Exposición múltiple. Horacio Cavallo
se muriera y premiar a su sobrina predilecta. Alicia.
Alicia, un dechado de virtudes.
Todo tiene un límite y esa amenaza me dolió de veras. Creí que exageraba, hasta que invitó a Alicia a casa y le mostró los platos de Limoges que tenía guardados y los restos de la pinacoteca familiar —que ella consideraba valiosa, y que de poco me sirvió cuando tuve que venderla en un movimiento agónico—.
Le explicó con pelos y señales todo sobre sus tesoros: que cómo los había heredado o conseguido, que de qué año eran, que cuánto podrían llegar a costar en el mercado de las antigüedades. Alicia, una mujer que medía un metro con noventa centímetros y además usaba el pelo en un rodete que le sumaba un palmo más de altura, secretaria de la Coca Cola con un buen pasar y una debilidad por los perros sin hogar, hacía bailar las cejas con actitud admirada y decía: «Ajá. Ajá. Ajá».
Conseguí enseguida un trabajo en una gestoría. Me pasaba haciendo trámites en el Banco de Previsión Social y en oficinas oscuras, con moquette desaseada y personas que gozaban de un espasmo de placer cada vez que aplicaban un sello con tinta fresca en un certificado.
Aprendí mucho. Aprendí a conocer varios artilugios para que los expedientes pasaran de una oficina a otra rápidamente. Encontré atajos. Conocí algunas personas con ganas de ayudarme. Supe que memorizarme todos los nombres de mis interlocutores, una expresión ciertamente bonachona y una tableta de chocolate Águila envuelta en papel plateado podía hacer más por mis gestiones que cualquier otra clase de pericia. Mi cartera de clientes aumentó, y en la gestoría me consentían.
Me recibí de procurador.
El mundo era grato entonces. Tenía a mi madre. Mi madre me odiaba pero me amaba al mismo tiempo. Tenía un futuro incierto y por lo tanto promisorio. Tenía un título intermedio. Tenía pelo. Era delgado. Tenía un aire a James Stewart. Me decían, por eso mismo, Jimmy. (Sólo mi madre siguió diciéndome Beto. Alberto, en épocas más ásperas.) Iba al cine casi a diario.
Era un hombre impune y era cínico.
Impune ya no soy.
A Ernesto lo conocí cuando tenía 25. Nos llevábamos apenas una semana de diferencia. Yo era el mayor. Seguía siendo procurador (no llegué a recibirme de abogado; no estuvo mal, de todos modos, trabajo no me faltó nunca con ese título intermedio). Él se había recibido de contador.
Carlitos, un amigo, nos presentó en la fiesta que daban con Mara, su esposa, en el Kibón. Era carnaval y había que ir disfrazado. Mara y Carlitos eran Vilma y Pedro Picapiedra. Habían ido de luna de miel a Estados Unidos y estaban enterados de muchas novedades que daban allá en la televisión. (A veces veo a Carlitos. Un tipo simpático y malhablado, con ojeras color ocre, con su vozarrón, con su impenitente hábito de fumar y prender el siguiente cigarrillo con el que todavía está fumando.)
Ernesto estaba disfrazado de Gene Kelly, es decir que no tenía disfraz. Apenas una remera polo blanca y un pantalón con pinzas. Era magro y espigado. Tenía el pelo peinado con gomina, pero un mechón oscuro le caía sobre la frente. Bailaba bien. Él sabía que bailaba bien. Yo estaba disfrazado de jockey y me parecía que mi camisola de colores me quedaba ridícula. Alguien creyó que era un bufón. Andaba incómodo. No me gustaba el lugar. Las chicas parecían enardecidas y en particular María Gladys, la hermana de Mara, estaba pesadísima lanzándome dardos amorosos cada vez que me arrimaba a la mesa a servirme otro gin tonic. (Su atuendo era indescifrable. Una mezcla entre hada madrina y abejorro que nunca comprendí.)
«Jimmy, give me a kiss», me decía borracha.
Y la besé.
Para que se callara un poco.
Pero fue para peor.
«Jimmy, take me to the beach and kiss me hasta que no pueda más.»
Y me escapé.
Busqué a Ernesto. Me había parecido un hombre fino. Nos pusimos a conversar en la terraza. Había viento del este. Un aire caliente y espeso nos bañaba y el agua refulgía de a ratos, cuando las nubes se corrían y la luna se hacía espacio para mostrar su claridad.
