Exposición múltiple. Horacio Cavallo
alguien tan cercano.
No me sentía sucio ni tenía culpa.
Nunca tuve culpa.
No conozco ese esperpento que hace que tantos de sus propietarios se sientan mejores personas.
Mamá sospechaba todo y no me decía nada. En aquel momento yo creía que era una retrógrada y la subestimaba.
Ahora pienso distinto.
Lo que le habrá costado a ella todo eso.
Cómo de alguna manera con su silencio disgustado me acompañó y hasta supo aceptar.
En el cine, Ernesto se abstraía totalmente. De reojo, yo atendía su perfil iluminado por el resplandor intermitente que proyectaba la pantalla. Casi sonreía. Tenía aquella sonrisa que me encandilaba. Una melancolía y un afán de ser querido y una indecisión que me causaban un dolor que se me concentraba en el pecho como las agujas clavan en manojo los costureros de bolsillo. No movía las manos. No cambiaba su postura en el asiento. Sólo en un movimiento casi imperceptible se iba arrimando a mi hombro, milimétricamente, hasta que ambos quedábamos imantados.
Con los créditos del final se rompía el embrujo, él se paraba, yo lo seguía, avanzábamos levitando por la alfombra de fieltro, prendíamos un cigarrillo, bajábamos las escaleras, salíamos al exterior y caminábamos mudos, sin rumbo, hasta que por fin decantaban las palabras para comentar lo que habíamos visto. A veces no decíamos nada y nos perdíamos, cada uno por su senda, todavía afectados por la ficción, y yo me palpaba en el brazo izquierdo los rastros improbables de su contacto. Como si tuviera frío, pero sin frío.
Me presentó a su novia el 31 de diciembre de 1969. Ella pasó por el estudio. Yo pensé que era una clienta. Golpeó la puerta. Cuando la abrí, noté que cerraba rápidamente un espejito de mano y vi el lápiz de labios fresco en su boca. Era una monada. Castaña, de largas pestañas y expresión de candidez. Elegantísima, con un vestido liviano color azul eléctrico y arriba, a la izquierda, un prendedor con forma de mariposa, unas alas de una textura muy fina, como de tul, y en los bordes unas lentejuelas iridiscentes, purpúreas. (Se lo olvidó en la oficina de Ernesto. Nadie lo reclamó. Todavía lo guardo. Las lentejuelas se desprendieron, pero el resto sigue intacto.)
La conduje hacia Ernesto, que se sobresaltó al verla. Noté su turbación y creí que sería alguna de sus primas de la rama materna. Por cuentos, sabía que eran afectadas, que vivían la mitad del año en París pero que nunca habían visitado Montmartre. Me dijo su nombre: Clarita, y no dio más datos. Cerró la puerta de la oficina. No me extrañó. Ambos éramos muy discretos con los asuntos que llevaban y traían los clientes.
Media hora más tarde salieron juntos y él me miró sin verme, como si yo —enfrascado en aporrear, como él decía, el texto de una carta en el teclado de la máquina de escribir— fuera una mota de polvo flotando en la sala.
Hacía calor.
Decidí que yo también podía irme de ahí y tomar algo fresco antes de pensar cuáles serían mis pasos esa noche.
Mamá me había invitado a pasar la nochevieja con ella, la prima Alicia y tres o cuatro mujeres más de la familia en la casa de una de ellas, en Punta Gorda. No era un gran programa, por cierto. Carlitos y Mara recibían amigos en su casa en Pocitos después de la medianoche. En último caso, podía ir primero a la reunión familiar y después podía deslizarme hacia el baile. Me di cuenta de que los últimos festejos habían seguido ese patrón: mamá, pareja de amigos.
Me sentí solo y aquejado por un aburrimiento infinito.
Me perdí en unos bares oscuros. Tomé más de la cuenta. Triste y desaliñado, anduve por las calles. Ardía el pavimento y en la ciudad se vivía un aire de expectación, pero los presagios no eran buenos.
Fui a casa a darme una ducha y me quedé dormido hasta el día siguiente. Recuerdo el dolor de cabeza con la luz de la mañana. Mamá me dijo unas palabras duras desde el umbral de mi dormitorio. Habían pasado un rato estupendo en el fondo de Celia María, pero yo había desairado a la familia con mi ausencia sin aviso. Habían contado con mi presencia. Yo llevaría la sidra. Yo no sabía disfrutar de las cosas buenas de la vida. Yo me creía mejor. Pero yo era un vicioso.
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