando el pueblo francés derroca a Luis Felipe. «Por fin estalló la revolución de febrero. En cuanto supe que se estaba luchando en París, tomé un pasaporte que me dejó uno de mis conocidos y me puse en camino». El levantamiento enciende a las principales ciudades europeas y convoca a miles de individuos en Milán, Venecia, Viena, Berlín. De las barricadas parisinas, de «esa fiesta sin comienzo ni fin» a la que desea atribuir la responsabilidad de transformar todo el continente en una república, Bakunin parte rumbo a Polonia, aunque nunca llegará a destino. En el verano combate en Praga y luego en Berlín; llega a Breslau y poco después, en Dresde, donde organiza y dirige una rebelión popular que se adueña de


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