Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana
la potencia de la sociedad, porque desemboca necesariamente en la centralización de la propiedad, poniéndola por entero en manos del Estado, en tanto que yo deseo la abolición de esta institución, la extirpación radical de este principio de autoridad y de la tutela del Estado que, bajo pretexto de moralizar y civilizar a los hombres, hasta hoy solo los ha sojuzgado, oprimido, explotado y depravado».
Cuando en 1868 escribe estas frases, ya ha asumido su condición de colectivista y advierte, con cincuenta años de antelación, lo que podría pasar en Rusia con respecto a lo que ya llama burocracia roja y a la cuestión del poder: «Tomen al revolucionario más radical y siéntenlo en el trono de todas las Rusias e invístanlo de poder dictatorial. Antes de un año, ¡será peor que el propio zar!».
Daniel Guérin, en su libro El anarquismo, realiza una excelente aproximación a la cuestión de la libertad en Bakunin. Dice el estudioso francés que este no cesa de repetir que «únicamente partiendo del individuo libre podremos erigir una sociedad libre». El hombre, para Bakunin, pertenece a la sociedad en tanto ha elegido libremente formar parte de ella, y es su propia conciencia el único límite de su conducta: «La libertad no puede ni debe defenderse más que con la libertad, y es un peligroso contrasentido querer menoscabarla con el pretexto de protegerla».
Bakunin celebra el surgimiento de las primeras cooperativas obreras, apuntando a la importancia de la autogestión y a la posibilidad de desarrollo de una «inmensa federación económica» que alcance todos los puntos del planeta. Considera que el sindicalismo es y debe ser el único instrumento del proletariado y que todo proceso de cambio debe venir de abajo hacia arriba, concepción que causó permanentes enfrentamientos en los primeros años de la AIT. También reverencia la importancia de las comunas, una vez abolido el Estado, en la estructuración de la maquinaria social, basada, justamente, en la colectivización del suelo y de todas las riquezas sociales.
Siguiendo a Proudhon, Bakunin también analiza y pregona el federalismo: «Cuando desaparezca el maldito poder estatal que obliga a personas, asociaciones, comunas, provincias y regiones a vivir juntas, todas estarán ligadas mucho más estrechamente y constituirán una unidad mucho más viva, más real, más poderosa. [...]De todos los derechos políticos, el primero y más importante es el derecho de unirse y separarse libremente; sin él, la confederación sería siempre solo una centralización disfrazada».
Mijaíl Bakunin según la enciclopedia de la academia soviética
Revolucionario ruso pequeñoburgués, ideólogo del anarquismo; en filosofía, ecléctico. De origen noble. En 1836-40 vivió en Moscú y se interesó por Fichte y Hegel, interpretando en sentido conservador la filosofía de este último (Discursos estudiantiles de Hegel, «Prólogo del traductor», 1838). Emigrado en 1840, se acercó a los jóvenes hegelianos (Reacción en Alemania, 1842). Participó, en Praga y en Dresde, en la revolución de 1848-49. Fue encarcelado en 1851 y deportado a Siberia en 1857. Se evadió en 1861. A partir de este año, vivió en Europa Occidental, colaboró con Herzen y Ogariov, tomó parte activa en la organización del movimiento anarquista, luchó contra el marxismo en la I Internacional, de la que fue expulsado en 1872. Murió en Berna. La teoría de Bakunin adquirió su forma definitiva a fines de la década de 1860 (Estatismo y anarquía, 1873, y otras obras). Bakunin parte de la idea de que el principal opresor de la humanidad es el Estado, apoyado en la ficción de Dios. La religión es una «locura colectiva», un producto monstruoso de la conciencia de las masas oprimidas; la Iglesia, «una especie de taberna celestial» en la que el pueblo se esfuerza por olvidar su diario infortunio. Para llevar a la humanidad al «reino de la libertad» es necesario, ante todo, «hacer saltar» el Estado y excluir el principio de autoridad de la vida del pueblo. Creyendo ciegamente en los instintos socialistas y en lo inagotable del espíritu espontáneamente revolucionario de las masas del pueblo, en primer lugar de las masas campesinas y del lumpemproletariado, Bakunin negaba la necesidad de que la revolución tuviera que ser preparada y se lanzaba a aventuras revolucionarias. No comprendía la importancia de la teoría científica de la sociedad, se manifestaba contra la teoría marxista de la lucha de clases y acerca de la dictadura del proletariado. Las ideas anarquistas de Bakunin alcanzaron bastante difusión entre los populistas rusos de la década de 1870 así como en otros países poco desarrollados económicamente (Italia, España y algunos más). Sus teorías fueron criticadas por Marx, Engels y Lenin».
