Las mil cuestiones del día. Hugo Fontana
cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos... Abajo la concurrencia sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... Plegaria en el rostro de Spies, firmeza en el de Fischer, orgullo en el de Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha. [...] Los encapuchan, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos cuelgan y se balancean en una danza espantable».
Un segundo antes se había escuchado la voz de Spies. Dijo: «Llegará un tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que hoy estrangulan».
Y Fischer dijo: «¡Viva la anarquía!».
Y Engel dijo: «¡Viva la anarquía!».
Y Parsons dijo: «¿Se me permitirá hablar, hombres de América? ¡Que se oiga la voz del pueblo!».
Si de mí depende
Albert Parsons había nacido en Montgomery, Arkansas, en 1848. Ricardo Mella recuerda que sus padres murieron siendo él muy joven, y que su hermano, W. R. Parsons, general del ejército confederado, se marchó a Texas llevándolo consigo. Albert se educó en Waco y después, ya en la ciudad costeña de Galveston, aprendió el oficio de impresor.
«Cuando estalló la guerra se fugó de casa de su hermano e ingresó en un Cuerpo de Artillería del ejército confederado. Poco tiempo después sirvió bajo las órdenes de su hermano, recibiendo señaladas distinciones por sus heroicidades».
«Después de la guerra fue editor del periódico El Espectador, en Waco. Con gran disgusto de su hermano se hizo republicano, en cuyo partido figuró en primera fila. Ocupó dos veces puestos importantes en el gobierno federal de Austin y fue secretario del Senado del Estado de Texas».
En aquella ciudad conoció a Lucy González, una mulata descendiente de mexicano e india, probablemente esclava. Poco después de casarse, debieron huir del Estado debido a las amenazas del Ku Klux Klan. Llegaron a Chicago en 1873 y allí Albert trabajó en varias imprentas y se hizo un agitador temible. «Por sus méritos, fue nombrado maestro obrero del distrito 24 de los Caballeros del Trabajo y presidente de las asambleas de oficio, cargo que desempeñó tres años consecutivos. En 1879 fue nombrado candidato para la presidencia de los Estados Unidos por el Partido Socialista, a lo que renunció por no tener los 35 años que pide la Constitución. En 1883 contribuyó a formar el programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores en el Congreso de Pittsburg. Fue elegido candidato a la Consejería de Chicago varias veces; y finalmente, en 1884 fundó el periódico La Alarma, órgano del Grupo Americano».
El discurso de Parsons ante el jurado duró ocho horas, dos el día 8 y seis el día 9 de octubre. Su alocución fue avasallante, a pesar del delicado estado de salud que lo mantenía prácticamente postrado, producto de las duras condiciones de su cautiverio. El segundo día dijo: «Pues bien: yo soy anarquista. ¿Qué es el socialismo o la anarquía? Brevemente definido, es el derecho de los productores al uso libre e igual de los instrumentos de trabajo y el derecho al producto de su labor. Tal es el socialismo. La historia de la humanidad es progresiva; es, al mismo tiempo, evolucionista y revolucionaria. La línea divisoria entre la evolución y la revolución jamás ha podido ser determinada. Evolución y revolución son sinónimos. La evolución es el periodo de incubación revolucionaria. El nacimiento es una revolución; su proceso de desarrollo, la evolución». Y más adelante sostuvo: «La policía está armada con los fusiles modernos de Winchester, y las organizaciones obreras carecen por completo de medios de defensa. Un fusil de aquellos cuesta 18 pesos, y nosotros no podemos comprarlos a tal precio. ¿Qué deben hacer los trabajadores? Una bomba de dinamita cuesta treinta centavos y puede ser preparada por cualquiera. El fusil Winchester cuesta 18 pesos. La diferencia es considerable. ¿Soy culpable por decir esto? ¿He de ser ahorcado por ello? ¿Qué es lo que yo he hecho? Busquen a los que han inventado esas cosas y ahórquenlos también. El general Sheridan ha dicho en el Congreso que la dinamita había sido un descubrimiento formidable que igualaba todas las fuerzas y que en las luchas que en el futuro mantendrán las clases obreras podrán apelar a ella para hacer inútiles todos los ejércitos. Yo no he hecho más que citar sus palabras. ¿Y por esto se me acusa y se me condena?».