Hablamos de cine y de actualidad. Su familia era blanca como hueso de bagual. Tenían apellido; habían acumulado mucho campo en el pasado; ahora estaban fundidos. Él había votado a Gallinal y detestaba a Gestido. Yo simpatizaba con Frugoni, pero había votado a Erro. Hablamos de cine. Habíamos adorado La felicidad de Varda. Esa posibilidad de amar a dos personas y no sentir culpa. Esa hondura en el terror mientras suena Mozart y el prado se ve tan verde, con girasoles apenas agitados por el viento. Yo había ido con mamá, que la odió. Le pareció el colmo de lo pretencioso. Ella se creía dueña de Mozart y de todos los usos posibles, presentes y futuros, de sus sonatas. Y no le gustaba el cine francés, y esto incluía también a los belgas.
Tal vez nos cruzamos los tres aquella vez en la función del Trocadero. Quién sabe. (A mamá Ernesto la conoció poco después; él le regaló unas fresias y ella hizo como si le gustaran, aunque el perfume le parecía demasiado dulce.)
Ahora que tengo tiempo para recordar, me demoro en ese tipo de alternativas.
Busco confirmar el camino que finalmente se tomó.
Pensar que fue el mejor camino posible para los dos.
Vuelvo a los breves puntos de contacto. Las coincidencias que pudieron haber ocurrido mientras estuvimos cerca, viviendo en una ciudad tan endogámica. Y a lo que nos distanciaba (siempre fue tan cumplido, siempre le horrorizó tanto ir en contra de la corriente) y terminó por romper nuestra amistad.
En la terraza hablamos un rato largo, mientras cantaba Dean Martin.
Ernesto tenía los ojos pardos y rasgados.
Parecía un príncipe persa.
Nos había fascinado Lilith. Los reflejos en el agua. La locura, la culpa, la pasión, Warren Beatty.
Me dijo que estaba buscando un estudio. Le dije que sabía de uno bien ubicado, a la vuelta de la plaza Independencia.
Un mes más tarde instalamos un escritorio. Él ofrecía servicios contables. Yo, como procurador y al frente de una gestoría que me tenía a mí como único integrante.
En la puerta pusimos una placa dorada: Butler & Benítez. Mi apellido se elevaba al lado del suyo, bromeábamos.
Mi oficina estaba adelante, en la sala principal. Habíamos tirado una moneda y me había salido a mí la suerte. Ahí tenía mi escritorio, la máquina de escribir, tres archiveros, una máquina de café, un cenicero, una papelera, una reproducción de un cuadro de Caravaggio, un perchero. Detrás, en la habitación, Ernesto había armado su escritorio, con los mismos objetos que el mío pero sin Caravaggio, y con una copia de Rembrandt.
Yo tenía muchos clientes. Varios me siguieron desde la otra gestoría, cuando renuncié. Tuve una cierta prosperidad que me permitió pagar aquella cuenta de diez mil pesos con mi madre. La tenía un poco abandonada a mamá. Me pasaba el día en el Centro, y a la salida iba por ahí a tomar whisky, a comer un copetín, al cine con Ernesto… Ya no le regaba las plantas y ella parecía todo el tiempo ofendida conmigo.
Él no tenía tanto trabajo como yo. Sus clientes eran parientes ricos y pagaban bastante bien, aunque siempre tarde y en cuotas. Dos por tres me tocaba auxiliar a Ernesto, pagar su mensualidad por el estudio o invitarlo con el almuerzo. Era muy agradecido, Ernesto. Me miraba con una sonrisa de niño, soplaba el humo del cigarro haciendo aritos perfectos y aceptaba mi ayuda con pudor.
Me devolvió cada peso que le presté.
Su madre: Elsa Nívea, su padre: Arturo —y en menor medida sus hermanas: Aurora y Teresa, la linda— me toleraban pero no me querían. Intentaron mudarlo varias veces, buscando para él otros escritorios mejor ubicados —o por lo menos más cercanos a su casa en Carrasco—, más luminosos, que por supuesto ni ellos ni Ernesto podían darse el lujo de pagar. Ernesto no me contaba demasiado. No quería que me hiciera mala sangre.
A veces, en el cine,