HAYMARKET, CHICAGO, 1.º DE MAYO DE 1886
La anarquía en el banquillo
En el principio hubo una huelga a la que adhirieron más de 65.000 trabajadores... En verdad, todo había empezado mucho antes, a comienzos y a mediados de siglo, cuando los trabajadores luchaban por reducir sus jornadas laborales, primero a diez horas, luego a ocho.
A fines del siglo xix ya habían quedado en la memoria del movimiento obrero las huelgas de los carpinteros y calafateadores de Boston de 1832, las huelgas de 1868 y 1869 a lo largo y ancho del país, los primeros intentos de organización de la filial de la Asociación Internacional de Trabajadores que los inmigrantes alemanes llevaron adelante entre 1870 y 1871, la huelga que cien mil trabajadores neoyorquinos declararon en el terrible invierno de 1873-1874, las grandes huelgas de los empleados de ferrocarriles de 1877 que, como dijo el español Ricardo Mella, «fueron el comienzo indudable del conflicto entre el capital y el trabajo». Y tras conformarse en 1880 la Federación de los Trabajadores de los Estados Unidos y Canadá, se acordó en Chicago que el 1.º de Mayo de 1886 se declarara la huelga general por las ocho horas.
Aquel día fue una jornada de fiesta en la que los huelguistas pasearon con sus mujeres y sus hijos por las soleadas y bulliciosas calles del centro. En similares ocasiones la gente se detenía en las esquinas a escuchar a los oradores, entre los que siempre destacaban Albert Parsons, el alemán August Spies y algunas veces el peregrino Johann Most, un hombre altivo y fervoroso que, huyendo de más de una desventura europea había llegado a Nueva York y había continuado con una intensa labor de agitación emprendida en la lejana época en que compartía sueños y amistad con hombres como Mijaíl Bakunin y Eliseo Reclus.
En realidad, Most había querido ser actor de teatro en su juventud, pero una misteriosa cicatriz que atravesaba su mejilla izquierda y que él intentaba tan pertinaz como infructuosamente ocultar bajo una espesa barba, le había hecho desistir de tal vocación y desplazar sus virtudes histriónicas hacia la oratoria, terreno en el que se mostraba particularmente eficaz. Era un hombre hermoso, de cabeza alargada, alta frente, jopo enarbolado. Solía definir su actitud combativa y la de sus amigos con frases cargadas de metáforas feroces. «Tenemos mezclados con los destellos de los rayos un grito apasionado y salvaje», repetía en uno y otro mitin para explicar la poderosa fuerza que los impulsaba.
Para entonces, Most ya había publicado dos folletos que, bajo los títulos de La bestia de la propiedad y La ciencia revolucionaria. Manual de instrucciones para el uso y fabricación de nitroglicerina y dinamita, algodón de pólvora, fulminato de mercurio, bombas, espoletas, venenos, etc., etc., habían seducido a buena parte del proletariado inmigrante y lo habían convertido en un individuo con un excepcional poder de convocatoria, capaz de movilizar a millares de trabajadores en procura de reivindicaciones tales como un salario justo y una jornada laboral más humana.
Por su parte, Parsons era, entre tantos europeos, de los pocos dirigentes sindicales nacidos en Estados Unidos. Provenía de uno de los estados del deep south y estaba casado con una bellísima mulata de profesión costurera, con la que solía cantar viejas tonadas sureñas. Él y Most, con algunas diferencias estratégicas y como buenos polemistas que eran, habían intentado acercar sus posiciones más de una vez: el primero era un empecinado partidario de la organización y de la lucha sindical, el segundo se inclinaba con fervor hacia la propaganda y la acción individual. Most editaba en Nueva York un semanario en alemán, el Freiheit, y Parsons publicaba en Chicago el periódico La Alarma, desde el que convocaba a los obreros con consignas incendiarias y elementales como: «En las actuales circunstancias, la única solución es la fuerza», o «hasta el momento ninguna clase privilegiada ha renunciado a su tiranía,