Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana
será también considerado como delito.
No hace falta probar que la persona que comete un acto ilegal puede haber leído artículos o escuchado discursos que aconsejaban cometerlo, y así ahora todos esos artículos y discursos serán responsables de dicho acto. Queda virtualmente suprimida la libertad de hablar y de escribir. Del mismo modo la ley francesa reconoce una relación directa entre la excitación por medio de la palabra, hablada o escrita, y el acto ejecutado.
La nueva ley de Illinois me interesa poco en sí misma y solo deseo que conste lo siguiente: siete anarquistas de Chicago han sido condenados a muerte gracias a un simulacro de la ley que aún no lo era en 1886, cuando se cometieron los hechos de que se les acusa. La referida ley fue propuesta con el propósito de ser aplicada en el proceso de Chicago, y su primer efecto será matar a siete anarquistas.
Soy de usted afectísimo.
Piotr Kropotkin
PIOTR KROPOTKIN (1842-1921)
Todo lo que no sea legalidad
El 21 de diciembre de 1842 nacía en Dimitrov, localidad rural a 75 kilómetros de Moscú, Piotr Alexeievich Kropotkin. Su padre era familiar del zar Nicolás I, parentesco que le otorgaba blasón nobiliario, y a Piotr, el título de príncipe. Siguiendo los deseos de sus progenitores y una tradición acendrada en la Rusia del siglo xix, apenas adolescente Kropotkin entró al cuerpo de cadetes imperiales de San Petersburgo, desempeñándose durante cinco años como paje de la corte.
«Pero ¿qué derecho tenía yo de gozar de estos placeres superiores...», se preguntaría décadas más tarde en su libro Memorias de un revolucionario, recordando las ventajas de sus primeros años de vida, «...cuando en mi entorno no había más que miseria y la lucha por un trozo de pan duro, cuando lo que yo tendría que gastar para vivir en ese mundo de emociones superiores, habría que sacarlo de las bocas de aquellos que cultivaron el trigo y quienes no tenían pan suficiente para sus hijos?».
Tras la muerte del zar Nicolás I, Kropotkin sirvió como ayudante de Alejandro II y, entre 1862 y 1867, como oficial del ejército en Siberia, donde tomó parte de decenas de expediciones geográficas estudiando las especies animales y las poblaciones de la inhóspita región, en particular aquellas asentadas en la frontera ruso-china, revisando toda la cartografía existente hasta el momento. También estudió el fenómeno del glaciarismo de Asia y de Europa. Pronto sus contribuciones teóricas le abrirían el camino para una destacada carrera científica que sin embargo se negó a continuar.
En 1872 viaja, entre otros países, a Suiza, donde conoce la experiencia gremial de los relojeros del Jura, y si bien no llega a cruzarse con Mijaíl Bakunin, y a pesar de que entonces las primeras lecturas de algunos textos marxistas habían influenciado poderosamente en su pensamiento, pronto vuelve a Rusia, renuncia a su herencia aristocrática y se une a un grupo revolucionario, el Narodnaja Volja «Voluntad del Pueblo», cuyos integrantes eran conocidos como los narodnikis «populistas», emparentados con el movimiento nihilista y con el pensamiento de Bakunin. Entre sus propuestas políticas se destacaban los autogobiernos locales, la independencia del mir, la propiedad popular de la tierra, de las grandes fábricas y de las empresas industriales, y la libertad de palabra, reunión y asociación. Pero también sus propulsores buscaban con ahínco acabar con la vida del zar. Habiéndolo intentado más de una vez, finalmente en marzo de 1881, cuando la carroza de Alejandro II pasaba junto al canal de Catalina en San Petersburgo, un muchacho arrojó algo parecido a una bola de nieve sobre el vehículo. La explosión que le siguió no dio en el blanco y el zar se bajó, ileso, para hablar con algunos cosacos heridos. En ese momento un segundo narodniki se acercó gritando: «¡Es demasiado pronto para dar gracias a Dios!», y lanzó otra bomba, ahora sí letal, a los pies del monarca.
Pero para ese entonces Piotr ya no estaba en su patria e infinidad de cosas habían pasado en su vida.
