Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana
escandinavos. En Estocolmo, finalmente, puede reunirse con Antonia, quien ha hecho un interminable viaje para abrazar a su esposo, ese hombre al que ama categórica, apasionadamente. Ambos parten a Londres, pero ya en noviembre del 63 ponen rumbo a Florencia. Antes de llegar a la ciudad, Bakunin se reúne con Giuseppe Garibaldi, quien lo conecta con algunos integrantes de la francmasonería. Mijaíl quiere fundar una sociedad secreta, la Fraternidad, una suerte de laboratorio cuyo único objetivo será declarar la revolución universal. Durante algunos meses permanece en Florencia, pero a mediados de 1865 se traslada a Nápoles, donde residirá un par de años.
«En Antonia me disgustaban los ojitos de color gris acerado y la frialdad de la mirada», opinó mucho después uno de los vecinos florentinos del matrimonio. «Pero en conjunto tenía una fisonomía que me explicaba perfectamente su papel de esposa de aquel viejo luchador. Delgadita, de pelo rizado, Antonia a veces parecía una encantadora joven, pero más a menudo parecía un muchacho; nunca le vi dar la impresión de ser una mujer».
«Bakunin vivía en los límites de la ciudad, en un lugar muy elevado», recordó luego uno de sus asiduos visitantes napolitanos. «Desde la ventana de su gran vivienda había una espléndida vista: podía verse todo Nápoles con su bahía, cuya inacabable línea tenía varios nombres y estaba dominada al fondo por la destacada forma cónica del imponente Vesubio». Sin embargo, poco parecía importarle a Mijaíl semejante panorama, sumido siempre en sus papeles y en sus reuniones. El cronista recuerda sin embargo que, «por el contrario, sentada de la mañana a la noche en su balcón, su esposa, un cuarto de siglo más joven que él, la silenciosa, la soñadora Antonia, admiraba, hechizada, el paisaje».
Entre tantas idas y venidas, en 1864 había sido fundada en Londres por sindicatos británicos y franceses la Asociación Internacional de los Trabajadores, que celebraría dos años más tarde su primer congreso en Ginebra. La formación de la AIT había tropezado desde un principio con algunos debates en torno a sus definiciones programáticas, en particular aquellas atinentes a su labor en relación con los partidos y con la militancia política en general. En 1867, en Lausana, se reúne el segundo congreso y, de modo casi simultáneo, en Ginebra tiene lugar el Congreso Demócrata e Internacional de la Liga por la Paz y la Libertad, al que Bakunin es invitado y donde vuelve a reunirse con Garibaldi. El segundo congreso de la Liga, un año después en Berna, cuando Mijaíl y Antonia ya se han establecido en Suiza, estará marcado por duras desavenencias que provocarán que él y sus seguidores se retiren para fundar la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, agrupación que de inmediato adherirá y pedirá su ingreso a la AIT.
Nacimiento y fin
La AIT es una bolsa de gatos. Por allá los proudhonianos, por allá los colectivistas, por allá los socialistas autoritarios, por el otro allá... Cuenta Max Nettlau en su libro La anarquía a través de los tiempos que Marx vivía enfurecido: «Su correspondencia sin freno con Engels y con el doctor Kugelmann nos conserva su estado de ánimo: desestimaba y despreciaba a todos». Es en el seno de esta organización donde el enfrentamiento entre el autor de El capital y Bakunin llegará a extremos que a la larga terminarán distanciándolos de modo irreversible, una vez que Marx logre en 1872 la expulsión del ruso.
Durante esos primeros meses en Ginebra conoce a Giuseppe Fanelli y a James Guillaume, un editor suizo de gran incidencia en la zona del Jura. Pronto Bakunin enviará a Fanelli a Barcelona, donde, en contacto con Anselmo Lorenzo, Rafael Farga Pellicer y otros sindicalistas catalanes ya al tanto del pensamiento de Proudhon, fundarán una sección de la Internacional y dejarán sentadas las raíces del anarquismo, que tanta importancia tendrá en España durante la primera mitad del siglo xx.
