Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana

Las mil cuestiones del día - Hugo Fontana


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apoyan a las fuerzas gubernamentales. El saldo es el esperado: cerca de dos mil aborígenes muertos en los enfrentamientos, mientras otros tantos deben refugiarse en los bosques. Y la escuela de Louise es cerrada a cal y canto. «Usted tiene que cerrar su escuela», le ordena un alcalde. «Llena las cabezas de esos canacos con doctrinas peligrosas. El otro día la oyeron hablar de humanidad, justicia, libertad y otras cosas inútiles».

      Finalmente, en 1880 las Cámaras de Francia votan una amnistía que comprende a todos los deportados. Tras ocho años de ostracismo, ella y cientos de combatientes podrán regresar al continente. Los canacos van a despedirla. Les promete regresar algún día para fundar una escuela en plena selva. En esas semanas escribe un nuevo poema; algunos de sus versos dicen: «Volveremos, inmensa multitud,/ volveremos por todos los caminos./ Espectros vengadores saliendo de las sombras,/ vendremos a estrecharnos las manos.../ La bandera negra, crespón de sangre/ y púrpura, florecerá en la tierra/ libre, bajo el cielo flamígero…».

      La bandera negra

      Vuelve de Nueva Caledonia en el barco John Helder. Carga consigo distancias, nostalgias y cinco gatos, uno de ellos ciego, que viajan atados y en silencio, y que la acompañarán en el periplo europeo que está por comenzar. Llega a Londres sobre fin de año y al poco tiempo está de regreso en París; en todo el continente cunde el desempleo, la miseria y la represión gubernamental. Se acerca a los barrios más pobres de la capital y vive en la más descarnada austeridad. Todo lo da. Todo lo reparte. Se acomoda en un pequeño cuartucho con sus felinos silenciosos y con un papagayo al que ha enseñado a saludar repitiendo: «¡Viva la anarquía!».

      En 1883, en un mitin en París, fijando sus diferencias ideológicas con los militantes marxistas, a quienes acusa de autoritarios y parlamentaristas, se pronuncia a favor de la adopción de la bandera negra por los anarquistas. Y ese mismo año, en una de las tantas manifestaciones espontáneas en las que participa, enarbola una bandera negra que no es otra cosa que los jirones de un viejo vestido. La acusan de haber comandado a un grupo de zaparrastrosos que robaron unas panaderías.

      —¿Toma usted parte en todas las manifestaciones? —le pregunta el presidente del tribunal al que es conducida.

      —Sí, por desgracia… Yo estoy siempre con los desdichados.

      —Lo cierto es que la tienda del señor Augerau ha sido saqueada.

      —No lo sé, y me extraña que el señor Augerau se ocupe de esas nimiedades. Yo le he visto a él robar en el precio y el peso del pan.

      —¿Es cierto que se echó usted a reír delante de la tienda?

      —No sé lo que podría hacerme reír. ¿Sería la miseria de los que me rodeaban o el triste estado de cosas que nos recuerda el año 1789?

      —Pero los tres comerciantes desvalijados pretenden que la multitud obedecía a una señal.

      —Es absurdo. Para obedecer a una señal es necesario que la señal se haya convenido de antemano y habríamos debido enterar a todo París de que en un momento determinado yo levantaría o bajaría la bandera delante de las panaderías.

      El resultado del juicio es una condena de seis años en la cárcel de San Lázaro, seguidos de diez años de vigilancia. Poco después es trasladada a la prisión central de Clermont, donde de inmediato comienza a trabajar con las presas y a organizarlas y brindarles educación. Pero el 5 de enero de 1886 muere su madre, a quien le habían dejado visitar unos días antes fuertemente custodiada, aunque no le permiten concurrir al sepelio. El entierro de Mariana Michel convoca a una multitud.

      Un año después el gobierno francés decreta un indulto que en un principio Louise se niega a aceptar. Finalmente, está otra vez en libertad, del mismo modo que el príncipe Pedro Kropotkin, quien llevaba ya tres años detenido en la cárcel de Clairvaux. También ha continuado escribiendo sus poemas, sus cuentos y sus largos trabajos, como un libro titulado Las prisiones, que se perderá entre una y otra requisa.

