Exposición múltiple. Horacio Cavallo

Exposición múltiple - Horacio Cavallo


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partes y no la había encontrado. Parecía que la muchacha se transformaba, ahí, frente a toda la gente. Aquello también daba miedo, como las entrañas inflamadas de un prócer. Fenimore opinó más tarde que el espectáculo era una tristeza ridícula. La que estaba buena era Maika.

      Quince o veinte días después me di cuenta de que el Grand Magnum Park había quedado empantanado en medio del invierno en aquella punta polvorienta de Treinta y Tres, a cincuenta metros de donde yo intentaba dar fin a un nuevo hito de la narrativa en lengua castellana. No tenían plata para irse. Un mediodía en que había interrumpido la escritura para ir a comprar malteadas o querosén al almacén que estaba justo frente al parque, vi la primera señal de naufragio. Entre el kiosco de los boletos y el carromato de Blime había un triciclo de niño, repintado de rojo; encima del asiento habían colocado un cartón escrito con la misma pintura colorada: «Se vende». La confirmación de aquello, aunque en verdad creo que no tuve la astucia de advertirlo entonces, ocurrió al domingo siguiente, cuando —después de algunas noches de ausencia, de unos cuantos días de andar esquivo y alegre— Fenimore apareció a mediodía con una damajuana de tres litros de vino bajo el brazo izquierdo y con Blime bajo el brazo derecho. Antes de que ella se presentara como Maika Kapek (Fenimore nunca dejo de creer que aquella trabazón de aliteraciones era un nombre de verdad), supimos que era la legítima Fiera Humana por la estupefacción de Salvador tras el vapor de la fuente de ravioles recién puesta en la mesa. Parecía algo mayor que nosotros, chica, muy blanca, más chica y más blanca junto a Fenimore. Tenía la nariz y los ojos muy grandes, y —no sé si por la claridad de la piel o por el pelo muy lacio y oscuro que se le pegaba en la frente y en el cuello— daba la impresión de que recién había dejado de sudar. Tenía puesta la enorme campera de cuero de Fenimore, y el jogging algo desteñido sólo dejaba suponer algunos ángulos obtusos de huesos débiles. No había nada de sublime en su conversación con acento de Belvedere o Capurro. Cuando comenzamos a almorzar, Adela y yo teníamos claro que ella no quería hablar de su trabajo, que apenas se refirió a él para desalentar nuestra curiosidad, con el mismo tono de desinterés que usó después, cuando nos resignamos a hablar de fútbol o del recorrido y destino de ciertas líneas de ómnibus montevideanas. Dijo que ella sólo ponía la cara y alguna otra cosita; el que hacía todo con las luces y los espejos era un tío suyo, era él quien había aprendido de los padres o abuelos, cuando vinieron de Europa con un circo grande. Ni el vino ni el deslumbramiento escrutador de mi hijo modificaron su desdén. Las frases cortas, casi siempre terminadas en vo, sólo expresaron alguna cortesía y hasta cierta euforia cuando se aplicó a elogiar el tuco cocinado por mí. Nada había de Blime en Maika Kapek, salvo tal vez su apetito de Fiera Humana. Comía simultáneamente de su propios ravioles y de los que Fenimore le acercaba primorosamente a la boca desde el plato de él; después que repitió, aceptó engullir lo que había dejado de comer Salvador, paralizado de maravilla, pese a todo.

      Desde entonces, casi hasta el final de aquel invierno crispado, Fenimore se mudó al Grand Magnum Park. Hacía girar la calesita para una niña solitaria, cavaba zanjas de desagüe, tensaba las riendas que sostenían la rueda gigante o conectaba cables clandestinos. A cambio de todo eso, pasaba las noches con Blime y se le permitía exponer inútilmente sus tiestos silenciosos en alguno de los kioscos. Casi todos los mediodías aparecía por casa con una vianda de plástico naranja, donde trasegaba un poco de nuestros guisos de carne de oveja, siempre algo perfumados de querosén, o alguna rodaja de leonesa primavera u otras calamidades de las que comíamos entonces.