«Se me ha llamado aquí dinamitero. ¿Por qué? El fusil ha sido un descubrimiento que ha democratizado al mundo, poniendo al pueblo en condiciones de luchar contra los aristócratas y los poderosos. Hoy la dinamita realiza el mismo fenómeno porque implica la difusión del poder, porque hace a todos iguales. Los ejércitos y la policía no significan nada ante la dinamita. Nada pueden contra el pueblo. Así se disemina la fuerza y se establece el equilibrio. La fuerza es la ley del universo; la fuerza es la ley de la Naturaleza, y esta nueva fuerza descubierta hace a todos los hombres iguales, y por tanto libres...».
«Si de mi depende que Albert pida perdón, que lo ahorquen», le contestó Lucy a un cronista que intentó interrogarla en medio de una de las tantas manifestaciones que encabezó pidiendo la libertad de su esposo y de los otros detenidos. En la mañana del 11 de noviembre de 1887, ella y sus dos hijas se presentaron en la cárcel. Pidió hablar con su compañero, pero le fue negado. Pidió luego que las niñas pudieran ver por última vez a su padre, petición que también fue rechazada. Fuera de sí, comenzó entonces a gritar a los carceleros que la mataran con él. Las encerraron, a ella y a las niñas, en una celda de piedra. Fueron liberadas a media tarde, tras la ejecución.
Lucy se ganó la vida como costurera y recorrió Estados Unidos dando conferencias sobre los derechos civiles. En 1905 fue una de las doce mujeres que participaron en la fundación de la IWW (Trabajadores Industriales del Mundo). En la década del 20 se convirtió en una activa defensora de las vidas de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Falleció en 1943, a los 90 años de edad. Entonces, la policía entró a su casa y destruyó su biblioteca, sus cartas y todos sus escritos.
Los simulacros de una ley
Señor editor del New York Herald:
La sentencia de Chicago indica que el conflicto está tomando en América una proporción más aguda y un giro más brutal, como jamás lo tuvo en Europa. Las primeras páginas de esta historia empiezan con un acto de represalias del peor género. Una buena dosis de venganza, pero ningún hecho concreto, es todo lo que se infiere del proceso de Chicago.
He leído con atención los datos de la causa; he pesado con detenimiento los indicios y la evidencia, y no titubeo en asegurar que semejante sentencia solo puede hallarse en Europa después de las represalias llevadas a término por los Consejos de guerra a raíz de la derrota de la Comuna de París, en 1871, y que el terror blanco de la restauración borbónica de 1815 se queda muy atrás.
Estoy completamente conforme con las misivas dirigidas al embajador americano por el Ayuntamiento de París y el Consejo General del Sena en favor de los anarquistas sentenciados. Pero el tribunal de Chicago no tiene la excusa que tenían los consejos de guerra de Versalles, a saber: la excitación de las pasiones producida por una guerra civil después de una gran derrota nacional.
Es evidente, por de pronto, que ninguno de los siete acusados ha arrojado bomba alguna. Está por demás probado que algunos ya se habían marchado al cargar furiosamente la policía sobre la multitud. Todavía más: el fiscal no sostiene que la bomba fue arrojada por cualquiera de los siete acusados, puesto que de ese hecho acusa a otra persona que no está bajo la acción de la justicia.
Solo Spies es acusado de haber entregado una mecha para poner fuego a la bomba, pero el único hombre que de ello da testimonio es un tal Gilmer, cuya mala reputación es bien sabida y cuya costumbre de mentir ha sido afirmada por diez personas que habían vivido con él. Además el mismo Gilmer declara haber recibido dinero de la policía.
Después de los sucesos de Haymarket, los cuerpos colegisladores de Illinois promulgaron una ley contra los dinamiteros y están ahora a punto de promulgar otra contra toda clase de conspiradores. Según esta última ley, cualquier acto relacionado con la fabricación de bombas, aunque tenga fines legales, será considerado