La primera chispa
Detenido en una redada policial en 1874, cuando realizaba tanto en Moscú como en San Petersburgo una intensa labor propagandística desde su grupo de militancia, Kropotkin fue a parar a la fortaleza de Pedro y Pablo, la prisión donde Bakunin había pasado los seis años más crueles de su vida. Pero el príncipe tuvo un poco más de suerte y un par de años más tarde, desde el hospital de la penitenciaria y con la ayuda de algunos amigos que esperaban por él en las afueras, logró evadirse delante de las narices de los guardias y pocos días después comenzaba una precipitada fuga por los mares del norte, pasando por Finlandia, Suecia e Inglaterra. Llegado a Londres, visita luego París y poco después se establece durante algún tiempo en Suiza, donde comienza a publicar, en colaboración con el geógrafo francés Eliseo Reclus, un periódico legendario para el movimiento anarquista de la época, La Revuelta, que también llegaría a difundirse en Buenos Aires y en Montevideo.
En las páginas de La Revuelta sienta las bases de lo que el movimiento conocerá luego como propaganda por el hecho, término a menudo tan confuso o ambiguo que acabará justificando a ciertos grupos volcados a la acción violenta. Y es que allí Kropotkin también escribió, en el número del 25 de diciembre de 1880, que «la revuelta permanece mediante la palabra, el impreso, el puñal, el fusil, la dinamita, [...] todo lo que no sea legalidad es bueno para nosotros».
En su Memorias de un revolucionario rememora sus primeros pasos en el Jura, adonde llega por segunda vez tras la muerte de Bakunin en 1876, y traza un pormenorizado balance de las actividades de la Asociación Internacional de Trabajadores durante los 70, país por país, poniendo especial interés en aquellas instituciones creadas y mantenidas por los propios obreros, como asociaciones de producción, bancos populares y créditos gratuitos. No en balde impulsará luego en sus libros la noción de ayuda mutua como uno de los mecanismos de raíces prácticamente biológicas en el devenir de las especies, a diferencia de las teorías darwinianas por aquel entonces en boga. Kropotkin se pone al tanto de lo que acontece en materia sindical en el continente y pronto analiza las diferencias entre marxistas y anarquistas, las que, tras la muerte de Bakunin, parecen haberse acentuado. Son problemas que se evalúan a nivel teórico pero cuyo núcleo esencial está localizado en el terreno de la práctica.
«Los trabajadores eran, sin embargo, federales en principios», recordará luego; «cada nación, cada separada región y hasta cada sección local debía quedar en libertad de desenvolverse según sus deseos; pero los revolucionarios de la clase media de la antigua escuela, que habían entrado en la Internacional, imbuidos como estaban con la noción de las sociedades secretas centralizadas y organizadas piramidalmente de los pasados tiempos, introdujeron las mismas nociones en la Asociación de los Trabajadores. Además de los consejos federales y nacionales, se nombró uno general, con residencia en Londres, destinado a servir como especie de intermediario entre las diferentes naciones. Marx y Engels eran los dos inspiradores de éste; pero pronto se cayó en la cuenta de que el mero hecho de tener semejante organismo central se tornaba en fuente de verdaderas dificultades. No contentándose el Consejo General con el papel de centro de correspondencia, intentó dirigir el movimiento, aprobando o censurando los actos, no solo de las federaciones locales y secciones, sino hasta de los mismos individuos».
Y continúa su crítica, ya en cuestiones cada vez más espinosas: «Cuando empezó en París la insurrección de la Comuna —no pudiendo hacer los jefes más que "dejarse ir", sin poder determinar dónde se hallarían a las veinticuatro horas—, el Consejo General insistió en querer dirigirla desde Londres; pedía partes diarios de los acontecimientos, daba órdenes, favorecía esto o dificultaba lo otro, poniendo así en evidencia la desventaja de tener un centro directivo, aun dentro de la Asociación, lo que se hizo más patente cuando en una conferencia secreta celebrada en el 71, el Consejo General, sostenido por algunos delegados, decidió dirigir las fuerzas de Aquella hacia la agitación electoral, dando esto lugar a que la gente se echara a pensar sobre los males de todo gobierno, por democrático que sea su origen. Esta fue la primera chispa del anarquismo, convirtiéndose la Federación del Jura en centro de oposición al Consejo General».
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