Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana
respetar la vida y el pensamiento de los emigrantes, pero a pocos días de la muerte de Alejandro II, Rusia solicitó al gobierno suizo su expulsión, lo que finalmente ocurrió semanas más tarde. Piotr se traslada entonces a Francia, pero pronto, acusado de sedición, es encerrado en la cárcel de Clairvaux, donde deberá permanecer cerca de tres años.
Escuelas del crimen
«La cuestión que me propongo tratar esta noche es una de las más importantes en la serie de las grandes cuestiones que se ofrecen a la humanidad del siglo xix. Después de la cuestión económica, después de la del Estado, Aquella es, quizás, la mas importante de todas». Así comienza una de las conferencias más famosas de Kropotkin acerca de las prisiones, de la legitimidad represiva del Estado, de la necesidad de vigilar y castigar. «Ciento cincuenta mil seres, mujeres y hombres, son anualmente encerrados en las cárceles de Francia; muchos millones en las de Europa. Enormes cantidades gasta Francia en sostener aquellos edificios, y no menores sumas en engrasar las diversas piezas de aquella pesada máquina —policía y magistratura— encargada de poblar sus prisiones. Y como el dinero no brota solo en las cajas del Estado, sino que cada moneda de oro representa la pesada labor de un obrero, resulta de aquí que todos los años el producto de millones de jornadas de trabajo es empleado en el mantenimiento de las prisiones».
Más adelante, Kropotkin describe el lugar donde estuvo detenido: «Cuando el ser humano se acerca a la inmensa muralla circular que costea las pendientes de las colinas en una longitud de cuatro kilómetros, antes que ante una cárcel, se creería junto a una pequeña población fabril. Chimeneas, cuatro de ellas grandísimas, humeantes máquinas de vapor, una o dos turbinas y el acompasado ruido de los mecanismos en movimiento; he aquí lo que se ve y se oye de pronto. Consiste esto en que, para procurar ocupación a 1400 detenidos, ha sido necesario erigir allí una inmensa fábrica de camas de hierro, innumerables talleres en los que se trabaja la seda y se hace el brocado de clases, tela grosera para muchas otras prisiones francesas, paño, ropa y calzado para los detenidos; hay también una fábrica de metros y de marcos, otra de gas, otra de botones y de toda clase de objetos de nácar, molinos de trigo, de centeno y así sucesivamente. Una inmensa huerta y extensos campos de avena se cultivan entre aquellas construcciones, y de cuando en cuando sale una brigada de aquella población sujeta, unas veces para cortar leña en el bosque, para arreglar un canal otras».
Kropotkin cuenta que a cada preso se le paga un pequeño salario, cuyo cincuenta por ciento es retenido por las autoridades carcelarias y entregado a su dueño una vez cumplida su condena y puesto en libertad. Desgrana luego algunas estadísticas, y si bien su horror ante el funcionamiento de aquel presidio «modelo» parece en cierto modo exagerado ante las condiciones carcelarias de comienzos del siglo XXI, su artillería apunta en concreto a la inutilidad del encierro como mecanismo de corrección, y lo compara con una institución deshumanizante y perversa.
«En cuanto a las prisiones de los otros países europeos, basta decir que no son mejores que la de Clairvaux. En las prisiones inglesas, por lo que de ellas sé gracias a la literatura, a informes oficiales y a memorias, debo decir que se han mantenido ciertos usos que, afortunadamente, están abolidos en Francia. El tratamiento es en esta nación más humano, y el treadmill, la rueda sobre la que el detenido inglés camina como una ardilla, no existe en Francia; mientras que, por otra parte, el castigo francés consistente en hacer andar al recluso durante meses, a causa de su carácter degradante, de la prolongación desmesurada del castigo y de lo arbitrariamente que es aplicado, resulta digno hermano de la pena corporal que aún se impone en Inglaterra».
