Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana

Las mil cuestiones del día - Hugo Fontana


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de una treintena de agentes de la policía que lo habían buscado desesperadamente durante las últimas seis semanas, y fue a sentarse en el banquillo de los acusados junto a sus hermanos Spies, Schwab, Fielden, Fischer, Engel, Lingg y Neebe.

      El banquete de la vida

      A pesar de las reiteradas demandas de la defensa, que obligaron a repetidos retrasos en la selección del jurado y a que fueran ­examinados 981 candidatos, el juicio comenzó a fines de julio. Los jurados escucharon a los equívocos testigos —en su mayoría pagados por la propia policía y por el ministerio público— y deliberaron durante veintiún días. El fiscal Grinnell había dado cuerpo a una fantástica historia por la que acusaba a los anarquistas de haber elegido aquel Primero de Mayo como fecha para iniciar la revolución social y destruir, dinamita en mano, orden e instituciones establecidas. Le dio bastante trabajo redondear su narración, señalar a uno y otro como los encargados de haber construido la bomba y luego encender la mecha, así como atribuir compartimentadas responsabilidades que iban desde el montaje del aparato propagandístico de una oscura y secreta sociedad, hasta la fabricación y manejo de toda clase de explosivos.

      «Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga», comenzó diciendo August Spies en su discurso de dos horas frente al jurado, para luego agregar: «Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia». Acto seguido se dedicó a refutar los argumentos del fiscal, aunque con tanta sinceridad que poco hizo para exculparse de algo que no había cometido. «Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí. Cierto que murieron algunos hombres y fueron heridos otros más. ¡Pero así se salvó la vida a centenares de pacíficos ciudadanos! Nosotros hemos predicado el empleo de la dinamita. [...] Aquí se hallan sobre un volcán, y allá y acullá y debajo y al lado y en todas partes fermenta la revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina».

      «Nosotros defendemos la anarquía y el comunismo, y ¿por qué? Porque si nosotros calláramos hablarían hasta las piedras», sostuvo el también alemán Schwab, para preguntarse luego: «¿Qué es la anarquía? Un estado social en el que todos los seres humanos obran bien por la sencilla razón de que es el bien y rechazan el mal porque es el mal. En una sociedad tal no son necesarias las leyes ni los mandatos. [...] La anarquía es el orden sin gobierno».

      Fischer, nacido en Alemania pero residiendo en Estados Unidos desde los diez años, quien había aprendido el oficio de tipógrafo en Nashville, Tennesee, con voz ardiente reclamó ante el jurado: «He sido tratado aquí como asesino y solo se me ha probado que soy anarquista. [...] Pero si yo he de ser ahorcado por profesar las ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces, yo lo digo muy alto, dispongan de mi vida».

      Y Lingg dijo: «Yo repito que soy enemigo del orden actual, y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras tenga aliento. Declaro otra vez franca y abiertamente que soy partidario de los medios de fuerza. He dicho al capitán Schaack, y lo sostengo, que si ustedes emplean contra nosotros sus fusiles y sus cañones, nosotros emplearemos contra ustedes la dinamita. Se ríen probablemente, porque están pensando: «Ya no arrojarás más bombas». Pues permítanme que les asegure que muero feliz, porque estoy seguro de que los centenares de obreros a quienes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados ellos harán estallar la bomba. Con esta esperanza les digo: los desprecio; desprecio su orden, sus leyes, su fuerza, su autoridad. ¡Ahórquenme!».

      Y George Engel, de 50 años, dijo: «Es la primera vez que comparezco ante un tribunal americano, y en él se me acusa de asesino. ¿Y por qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que tuve que abandonar Alemania, por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora. Aquí también, en esta libre república, en el país más rico del mundo, hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres humanos buscando algo con qué alimentarse en los montones de basura de las calles».

      Y Fielden dijo: «Es difícil que pasen por una calle donde yo no haya producido algo con mis propias manos».

      A mediados de agosto, en una alocución del fiscal, los acusados debieron escuchar lo siguiente: «La ley está por encima del juicio, la anarquía está sometida a juicio. Estos hombres han sido seleccionados, elegidos por el Gran Jurado y acusados porque eran dirigentes. No son más culpables que los miles de hombres que les siguen. Señores del jurado, declaren culpables a estos hombres, hagan un escarmiento con ellos, cuélguenlos y habrán salvado nuestras instituciones, nuestra sociedad».

      Oscar Neebe fue condenado a 15 años de prisión. Spies, Fischer, Engel, Schwab, Fielden, Lingg y Parsons fueron condenados a la horca. Cuando Neebe se enteró de su sentencia, exclamó: «Han hallado en mi casa un revólver y una bandera roja. Han probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de horas de trabajo, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el Arbeiter Zeitung: he ahí mis delitos. Pues bien, me apena la idea de que no me ahorquen, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán en caso contrario entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es todo lo que tengo que decir. Yo se los suplico. Déjenme participar de la suerte de mis compañeros. ¡Ahórquenme con ellos!».

      La voz del pueblo

      Si, entre tantas cosas que le pasaron, algo importante le hubiera faltado vivir a Augusto Spies durante los siguientes meses de cautiverio, ello fue haber conocido a Nina Van Zandt, una rica heredera que comenzó a concurrir a tribunales por pura curiosidad y que terminó enamorándose perdidamente del alemán, al punto que finalmente decidió casarse con él. Así lo contó en el prólogo de un folleto con la autobiografía de Spies publicado tiempo después de la muerte de éste. «Mi simpatía por los acusados hizo germinar en mi corazón un principio de amor por el señor Spies, y poco después sentía por él una inmensa pasión. Como amiga encontraba mil obstáculos a mis visitas; para salvarlos resolvimos que yo declararía ser su novia. Pero pronto supe que solo las esposas tenían el derecho de ver a sus maridos fuera de los días reglamentarios; [...] desde entonces Spies y yo resolvimos ser marido y mujer ante la ley».

      Algo similar le ocurrió a Luis Linng, quien, mientras almacenaba dinamita en su celda, recibió los favores sentimentales de Eda Muller, una hermosa muchacha que se enamoró a primera de vista del condenado. Poco antes de noviembre de 1887, la policía había requisado cuatro bombas de la celda de Linng, entre ellas «un tubo para gas lleno de dinamita y trozos de hierro, con una cápsula en el extremo», según cuenta Mella. «Al menor choque, explotaba la dinamita, envolviendo a víctimas y verdugos en su efecto destructor».

      Más de un año después y poco antes de la programada ejecución, a Michael Swchab y a Samuel Fielden les conmutaron la pena capital por la de prisión perpetua. Serían puestos en libertad siete años más tarde, cuando el nuevo gobernador del Estado de Illinois, John P. Altgeld, ordenó revisar el caso y descubrió uno tras otro los errores legales que habían dominado el juicio: a ninguno de los ocho detenidos se les había podido probar relación alguna con el incidente de Haymarket ni con quien había encendido la mecha y arrojado la famosa bomba.

      El 10 de noviembre de 1887, Lingg, de veintiún años, hizo estallar en su boca una cápsula llena de fulminato de mercurio. Y si bien agonizó durante cinco horas con la cabeza destrozada, obtuvo lo que había planeado desde un principio: no morir a manos de un funcionario del Estado.

      Al día siguiente, conocido luego como Viernes Negro, el verdugo colocó los lazos corredizos alrededor de los cuellos de Spies, Fischer, Engel y Parsons, y luego los encapuchó.

      «Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen», narró el corresponsal en


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