      Cuando quiso empezar la verdadera primavera, mi novela ya estaba mecanografiada en ciento cuarenta hojas de Educación Secundaria. Una de esas tardes luminosas, camino al almacén, megalómano y aliviado (no por causa de hongos, sino porque me sentía como si fuera Melville rumbo a una taberna de Nantucket, después de haber lidiado exitosamente con su cetáceo, o novela), vi estacionado sobre la vereda del parque un jeep faraónico, pintado con manchas de vaca blanca y negra, con dos largos cuernos en la proa y sustentado en ruedas como baobabs inflados, que bien le hubieran servido a Fenimore para fabricar las macetas de un templo babilónico de Las Vegas. Esa misma noche, apenas nos acostamos, oímos llegar pesadamente a Fenimore. Media hora después, Salvador apareció en nuestro cuarto preguntándonos por qué lloraba.

      El jeep, conducido por un cowboy de botas de taco alto, sombrero blanco y acento brasilero (aquí mi fuente es la muchacha del almacén), había arrancado a la Fiera Humana y su casa rodante del baldío de penuria en que estaban atascados, antes de que los restos del Grand Magnum terminaran de disgregarse.

      Mi amigo estuvo como un mes sin salir de su cuarto más que para ir a prepararse un mate a la cocina o pedirme un tabaco. Casi no comía, como si quisiese compensarnos de lo que nos había tragado la Fiera Humana. Se había sacado las muñequeras, los cinturones y cadenas; pasaba echado en la cama revuelta, mirando la pared, dedicado a heder, como si fuera —él también— un neumático muerto.

      Un lunes en que yo debía entrar a trabajar temprano, lo encontré en la cocina ofreciéndome un mate humeante, recién bañado y enjaezado con toda su talabartería.

      —Me voy a la mierda —dijo —, si sigo tirado ahí me voy a terminar amasijando.

      Desde entonces no he dejado de arrepentirme dos o tres veces por año de algunas mezquindades que cometí durante aquella conversación. La primera fue distraerme en el verbo anticuado y argentino que había usado para nombrar la posibilidad del suicidio: me entretenía en banalidades filológicas, en lugar de consolar a mi amigo. La otra mezquindad fue permitir que Fenimore me complicara en cálculos sobre ciertos dineros ínfimos que nos debíamos mutuamente. Además, no le pregunté para dónde iba.

      Cuando salí para el liceo, me acompañó sobrecargado de mochilas y morrales durante tres cuadras. En Manuel Meléndez nos abrazamos, y dobló hacia el Sur, supuse que hasta la ruta 8. La perra Juana o Murciélago Triste, que nos había seguido, se fue con él. Volvió a casa dos días más tarde, muerta de sed.

      IV

      En el mundo desconectado que concluyó no hace tanto tiempo, era fácil y tolerable que un amigo desapareciera por dos o tres años.

      Fenimore vino a visitarnos en una Mondial 250, que era —me explicó— la mejor versión barata y coreana de una buena moto custom. Se había afeitado, por fin, la cresta. Su cabeza brillaba como el tanque de la moto. Para mí, trajo un disco nuevo de Buddy Guy y Junior Wells; para Adela, un ejemplar de Absalón, Absalón, y para Salvador una muñequera con tachas. Durante los diez días que estuvo con nosotros, fuimos haciendo en el patio un cerro de vidrio con las botellas caras que iba trayendo del supermercado. Mientras las vaciábamos, hablamos de todo menos de Blime. Recuerdo que se sorprendió por lo rápido que habían levantado una casa grande y complicada en el baldío donde había estado el Grand Magnum Park. También se asombró de que mi famosa novela inédita llamada China es un frasco de fetos, que él me había visto garabatear en decenas de cuadernos y libretas, estuviera metida dentro de un disquete. Noté que ya no estaba tan interesado en la política. Para retribuirme los asombros, prefería contarme cosas extrañas de un gallinero industrial del tamaño de un aeropuerto, en Toledo Chico, donde vivía y trabajaba desde que se había ido. No era que ganara mucho, pero no tenía cuándo ni cómo ni dónde gastar la plata.

      Esa fue la última vez que lo vi.

      Unos meses más tarde (poco antes de enterarnos de golpe que había dejado el empleo en la avícola, que se había ido a Montevideo y que se había matado en la Mondial mientras repartía muzzarella para una pizzería de Pocitos), se me apareció en sueños. Estaba parado, aún con su cresta erizada, en medio de una llanura tapizada por millones de pollos faenados que brillaban a la luz de la luna llena.

      Guillermo Álvarez Castro

      Perro

      FOTOGRAFÍAS:

      Mariana Méndez

      Guillermo Carballa

      Goslar, en la Baja Sajonia de la Alemania reunificada, no es un lugar de destino. Es un sitio de paso, una antigua ciudad minera cuyo casco antiguo fue edificado en la


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