En el congreso de Basilea los delegados discuten dos propuestas, una redactada por Bakunin, proclive a la abolición de la herencia, otra escrita por Marx, que propone gravar fuertemente la transmisión de bienes por fallecimiento. «Ninguna de las dos ponencias obtuvo la mayoría necesaria para convertirse en decisión del congreso», dice el historiador Josep Termes, y lo que en un primer momento podría parecer una discusión simplemente administrativa, deja muy en claro dos concepciones opuestas acerca de la propiedad privada. La polémica entre ambos bandos habrá de dominar de allí en más los debates y la toma de decisiones de la AIT. «Las esperanzas iniciales de agrupar el mundo obrero por millones contra el Capital», sostiene Nettlau en su obra de 1929, «no se habían realizado. La elaboración en común de las ideas sociales alcanzó límites en el congreso de 1869; desde ese momento la ruptura teórica trajo también la ruptura personal de las corrientes autoritaria y libertaria (1869-72). La diferenciación no había sido prevista como consecuencia inevitable del progreso de las ideas. Agrupar conjuntos homogéneos no valía la pena; establecer la convivencia de los diferenciados, tal habría sido el problema que hoy, sesenta años más tarde, tenemos aún entre nosotros».
Pero si otro hecho histórico faltaba para acentuar la división entre bakuninistas y marxistas, ese fue el estallido de la guerra franco-alemana de 1870-71. «Los dos jefes de la Internacional», sostiene Demetrio Velasco, «tomaron posiciones enfrentadas ante la contienda. Marx se declaró pro-prusiano. Bakunin, que no hacía distinción alguna entre la Francia bonapartista y la Alemania de Bismarck, estaba persuadido de que el militarismo prusiano era mucho más peligroso para la causa de la humanidad». Desde entonces, comenta Nettlau, «autoritarios y libertarios no se han vuelto a encontrar más que como enemigos absolutos, encerrado cada cual en su doctrina. [...] Desde el otoño de 1870, se agregó a eso la agresividad brutal de Engels, que trató de arruinar la obra de Bakunin en Italia por medio de Cafiero, y en España por Lafargue [el yerno de Marx]».
El festival de los miserables
A mediados de 1870, un demencial Napoleón III, sobrino de Bonaparte, tras haber intentado algunos disparatados emprendimientos militares como la invasión a México, le declara la guerra a Prusia. Cree que el rey Guillermo I no cuenta con tropas suficientes ni están ellas bien pertrechadas, pero en tres días el ejército alemán propina una oprobiosa paliza a los franceses, apoderándose de Alsacia, poniendo en fuga al propio emperador, capturándolo luego y aprontándose para entrar triunfante a París.
En el Parlamento, los diputados republicanos dudan ante la idea de desarticular los restos del ejército bonapartista, en tanto el pueblo ha salido a las calles proclamando el fin de la monarquía y preparándose para defender la ciudad hasta las últimas consecuencias. El 19 de setiembre las tropas prusianas dan comienzo a un sitio que habrá de durar meses y que los parisinos soportarán entre el hambre y la muerte. La Asamblea ha designado a un general como presidente de la República, quien ansía declarar la rendición inmediata ante Guillermo I y Bismarck, y simultáneamente reprime al pueblo que ha resistido los embates de los invasores.
En febrero del 71 la Asamblea Nacional, dominada nuevamente por los monárquicos y la reacción, designa a Thiers en la presidencia y se traslada a Versalles. En la madrugada del 18 de marzo el pueblo sale a las calles y se rebela contra las nuevas autoridades. Es una larga y sangrienta noche. Algunos batallones se niegan a disparar contra la multitud; se producen fusilamientos en ambos bandos. La anarquista Louise Michel, combatiente del frente de batalla, cuenta en su libro Mis recuerdos de la Comuna que, fusil en mano, fue con otros compañeros a enfrentarse con un regimiento dispuesto en una de las calles periféricas: «En la luz del alba que apuntaba, se oía el toque a rebato. Nosotros subíamos a paso de carga, sabiendo que en la cima había un ejército en orden de batalla. Pensábamos morir por la libertad. [...]De pronto vi a mi madre cerca de mí y experimenté una angustia espantosa; inquieta, había acudido, y todas las mujeres se hallaban allí».
La Comuna habrá de durar un par de meses, hasta que las tropas versallescas entren a París a sangre y fuego y acaben con una experiencia inspirada directamente en las tesis proudhonianas. Apenas nombrado un consejo general, este se había ocupado de redactar unos estatutos que dio a conocer a la población por medio del Diario Oficial de la Comuna. El 20 de abril se publican estas líneas: «A favor de su autonomía y aprovechando su libertad de acción, París se reserva el derecho de efectuar, en su seno, como lo entienda, las reformas administrativas y económicas que exige su población, de crear instituciones propias para desarrollar y propagar la instrucción, la producción,