«La prisión mata en el hombre todas las cualidades que lo hacen más propio para la vida en sociedad. Lo convierte en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel», dirá luego a fin de sostener su idea de que la cárcel no es otra cosa que una escuela del crimen. «En el mundo futuro de los anarquistas, fundado en la ayuda mutua, la conducta antisocial no sería encarada mediante leyes o cárceles, sino por la comprensión humana y la presión moral de la comunidad». Para él, las nuevas generaciones otorgarán el carácter de enfermedad social a lo que las leyes, siempre cuestionadas en su pensamiento, denominan crimen. «Tenemos nuestra parte de gloria en los actos y en las reproducciones de nuestros héroes y de nuestros genios. La tenemos también en los actos de nuestros asesinos.
El primer deber de la revolución será derribar las prisiones; esos monumentos de la hipocresía y de la vileza humana».
Kropotkin es liberado en 1885 y marcha hacia Londres, donde residirá hasta poco después de la Revolución rusa, ya avanzado el año 1917. En la capital británica estudia y escribe la mayor y mejor parte de su obra teórica: Palabras de un rebelde (1886), En las prisiones de Rusia y Francia (1887), La conquista del pan (1892), Campos, fábricas y talleres (1899), Memorias de un revolucionario (1899), El apoyo mutuo (1902), La literatura rusa (1905) y La Gran Revolución 1789-1793 (1909) son sus principales títulos.
«Somos utopistas, es cosa sabida»
Kropotkin es un hombre de ciencias y, como tal, quiere sentar las bases científicas del anarquismo. Es en La conquista del pan, libro que tendría una inmediata repercusión en los círculos sindicales de la época, donde elabora su idea del anarquismo comunista, de algún modo poniendo distancia del mutualismo de corte proudhoniano y del colectivismo de corte bakuninista. De la retribución sobre el trabajo hecho a la idea del consumo libre, del a cada uno según su esfuerzo a la noción de a cada uno según sus necesidades, parece haber una brecha de notables dimensiones. En su libro, Kropotkin enumera una serie de variables básicas para la estructuración de una nueva sociedad, y si bien concede que en un principio la revolución deberá instituirse sobre las bases de un régimen colectivista, el común acuerdo libre, la iniciativa individual y el bienestar de todos habrán de ser los nódulos que llevarán a la instauración del comunismo libertario.
Obvio es señalarlo, la desaparición de la propiedad privada habrá de ser el primer paso para esa nueva construcción económica y social, y algunos de los tópicos en boga en el pensamiento socialista, como el derecho al trabajo, se transforman en blanco de sus dardos: «El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar los hijos para hacerlos miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra», dirá entonces, «al paso que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siempre siendo un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial».
El tema abriría un inmediato debate no solo con los teóricos del marxismo, sino entre anarquistas de diferentes tendencias. Los viejos proudhonianos, tal como señala Daniel Guérin, recordarían que el fundador del anarquismo «no considera en absoluto que la retribución recibida por los miembros de una asociación obrera sea un "salario", sino, antes bien, un reparto de los beneficios realizado libremente por los trabajadores asociados y corresponsables». Los comunistas libertarios, Kropotkin a la cabeza, impacientes en el diseño de esa sociedad futura que pronosticaban muy cercana, suponían que el trabajo produciría en ella mucho más de lo que se necesitaría para todos, por lo que la sola idea del salario sobraba en sus esquemas organizacionales. Pero es el italiano Errico Malatesta, por entonces también volcado al anarco comunismo, quien de algún modo tercia en la discusión intentando cierta mesura en los proyectos. «Para llevar el comunismo a la práctica», escribe en 1884, «es preciso que los miembros de la sociedad lleguen a una gran madurez moral, adquieran un elevado y profundo sentimiento de solidaridad que el impulso revolucionario quizá no baste para crear, sobre todo en los primeros tiempos, en que se darán condiciones materiales poco favorables para tal evolución».
«Somos utopistas, es cosa sabida», sostendrá un fervoroso Kropotkin, capeando las múltiples críticas que provoca. «En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución irá por buen camino. [...] Nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el