      Una vez en las calles, da cientos de conferencias. La gente acude en masa a escuchar a quien ya ha sido apodada la virgen roja, y las mujeres besan sus ropas y los hombres la escuchan embelesados, aunque también hay quienes arrojan huevos y tomates a su paso, y el 22 de enero, previo a uno de sus mítines, un joven le descerraja dos balazos en la cabeza. Un proyectil le arranca el lóbulo de la oreja derecha y el otro se incrusta detrás de la oreja izquierda. El muchacho es detenido y desarmado por los compañeros de ­Louise, pero ella se niega a hacer la denuncia policial, y también a ser atendida, hasta que luego de varios intentos, un médico logra extraerle el proyectil.

      —Pero ¿qué razón tenía usted para querer matarme? —le pregunta a Lucas, el frustrado homicida, una vez que logra visitarlo en la cárcel.

      —Veía en usted a una enviada de Satán que predicaba el odio y el robo.

      Finalmente, todo se salva con un poema dedicado al muchacho que en su última estrofa dice: «Ese hombre ante nosotros es un antepasado/ de la época del antro, del fondo de los bosques./ Para juzgarle habría que ser…/ de los que vivieron antaño».

      Los últimos pasos

      Va y viene, viene y va. En todos lados deja sus encendidos discursos, sus enseñanzas, su chispa incesante. Publica un libro tras otro, poesías, novelas, relatos, crónicas, memorias: Cuentos y leyendas, Las leyendas y cantos canacos, Los microbios humanos, Los dientes que rechinan, Los crímenes de la época, La miseria, Recuerdos y aventuras de mi vida, La Comuna. En ellos va dejando el testimonio de su largo camino, y en uno de los textos escribe: «Hasta donde puedo recordar, el origen de mi rebelión contra los poderosos fue mi horror por los sufrimientos infligidos a los animales. Solía desear que los animales pudiesen vengarse, que el perro pudiera morder al hombre que lo apaleaba sin piedad, que el caballo que sangraba bajo el látigo pudiera arrojar al hombre que lo maltrataba».

      Debe exiliarse en Londres, donde continúa con sus conferencias. Regresa al continente por Bélgica, retorna a París donde es detenida por breve tiempo, y viaja a España, donde la llevan a ver una corrida de toros. Cuando el torero va por su trofeo, ella grita desde las gradas: «¡Muera el torero!». En ese tiempo ocurrieron episodios cruciales: la revuelta en Chicago y la condena de los mártires anarquistas; la represión, tortura y muerte de los detenidos del penal de Montjuich, en Barcelona; el cisma cada vez más profundo entre anarquistas y marxistas. En Londres visita a Kropotkin, conoce a Errico Malatesta y a Emma Goldman, y se reencuentra con Malato, con quien había estado en Nueva Caledonia. La policía francesa la vigila constantemente y no se pierde uno solo de sus discursos, en particular aquellos que pronuncia en Trafalgar Square. Todo parece en ebullición, y Louise no se detiene nunca.

      Entre 1890 y 1895, tras ser arrestada en París y corriendo el riesgo de ser internada en un hospital psiquiátrico, se establece en la capital inglesa y trabaja en uno de los barrios más pobres de la ciudad, Whitechapel, también hogar de Kropotkin, donde crea una escuela internacional para hijos de refugiados políticos. Entonces es golpeada por una pulmonía que la pone al borde de la muerte. Cuando se recupera y está nuevamente en pie de lucha, se lamenta por la suerte a la que había expuesto a sus compañeros: «Habrían sentido tanta pena si yo hubiera muerto!». En 1895 conoce a Sebastian Faure, para ese entonces, toda una referencia dentro del movimiento anarquista; comienzan a dar conferencias juntos y fundan un periódico llamado Le Libertaire. Las giras se extienden por Holanda, Bélgica, la Francia profunda y Escocia, donde permanecerá seis meses. Ya en el albor del siglo xx, retorna a su país donde es blanco de nuevos atentados y de la repulsa sistemática de la Iglesia.

      Sufre una recaída: sus viejos y castigados pulmones también están en pie de guerra. Habla y escribe. Hay quienes dicen que tiempo atrás escribió un texto titulado Veinte mil leguas bajo los mares, y que un tal Julio Verne le habría comprado el cuaderno por cien francos, en un momento en que ella necesitaba dinero para ayudar a sus conocidos.

      En el Congreso Anarquista celebrado en Ámsterdam se funda una Internacional Antimilitarista, a la que se integra de inmediato. Viaja a Argelia y ante


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